En Las noches de la peste, última y voluminosa novela —¿excesiva tal vez?— del nobel turco Orhan Pamuk, aparece de través, bien que de forma constante, la figura autocrática, siempre supersticiosa, del sultán otomano Abdülhamit II (1876-1909), alias el «Sultán Rojo» y el «Sultán Sangriento» para las minorías armenias de antaño. De igual modo, con parecido piropeo, fue conocido en las cancillerías europeas como la «Vieja Araña» y, cual eslabón entre sultanes decadentes, fue visto como otra secuela más del «Hombre Enfermo de Europa», expresión atribuida al zar ruso Nicolás I (ignorante de que él y su régimen serían pronto el otro hombre enfermo de Europa). La ocurrencia surgió en conversación con sir Hamilton Seymur, diplomático británico en la Moscovia de entonces.
Grosso modo, Las noches de la peste narra el terrible brote de peste bubónica que asoló la isla ficticia de Minguer en 1901, situada hipotéticamente en el Mediterráneo oriental, junto a Chipre, Rodas y Creta, y cuya consecuencia trajo consigo la independencia de la isla respecto al Imperio otomano, aquel mundo en extinción regido por el sultán Abdülhamit desde su palacio de Yildiz en Estambul.
La novela de Pamuk se concibe literariamente a partir de las cartas que Pakize Sultan, hija del enloquecido Murat V y sobrina del propio Abdülhamit, le escribe a su hermana Hatice. En sus misivas, recogidas por la historiadora Mîna Minguerli (a la sazón bisnieta de Pakize Sultan y de su marido el doctor Nuri), se describe el curso de los acontecimientos que, de la horrorosidad de la pandemia (a Europa no llegará su brote), llevarán a proclamar el acta de libertad de una nueva nación: la hermosa, aunque mortuoria, isla de Minguer.
Más que valorar el alcance de la nueva obra pamukiana (asunto que dejamos a la cirugía crítica), lo que nos interesa más en la presente es sacar de su museo de cera, cara a los lectores occidentales, al sultán Abdülhamit II, si bien en la actual Turquía, como de hecho veremos, su figura ha sido vindicada por el presidente Recep Tayyip Erdogan. Es lo que los analistas identifican como un giro al pasado imperial, en oposición al europeísmo occidentalizador y laicista heredado de Mustafa Kemal Atatürk, padre y hacedor del andamiaje de la patria, la misma que echará a rodar en forma de república, libre de sultanes otomanos y de otros opiáceos históricos, a partir de 1923.
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Hacer memoria de nombres y fechas no está bien visto entre docentes y pedagogos de última hornada. Por esto mismo, por molestar un poco, recaeremos en las formas viciosas del antiguo régimen. Convendría retener y citar los distintos nombres atribuidos al Hombre Enfermo de Europa, quienes ocuparán las poltronas y palacios situados a la vera del Bósforo desde el siglo XIX hasta años después de la Gran Guerra del 14, que traerá el finiquito a la era otomana.
Partimos primero del reformador Mahmut II (1827-1835), padre de Abdülmecit I (1835-1861). Hijo también de Mahmut II (histórico aniquilador del cuerpo de jenízaros), fue Abdülaziz (1861-1876), conocido como el sultán simpático. Será destronado a favor del ya citado Murat V, el atribulado sultán de los noventa y tres días, hijo de Addülmecit I y hermano de su sucesor, Abdülhamit II, que es quien nos ocupa en estas líneas.
Los tres últimos representantes de la Casa de Osmán y custodios de su espada (de ahí el nombre de osmanlíes), serán el orondo Mehmet V Resat (1909-1918), Mehmet VI Vahideddin (1918-1922) y el postrero Adbülmecit II (1922-1924), quien figurará en los anales con el título de califa de los musulmanes, pero no así como sultán otomano propiamente (la república turca lo enviará al exilio a él y a toda la nutridísima familia otomana, especie de antelación de la diáspora de la Rusia blanca).
En la novela de Pamuk, como cuenta Pakize Sultan en sus misivas, se alude a la vida enjauladamente dorada que se hacía en los fastuosos palacios otomanos. El mítico espacio de Topkapi, reflejo de las urdimbres de la Sublime Puerta durante siglos (eunucos, harenes, intrigas, fratricidios, poesía y diván, fiestas de circuncisión), fue abandonado por Mahmut II en 1835. Ningún sultán otomano volverá a habitarlo hasta la extinción de su raza. Todos los turísticos palacios que hoy relucen a orillas del Bósforo, tanto en sus ribazos asiáticos como en los rebordes europeos, fueron construidos a lo largo del XIX. El de Dolmabahçe (de dos kilómetros y medio y doscientas ochenta y cinco habitaciones) es del año 1853. El de Ciragan se terminó en 1874 y, como leemos en Las noches de la peste, fue el lugar donde Murat V, padre de Pakize Sultan, vivirá en régimen de sigilo, vigilado obsesivamente por Abdülhamit, desde su destronamiento en 1876 hasta su muerte a plazos, ocurrida en 1904.
El muy citado palacio de Yildiz fue construido, si bien de forma discontinua, desde mitad del siglo XIX. Yildiz y su complejo gubernamental hicieron la vez de tronera de Abdülhamit, obsesionado con su seguridad personal y desde donde hacía transmitir el poder de su «tugra» a los gobernadores de todos los rincones y provincias del imperio, incluida nuestra isla ficticia de Minguer.
Por su parte, el palacio de Beylerbey, acabado en 1857 por orden del jovial y divertido Abdülaziz, pasará a la historia por ser el suicídico lugar donde este sultán, toda vez destronado, supuestamente se quitará la vida con cortes en las venas (su cadáver fue examinado por dieciséis forenses entre turcos y extranjeros, todos los cuales, a excepción del galeno británico, aprobaron su óbito por causa de suicidio).
De ahí, por tanto, que el año 1876 sea conocido en la historiografía otomana como el año de los tres sultanes: el suicida Abdülaziz, el incapaz mental Murat V y el neurótico Abdülhamit II, el último gran emperador de los turcos.
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De vuelta a la novela de Pamuk, mientras la peste esparce sus horribles bubones por los barrios musulmanes y cristianos de Minguer, Pakize Sultan no dejará de recordar en todo momento a su padre, el sultán de los noventa y tres días, tanto en sus cartas enviadas a su hermana como en conversaciones mantenidas con su marido, el doctor Nuri, ocupado en atajar el brote junto al gobernador turco de la isla y el llamado ejército de cuarentena.
Murat V, como hemos anticipado, fue un sultán mentalmente desequilibrado. Las noches de la peste, en equilibrio entre la historia de verdad y la ficción, nos acerca a su figura. De hecho, como nos cuenta esta vez la historiadora Mîna Minguerli (Pamuk practica la metaficción y juega, como es habitual en él, con la autoría de la voz narradora), el príncipe Murat, hijo de Abdülmecit I, era apenas un joven de treibta y seis años al llegar al trono. Estaba imbuido de ideas progresistas —abrazará al cabo la masonería— y era afín a un movimiento fresco y reformador, conocido en su hora, a mitad del siglo XIX, como el de los Jóvenes Otomanos.
Al parecer, su padre lo habría elegido como sucesor, en lugar del propio hermano del sultán, a la sazón Abdülaziz. Cultivado, versado en francés e instruido en música por los italianos Lombardi y Guatelli, el príncipe Murat, con catorce años, sufrió una grave enfermedad, que le afectará a la mente y a la capacidad de memoria de por vida. Un doctor oriundo de Nápoles, un tal Capoleone, viajó al Estambul otomano para tratar al desvalido vástago. Le recomendó tomar vino y coñac, lo que a la postre, como es natural, desencadenaría el inicio de una vida alcoholizada para Murat, convirtiendo incluso su mansión de Kurbagalidere en una suerte de vasta bodega.
En 1876, un motín de estudiantes de teología de Estambul, apoyado por los ministros Hüseyin Avni y Midhat Bajá (adalid este último del reformismo liberal), propiciará la «fatua» que permitirá la deposición de su tío y sultán Abdülaziz. Sucedió un 29 de mayo del antedicho año. Ese mismo día, los urdidores del golpe tuvieron que despertar a su sobrino Murat de una borrachera. Lo llevaron aún medio cocido ante la sede del gobierno y de allí fue conducido al palacio de Dolmabahçe, donde fue entronizado como Murat V.
De mayo a las calendas de agosto, Murat ejercerá su efímero poder sin poder superar el efecto que le produjeron el suicidio de Abdülaziz y el asesinato de varios de sus ministros a manos de un capitán circasiano (entre ellos el citado Hüseyin Avni). Enloqueció prácticamente desde el momento en el que recibió la espada de Osmán. Su vida será a partir de entonces, como quedó apuntado, la crónica de una muerte que le vendrá a plazos a través de capítulos extravagantes y francamente novelescos.
Tras ser depuesto por incapaz, quedará cautivo durante veintiocho años, por orden de su hermano y sucesor Abdülhamit, en los palacios de Yildiz y Ciragan. En sus habituales raptos de demencia, solía zambullirse vestido en los estanques ajardinados de Yildiz. Intentó protagonizar, sin suerte, varios conatos de fuga fallidos. Sufría acoso y a menudo era despertado en la hondura de la noche porque los espías de Abdülhamit decían haberlo visto pululando por Beyoglu, en los alrededores caóticos e inclinados de la torre de Galata.
Murat cambiaba constantemente de dormitorio, perseguido por la paranoia, mientras seguía viviendo como un hipotético reo de lujo ante un harén de casi setenta concubinas. Con los años su salud desmejoró aún más por causa de la diabetes. Murió dos veces. Literalmente. El duelo oficial por su muerte se produjo en 1894, pero su óbito real tuvo lugar en 1904 (cuatro años después, según el relato de Pamuk, de los hipotéticos acontecimientos ocurridos en la isla de Minguer).
Un emisario del sultán Abdülhamit II, ya conocido como la «Vieja Araña», protagonizó una macabra anécdota sobre el cadáver expuesto y velado de su hermano Murat. El emisario le tiró con fuerza de su pelo para asegurarse de que estaba bien finado. Durante un tiempo llegó a oídos del sultán que, al parecer, su depuesto hermano aún intentaba volver al trono de Estambul con ayuda de terceros. Pretendían simular sus pompas fúnebres para ser luego desenterrado y enviado a Europa, donde Murat recibiría el apoyo de diversas cancillerías volcadas, como no iba a ser menos, en la rapiña del Imperio otomano. Fue finalmente enterrado, de verdad y no teatralmente, junto a su madre, en la hoy fotogénica Mezquita Nueva de Estambul. Había sido el único sultán masón de toda la estirpe osmanlí.
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Dibujos, aguadas y caricaturas de la época retratan a Abdülhamit II, tocado con el fez, con rasgos poco agraciados. Nariz de puente acusado, mirada torva y expresión acorde con los reflujos nerviosos que lo definían: superstición y capacidad de supervivencia. Hay retratos que lo muestran más joven y mostachudo. En otros, más viejo, aparece bien barbado.
A decir verdad, la geopolítica del momento maniobró en su contra desde el primer instante. Nada más iniciar su mandato, tendrá que afrontar el estallido de la guerra ruso-otomana (1877-1878). Dicha sangría en todo aspecto se desarrollará por los predios de los Balcanes, dominados por los otomanos desde los tiempos inmemoriales del gran Murat I. La derrota de los turcos traerá consecuencias decisivas para lo por venir, lo que alumbrará la extinción del propio orbe otomano. De hecho alteró gravosamente su territorio y, con ello, cambió también la naturaleza de su población (riadas de refugiados se establecieron en diversas partes de Anatolia, a menudo en lugares que eran reservorios de minorías cristianas, caso de los armenios).
En política interna, la derrota ante los rusos propició el fin del aún incipiente parlamentarismo y alargará la autocracia del sultán. En paralelo, se diluirá cierto concepto cordial de otomanismo, que se irá erosionando ante la aparición, cada vez más notoria, de un nacionalismo de sello panturco, a imagen y semejanza de las nuevas naciones balcánicas que irán surgiendo con los años y que, al fin y al cabo, llevará a la destrucción del propio imperio.
A partir de 1878, la Conferencia de Berlín (a la que ni siquiera fue invitado Abdülhamit) acelerará el acoso al carcomido imperio turco por parte de las codiciosas potencias europeas. Se irá creando una suerte de gran «espacio exotomano», en palabras de Francisco Veiga. Muchos territorios seguirán perteneciendo a Estambul, pero solo como dueño nominal de los mismos y bajo el marbete de «en nombre del sultán». Un botón: el Imperio austrohúngaro administrará Bosnia y Herzegovina por resolución de Berlín. Otro botón: Gran Bretaña decidirá controlar Chipre en prevención de una hipotética invasión rusa de Anatolia. Y un tercero: la misma metrópolis londinense ocupará Egipto en 1892.
Quiere decirse por tanto que Abdülhamit, si bien maniobrero y taimado, tan ridiculizado en viñetas de periódicos, tabloides y gacetas europeas, tuvo que enfrentarse desde el inicio de su mandato al delirio imperialista de las grandes naciones del continente. Nunca hubo voluntad real de modernizar desde fuera al viejo mamotreto de los sultanes, regido en estos años desde el cerrado y casi policial entorno de Yildiz.
Déspota, desconfiado, supersticioso, obsesivo, autócrata, culto pero regresivo, sagaz, ocasionalmente cruel, ridículo… Todo esto ya lo sabemos y la novela de Pamuk, al abordarlo como personaje externo, incide en estos ángulos de su personalidad humana y política. No obstante, dicho lo dicho a modo de ristra, se puede hablar también de un sultán ambivalente.
A sus giros reaccionarios, se le unió una gran voluntad de realizar reformas y modernidades diversas (en la Turquía otomana, desde Mahmut II, recibieron el nombre de «Tanzimat», especie de regeneracionismo a la turca). Durante su sultanato aumentó espectacularmente el trazado ferroviario a lo largo y ancho de las colosales hechuras del imperio (el ferrocarril llegará al Hiyaz). Se desarrolló el telégrafo (elemento clave en la novela pamukiana y pieza igualmente fundamental para los opositores que lo derrocarán en 1906 en la vida real). El tráfico marítimo que fluía por el Mármara, el Cuerno de Oro y el Bósforo cobró un auge nunca antes visto. Hubo una excepción: el teléfono. Abdülhamit desconfiaba de la electricidad. Será este un apunte muy pintoresco, que quedará recogido en los apuntes de los viajeros del XIX, quienes aludirán a la tenebrosidad que se adueñaba de Estambul al llegar la noche. Se dijo que su aversión a la electricidad se debió a que el sultán confundió la palabra dinamo con dinamita.
De ahí, por tanto, el perfil que definió al supuesto ogro de Yildiz: despotismo ilustrado, atracción por la ciencia y superchería ridícula. Gran amante de la ópera y la música culta, dictó un sinfín de prohibiciones hilarantes por cuanto absurdas. En la prensa de Estambul, cuyo número de cabeceras aumentó considerablemente durante estos años, se prohibió usar la palabra asesinato (así, el presidente francés Sadi Carnot y el americano McKingley, asesinados ambos por anarquistas, murieron respectivamente de apoplejía y de ántrax).
Asimismo, la novela Los Robinsones suizos, del pastor Johan David Wyss, que narra las aventuras de una familia suiza que naufraga en las Indias Orientales cuando iban embarcados rumbo a Australia, fue prohibida. ¿Razón? Al parecer, porque el perro de la familia náufraga se llamaba… Turco. Literariamente, como curiosidad añadida, Abdülhamit demostró ser un gran lector de novelas de detectives, aunque la mayor parte de las veces las conoció porque contó con un servicio de lectores en Yildiz que se las leía en voz alta.
Este detalle, no poco sorprendente, aparece más de una vez en Las noches de la peste, por cuanto se citan las novelas de Sherlock Holmes que le leían al sultán y en tanto que, de igual modo, los protagonistas de la ficción intentarán atajar la peste en Minguer y los asesinatos que esta desencadenará a través del método detectivesco del personaje creado por Arthur Conan Doyle (en la vida real el escritor británico, aprovechando un viaje de luna de miel tras casarse, recaló en Estambul y fue condecorado con alta distinción).
Otras reseñas de época nos muestran a Abdülhamit como el primer sultán que sentará a su mesa por vez primera a una dama cristiana. En un entorno normalmente suntuoso, donde debía filtrarse el reconocible olor a yodo del Bósforo, el sultán número 34 de la dinastía acabó con todo boato imperial: sentaba a sus invitados en el mismo sofá en el que se sentaba quien ejercía de califa de todos los musulmanes y les encendía él mismo los cigarrillos. Eso sí, se negó a recibir a la célebre actriz de teatro Sara Bernhard cuando esta fue a visitarlo en el europeizado barrio de Pera. Adujo que simulaba la muerte con mucha credibilidad en las tablas.
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Otras fechas históricas, más prosaicas y menos curiosas, irán moldeando de igual forma su carácter desconfiado. No le sobrarán razones en muchos casos.
A finales de 1895, el nuevo movimiento conocido como los Jóvenes Turcos, herederos del espíritu de los anteriores Jóvenes Otomanos, propiciaron un fallido golpe de Estado. La intentona se fraguó en el seno, aún difuso, de lo que empezaba a conocerse como el Comité de Unión y Progreso (CUP), que a la postre será clave en la desmembración del imperio, sobre todo tras la derrota de los turcos en la Primera Guerra Mundial.
Coincide dicho año con el relato de lo que se conoció como periodo de las masacres hamidianas, dirigidas desde Estambul contra los armenios (hay historiadores que las señalan como preámbulo del supuesto genocidio armenio que se desencadenará sin ambages a partir de 1915). De 1894 a 1896, Abdülhamit reprimió con dureza las revueltas armenias surgidas en los rincones de las provincias más orientales de Anatolia. Los nacionalistas armenios, aprovechando la presión que sobre el sultán ejercían las potencias europeas, reclamaron más autonomía y más derechos (aun gozando de la ciudadanía otomana).
Las insurrecciones armenias en lugares como Sasun, Zeitun o Van, espolearon a su vez a la población musulmana, que se puso de parte del ejército (alimentado con resmas de irregulares), lo que contribuirá, con la eficiente ayuda de los kurdos (igual ocurrirá en 1915), a que la represión se tradujera en episódicas matanzas. De ahí, como se señaló al inició, los apelativos a Abdülhamit como el «Sultán Sangriento» o el «Sultán Rojo».
Hasta cierto punto, la popularidad del sultán entre sus súbditos de fe mahometana se explica por el giro islamista que acabó imprimiendo a su política de Estado. Este giro, si se quiere regresivo, fue el contrapunto al cerco que las potencias europeas le imponían, bien como inadmisibles tutores de su propia política interna, bien como cuasi administradores de muchos territorios sobre los que aún flameaba la bandera otomana.
Desde Yildiz incidió en su condición de califa del mundo musulmán, con el fin de aglutinar en torno a su majestad a la vasta comunidad de creyentes. En la propia Turquía se erigieron gran cantidad de madrasas y mezquitas, se dio auge y pompa a los servicios religiosos e, incluso, se rescató el uso del árabe como lengua coránica y cultural. Por todo ello, el cálculo islamista que Abdülhamit había concebido como resta al influjo occidental, se tradujo en el afecto de las clases más populares. Sin embargo, a ojos del movimiento de los Jóvenes Turcos y del círculo político del CUP, la islamización del imperio era la respuesta contraria a su idea de propagar el otomanismo con un señuelo más moderno y liberal.
Como nota ya de postrimerías, el fin de la era de Abdülhamit se produce tras la Revolución de 1908, auspiciada, como era previsible, por los Jóvenes Turcos. Su fragua se diseñó en la movida región de Macedonia, en la Grecia otomana (Salónica, después de Estambul, era la ciudad más populosa del imperio). En aquella plaza se concitaban muchos cuadros de militares descontentos, entre ellos Mustafa Kemal, futuro Atatürk, nacido en Salónica. Por aquellos años Kemal era solo un joven teniente conspirativo. En 1905, en Damasco, ya había creado la llamada Sociedad de la Patria, a la que llamará más tarde Patria y Libertad, la cual extenderá sus tentáculos en el seno del III Ejército, acantonado precisamente en Salónica.
Abdülhamit, el sultán que todo lo espiaba, no se dio cuenta, sin embargo, que el centro del problema para la perdurabilidad de su gobierno se hallaba en un ejército descontento, casi siempre mal pagado, que ya no combatía desde hacía treinta años atrás, tras la derrota, auténtica espina clavada, en la guerra ruso-otomana. Tuvo que aceptar, para seguir en el trono, la restauración del Parlamento, a instancias de las cabezas más visibles del CUP.
La Revolución de 1908 coincidió, por un lado, con la independencia de Creta y su unión oficiosa a la nueva Grecia continental (la ficción de Minguer bien pudiera ser un trasunto del caso cretense) y, por otro, con la anexión ya formal de Bosnia y Herzegovina al imperio austrohúngaro. El caos político que trajo el gobierno de coexistencia tras el triunfo revolucionario, propició un furibundo arrebato por parte de los estadios más reaccionarios de Turquía, quienes pedían la instauración de la sharía. Abdülhamit, en mitad del berenjenal, aceptó sus demandas. Pero sería tan solo un efímero interregno, pues todo ello acaeció en el mes de abril de 1909.
Desde Salónica, un gran contingente del III Ejército macedonio, en coalición política con el CUP, marchó a Estambul. Abdülhamit, acusado de haber urdido la intentona contrarrevolucionaria, fue depuesto tras ser leída la fatua del gran muftí. Mientras salía en tren desde Estambul, rumbo precisamente a Salónica, su hermano Mehmet, que era extraordinariamente obeso, se ajustó con dificultad y sudores el cinto del que colgaba la espada de Osmán. Será Mehmet V Resat (1909-1918), el número 35, antepenúltimo sultán en la historia de la dinastía. Su hermano, el destronado Abdülhamit, morirá tiempo después en Estambul, en 1918, el mismo año que certificará la gran derrota turca en la Primera Guerra Mundial y, al alimón, provocará la deposición, otra más, del propio Mehmet V.
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Quien fuera tildado, entre otros epítetos, de ogro artero y sombra supersticiosa (la propia Pakize Sultan repudia a su tío varias veces a lo largo de la novela de Pamuk), es hoy objeto de revisión —e incluso de vindicación— en la Turquía actual. Largos años de gobernanza por parte del presidente Recep Tayyip Erdogan han restaurado la imagen del sultán Abdülhamit II, quien ahora da nombre a hospitales entre otras honrosas formas de brindar respeto y admiración a su recuerdo.
En 2018, con ocasión del centenario de la muerte de Abdülhamit, el presidente Erdogan reivindicó la actual República de Turquía, nacida en 1923, como una continuación del Imperio otomano, cuando en origen su fundador Atatürk la concibió como una monumental conjura laica y moderna contra el pasado. Sus palabras resonaron, precisamente, en las lujosas cámaras y estancias del palacio de Yildiz, el otrora complejo donde en su día el vindicado sultán manejó los hilos de su autocracia. Dijo de él que fue una de las mentes «más importantes, visionarias y estratégicas» de aquel periodo histórico a caballo entre dos siglos.
La vuelta no solo nostálgica, sino revisadora y orgullosa hacia su imperial pasado, propició que en Turquía, entre los medios afectos y desafectos a Erdogan y a su partido islamista y conservador (AKP), se hablara de moda otomana, de «otomanía» y, en lo político y geoestratégico, de neootomanismo. Nunca sabremos cuánto se habrá removido o no Atatürk en su tumba, en el colosal mausoleo —el Anitkabir— que lo recuerda a las afueras de Ankara.
La «otomanía» cultural se ha ido manifestando en detalles aparentemente pueriles, pero que han creado un sustrato de conciencia agradecida a las formas del pasado, tan detestadas por la Turquía laica. Se aprecia, por ejemplo, en los muchos libros de cocina que se editan sobre recetas otomanas o en los propios trajes que lucen las azafatas de la eficiente aerolínea Turkish Airlines.
La otomanía ha calado también en el fervor que, como es sabido, despiertan las series televisivas turcas, incluidas las de temática histórica. Antes que nada, obligado es matizar el término relativo a estas series de televisión que produce exitosamente para medio mundo la industria turca. Los turcos nunca hablan de telenovelas o de teleseries. Hablan de «dizis», cuyos productores consideran como género autóctono en expansión.
Ha habido «dizis» como «El sultán», que recreó la vida en torno al gran Solimán El Magnífico, considerado incluso desde Occidente como el sultán renacentista. No gustó demasiado en las instancias gubernamentales de Ankara, a diferencia de «Dirilis: Ertugrul», otra «dizi» que, con aroma a «Juego de tronos», se basaba en la figura de Ertugrul Ghazi, padre del sultán Osmán I, fundador del Imperio otomano. La serie, emitida durante cinco temporadas, ahondaba en la genuina forja de la nación de los turcos, la que luchaba sin transición contra hordas mongolas, infieles cruzados de camino a Jerusalén y bizantinos.
El sultán Abdülhamit II también ha gozado de autorretrato en forma de «dizi». Se emitió por vez primera en 2017, con el título Payitaht Abdülhamit (El último emperador). A través de Bülent Inal en el papel de sultán, esta producción, emitida los viernes, concitó la atención de uno de cada diez telespectadores turcos (nos lo cuenta Fatima Bhutto en el especial sobre Turquía de la revista «The Passenger»). El marco histórico de la serie discurre a partir de 1896, a los veinte años de su sultanato, cuando el inquilino de Yildiz habrá de lidiar, como hemos ido contando, con las intrigas subversivas de los Jóvenes Turcos, a la par que tendrá que contener los voraces apetitos de Occidente, apelando, entre otras políticas de pervivencia, a la unidad panislámica entre pueblos y territorios sometidos a la voluntad de Alá.
Admiradores y disidentes de Erdogan vieron en la puesta en escena del sultán Abdülhamit una suerte de sosias del propio mandatario turco. Para sus detractores, la paranoia en torno a los servicios secretos manejados por el sultán y sus tics autocráticos son perfectamente reconocibles en la hora actual (a Turquía, pese al régimen democrático que la asiste, se la conoce por muchos medios internacionales por ser una gran cárcel de periodistas).
Otros, en cambio, hacen comparaciones con Mahmut II, por cuanto equiparan a Erdogan con el sultán que acabó con la indocilidad de los jenízaros que, episódicamente, hacían caer a los sultanes con sus algaradas, provocando que existiese una especie de estado militar dentro del imperio (el fin de los jenízaros en 1826, tras una fenomenal matanza, fue conocido en la historiografía otomana como el «Acontecimiento beneficioso»).
Por todo ello, trasladada la analogía a la actualidad, Erdogan vendría a ser un émulo también de Mahmut II, pero sumido esta vez en una lucha interna y heroica contra el gülenismo (FËTO), el sutil y poderoso movimiento Hizmet urdido, de forma paraestatal, por el clérigo exiliado Fethullah Gülen, y causante en la sombra, según el gobierno turco, de la última intentona golpista de 2016.
Como se aprecia en la «dizi» turca, el disfraz en el tiempo de Abdülhamit le sienta mejor que el de Mahmut II al actual mandatario, el mismo que rige los destinos del país desde hace demasiados años. Él mismo apela al concepto de una Nueva Turquía naciente y aún por hacer. Toda ancestral arcilla relacionada con los orígenes y el poder guerrero de los turcos tienen cabida en este concepto. Da igual si hay que retroceder a los pueblos túrquicos de Asia Central, ahondando en una síntesis nacionalista turco-islámica (como ya hizo el régimen militar tras el siniestro golpe de 1980), que volver la mirada no solo libre y desprejuiciada, sino altiva, al legado imperial otomano.
Así ha ocurrido con Abdülhamit II, el hoy considerado como último gran sultán otomano, el mismo al que Erdogan dijo recordar con misericordia en el centenario de su muerte. Su sobrina en la ficción de Pamuk, Pakize Sultan, estaría en claro y manifiesto desacuerdo.
Interesante puesta en perspectiva del actual régimen otomano y sus referentes históricos y morales. Para echarse a temblar
El «supuesto» genocidio armenio?.?
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