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‘La balada de Buster Scruggs’: cuentos y canciones del viejo Oeste

La balada de Buster Scruggs
La balada de Buster Scruggs, 2018. Imagen: Annapurna Pictures / Netflix.

Mientras escribimos esta historia nos llegaron noticias en el último correo digital de las 3:10. Al parecer, en el trinadero habían emplumado al fantasma de John Wayne, por unas declaraciones de hacía cincuenta años, en las que el actor declaraba haber sido un estadounidense de orden. Tras este descubrimiento, que había motivado el apresurado cambio de nombre de un aeropuerto, y una sucesión de exabruptos a nivel internacional, nosotras, sin hacer uso de escupidera de latón, vamos a aportar otros sobre el hombre que mató a Liberty Valance que, si bien puede que no enfaden tanto a la audiencia, son bastante curiosos, dentro de lo que cabe para estos tiempos tan salvajes a nivel usuario. 

Quizá el consumidor de contenidos digitales ni siquiera se acuerde de John Wayne, pero nosotras a lo que vamos es que no se llamaba ni John, ni Wayne. Es más, sus padres, devotos de la fe presbiteriana, lo bautizaron como Marion, y como el capitán del séptimo de caballería más famoso del cine detestaba ese nombre, adoptó el de su perro, Duke. Marion iba para estrella de fútbol en California, pero una lesión le hizo cambiar este espectáculo por otro: el del cine.

Los directores (no está claro si Raoul Walsh o John Ford) le sugirieron el nombre artístico de Anthony Wayne, por el apellido de un héroe de la guerra de independencia (la suya), pero Anthony sonaba demasiado mexicano, así que lo cambió por el más simple, pero mucho más anglosajón, John. Fue nada menos que el mismísimo Tom Mix quien le dio su primer trabajo, como extra y chico para todo, en los rodajes de Hollywood.

¿Quién es Tom Mix?, se preguntarán. Bueno, apostamos que fue el verdadero padre de los cowboys. Una gran superestrella entre 1910 y 1929. Por su experiencia en ranchos, sabía disparar, usar el lazo y montar a caballo, hacía las escenas de acción sin dobles y fue protagonista de muchos éxitos, siempre vestido de texano y con un inconfundible sombrero blanco de enorme copa, los conocidos «ten gallons» («tan galán», en español).

Los papeles de protagonista de John Wayne llegaron en producciones de distintos géneros, pero, sobre todo, en wésterns de serie B con Warner y Monogram. Algunos eran remakes de éxitos recientes de otro pionero del wéstern cinematográfico, Ken Manyard, que también venía de hacer piruetas en rodeos y circos. Maynard dio vida a rudos vaqueros, tocado con el consabido sombrero, un vistoso traje y la compañía de un caballo, tan famoso como su jinete, que se llamaba Tarzán. Pero Maynard, «El vaquero favorito del niño americano», tal y como le publicitaban, añadió una variedad a sus películas: en ellas cantaba y tocaba el banjo y el violín.

Con él nació el primer vaquero cantante, en la película The Wagon Master (1929). Su personaje no tenía nombre, solo el apodo «The Rambler», en esa figura que se haría recurrente, el aventurero que viaja por los pueblos en busca de trabajo, aventuras, romance, peleas, etc., mientras entona canciones como «The Cowboy’s Lament» y «The Lone Star Trail», dos temas muy populares, relacionados con la vida de los cowboys, y un espíritu romántico que habían heredado de las baladas irlandesas, entre otras. Las canciones de vaqueros comunicaban visiones de la naturaleza y costumbres de la gente: en este caso, historias de la frontera de México, el tráfico de ganado, la construcción de carreteras y trenes, etc. que en el siglo XIX ya tenían sus héroes y villanos: jugadores de cartas, pistoleros y trabajadores del ferrocarril…

Además de baladas nostálgicas, descripción de los paisajes, relaciones amorosas y familiares, estados de ánimos más o menos plácidos y canciones de campamento, los temas de este nuevo estilo dieron cuenta del lado siniestro y salvaje del oeste: los pistoleros y la violencia. La murder ballad europea se instaló en el nuevo mundo, renovada, con nuevos temas.

Estas canciones tienen un doble origen: unas vienen de la tradición popular, de los vaqueros y sus diferentes raíces (México, Irlanda, África…) y otras son fruto de compositores profesionales, del minstrel y de Broadway. A principios del siglo XX, cuando estos esforzados profesionales ya no existían, se había publicado una extensísima literatura sobre el Oeste, empezando por las memorias de personajes famosos (Daniel Boone y Davy Crockett), miles de novelitas pulp y libros de vaqueros (El Virginiano, la obra de Willa Cather…) y también varios libretos con sus canciones, recopiladas por musicólogos como John Avery Lomax (sí, el padre de Alan Lomax) y Howard Jack Thorpe.

Pues sí, forasteros, los vaqueros del oeste, tal y como nosotros los conocimos, nacieron en Hollywood, y con ellos, los cantantes disfrazados de vaquero de fantasía, los padres de un género que se llamaría poco después «country». Bueno, vamos a conceder que ya los había en los circos y en los seriales radiofónicos. Ese personaje solitario, cabalgando imponente por los espacios naturales de aquel gran país, es una ficción comercial para todos los públicos y una estupenda propaganda de un amplio catálogo de productos. Otro más de los mitos creados por una cultura fundada en el relato y la ficción, como contrapartida a la falta de historia y la urgencia de novedades. Antes de la fundación de Estados Unidos, en California, Texas y México abundaban los ganaderos, gente vestida con trajes inspirados en el charro de Salamanca y el vaquero de Huelva que, a su vez, los estadounidenses copiarían y venderían como cosa suya. Ya saben: chaquetas con flecos, adornos metálicos, camisas bordadas, lazos y cordones, pañuelos, sombreros, y todos los accesorios de la montura. Eso, por no hablar del lenguaje: buckaroo, mustang, hackamore, lasso, son adaptaciones, entre otras muchas, de «vaquero», «mesteño», y «jáquima». Creemos que ahora lo llaman apropiación cultural.

Los terratenientes preestadounidenses no se considerarían «vaqueros», sino «caballeros». Porque los verdaderos cowboys, los del siglo XIX, aquellos que tuvieron que mover grandes rebaños de reses desde Texas hasta Kansas y más allá, en los prolegómenos a la guerra de secesión y la total implantación del tren, eran adolescentes, muchos de origen sudamericano, cuando no negros u orientales, ataviados como simples campesinos, pero peor pagados y en un trabajo muy duro y peligroso, para el que habían desarrollado habilidades como manejar el lazo y las cuerdas, montar caballos a la carrera y usar armas para defenderse de los nativos y de los ladrones.

Tras la guerra civil y la desbandada general de millones de personas, los grandes espacios de pasto y cultivo se fragmentaron, nacieron la pequeña y mediana empresa ganadera, y estos nuevos propietarios seguían siendo gente esforzada que hacía lo que podía por mantener la tierra y los animales (vamos, que lo mismo se tenían que comer el caballo en una caminata de cien kilómetros desde Abilene). En fin, nada que ver con tipos con la pinta de John Wayne, o ese Roy Rogers con traje de fantasía que se materializaba en los dibujos animados de Walt Disney como Pecos Bill (Tiempo de melodía, 1945), el vaquero más rápido del oeste, un personaje que recuerda, por un lado, a las figuras delirantes de Tex Avery, por su trazo, movimiento y absoluta incorrección (racismo, violencia, tabaco en espacio infantil y exaltación de la sexualidad), y por otro, al Buster Scruggs de la última película de los hermanos Coen

La creación, que es majestuosa, como nos tiene acostumbrados el actor Tim Blake Nelson, de un simpático vaquero, algo atontolinado y de modales anticuados, que cruza la cuarta pared en su diálogo con el espectador, canta el clásico «Cool Water», al tiempo que demuestra sus habilidades como letal y sanguinario pistolero, es el espejo del entrañable estereotipo de Pecos Bill y la creación musical de Rogers, acompañado por The Sons of The Pioneers:

John Wayne, antes de ser máximo ídolo del cine norteamericano, también fue cowboy cantante, aunque de esta faceta se avergonzó toda la vida, mucho más que de decir que los blancos eran mejores personas a aquel lado de la frontera.

La película de los hermanos Coen fue producida y emitida por Netflix. Es una antología de seis cortos, hechos para reflejar este antiguo Oeste americano, y en mi opinión, la película más genuina de los hermanos, porque tiene todos los elementos de su cine en su forma más pura: el absurdo, la tontería, el humor, desde el perfecto para partirte de risa, al más sombrío, las historias de perdedores, los personajes, unos perdidos, otros rígidos en su moral, todos enmarcados en unos paisajes inconmensurables, esta vez los de Nebraska, Colorado y Nuevo México.

La muerte, desde el primero hasta el último, se muestra como hilo conductor, aparte de la dimensión común que tienen todos, humorística, absurda, trágica y surreal, como suele ser normal en las películas de los hermanos. Se presenta la película como un libro de cuentos, tal y como se vendían entonces; incluso los hermanos Coen lo fechan en 1873, como habiendo sido real. Y el autor resulta anónimo, aunque como veremos hay varios implicados, además de los propios Coen, que según dicen tardaron unos veinticinco años en darles forma. La antología aunque, contiene seis cuentos independientes, se cierra con un final que engloba a todos, y aparece, con las notas que abren y cierran la película (Streets of Laredo), una dedicatoria a un tal Gilford Gilpin, pistolero que relató estos cuentos en un campamento al fuego de la hoguera, en homenaje —parece— a Gaylord Dubois.

«La balada de Buster Scruggs»

El primer cuento, que da título a la película, «La balada de Buster Scruggs», es un homenaje al pistolero/cantante que pobló las pantallas americanas, como decíamos. Él, como aquellos legendarios pistoleros del celuloide, también tiene un caballo fiel, Dan, y lleva puesto un ten gallons (aunque le queda de una forma, ejem) y un traje blanco impoluto, cosa bastante absurda, como todo en el cuento. Le vemos hablando al espectador, mostrándonos el cartel en que se le busca «Vivo o Muerto», nos dice que él no es un misántropo, es que los demás no se acomodan a su forma de ser. Su aspecto, su guitarra, el caballo que casi habla… todo esto queda en una tontería cuando Buster dispara en la primera cantina en la que entra y liquida a todos los allí reunidos, menos a uno. Aunque demuestra ser un maestro, lo hace con ese estilo bufo que demostraba Pecos Bill.

Su paso por la segunda cantina va a ser aún más espectacular: obligado por la casa a dejar las armas en la entrada, se va sentar en una mesa de póker ocupando el sitio que acaban de dejar libre. Pero cuando ve la mano de naipes que hay, (es la mano del muerto) se niega a empezar, y eso enfada a uno de los jugadores. Se enfada tanto que le desafía con sus pistolas (que no ha entregado en la entrada). Buster Scruggs se enfada por el doble gesto (no haber entregado las armas y ser así de hosco), y lo mata con un curioso truco.

Mientras está cantando con toda la cantina, aparece el hermano del difunto, que, cuando se entera de quién es, le desafía, pero muerto de miedo. Naturalmente, Buster acaba con él, y cuando va a irse, aparece en la lejanía un pistolero, esta vez vestido todo de negro, que también viene cantando y toca la armónica, y viene en busca de Buster. Acaba con Buster en menos que canta un gallo y vemos cómo el espíritu del pistolero/cantante sube al cielo con alitas y un arpa dorada.

«Entre algodones»

La balada de Buster Scruggs
La balada de Buster Scruggs, 2018. Imagen: Annapurna Pictures / Netflix.

«Entre algodones» es el segundo cuento y es el más disparatado de todos. Protagonizado por James Franco, es una parodia de los robos a bancos. El protagonista aparece frente al edificio de un banco aislado, en medio del desierto de Nuevo México, con la única compañía de un pozo, el chirrido de la polea que tira del cubo, que por cierto es agua mala, es premonición de lo que va a suceder. La conversación que mantienen el personaje de Franco y el cajero es engañosa, parece que va ser fácil, pero enseguida Franco se ve inmerso en una defensa numantina del cajero, que sale del banco con una peculiar «armadura».

La siguiente escena es J. Franco con un nudo corredizo y sentado a lomos de su caballo minutos antes de ser colgado, ante un pelotón de ejecución. Justo antes, aparecen unos nativos americanos que hacen una escabechina con el grupo alrededor de nuestro protagonista y lo dejan allí, colgado y solo. Aparece un vaquero con sus reses, le quita el nudo y se lo lleva consigo para cuidar de las vacas en su traslado a Abilene. La siguiente escena nos muestra a Franco, de nuevo, con un nudo corredizo, en un patíbulo con otros condenados. Y esta vez no fallan.

 «El mantenido»

La balada de Buster Scruggs
La balada de Buster Scruggs, 2018. Imagen: Annapurna Pictures / Netflix.

Este cuento es el más sombrío de todos. Hace una reflexión sobre las variedades que recorrían los pueblos en el antiguo Oeste. Y se puede aplicar a todas las épocas y países. En él vemos a Liam Neeson haciendo del dueño de un carromato que en pleno invierno llega a una aldea. Allí, despliega su escenario, pequeño y cutre, mientras se van acercando los pueblerinos. Y la sorpresa: la atracción es un joven al que le faltan los brazos y las piernas (como sabemos, era bastante popular en la época). Pero el muchacho comienza a declamar (muy bien, con mucho sentimiento) Ozymandias, de Shelley, luego va a por la Biblia y cuenta la historia de Caín y Abel, sigue con Shakespeare y termina con el discurso de Gettysburg que hizo Lincoln. Pero el público es muy pequeño y cada vez es menor. El chico lo hace Harry Melling, de una forma realmente espeluznante. En un pueblo, Neeson conoce a un empresario que lleva a una gallina como espectáculo (la gallina adivina sumas y restas) y se está forrando. Él, que tiene que ocuparse de su estrella en todos los asuntos, y no gana apenas nada. Vemos en la última escena, cuando ha comprado la gallina y suponemos que ha tirado al chico por el río a través de un puente, que se adentra en un paisaje invernal.

«El cañón de oro» (inspirado por un relato de Jack London)

Un lugar idílico, con un río que lo atraviesa y no ha sido pisado por el hombre, hasta que llega un buscador, interpretado por Tom Waits, que quiere atravesarlo para encontrar una veta de oro. Empieza haciendo un gran hoyo en la tierra, de donde salen pepitas de oro en mayor y menor cantidad. El trampero se dedica a buscar mientras se alimenta de lo que tiene alrededor, hasta que da con el filón, enorme. Es en ese momento, cuando está metido en el Mr. Pocket (como él lo llama) aparece un joven y lo dispara por la espalda. Espera un momento para tener la certeza que Tom Waits ha muerto, y después baja al hoyo, pero este no lo está y le fulmina con varios disparos. Sale, diciendo que la bala le ha atravesado y no está grave, y tras un pequeño descanso saca del filón tres sacos, los carga en su burro, Suertudo, dejando el paisaje igual, salvo unos cuantos hoyos. Waits, que da vida a un buscador de oro muy mayor, como es él, está realmente bien.

«La chica que se desorientó»

La balada de Buster Scruggs
La balada de Buster Scruggs, 2018. Imagen: Annapurna Pictures / Netflix.

Este cuento parece el más largo, y el que más personajes tiene y moralejas sugiere. Sobre todo, como en cualquier película de los Coen, que el destino opera de forma caprichosa y los seres humanos no tienen ninguna oportunidad. La protagonista, Alice Longabaugh, con su hermano, se van dirección Oregón, en una de esas largas caravanas dirigidas por Mr. Knapp y Mr. Arthur. El paisaje nos es familiar por las carretas que atraviesan el horizonte. Más allá está la peripecia personal. Alice depende de su hermano, que es un inepto con los negocios, y aunque ella lo sabe, no tiene adónde ir salvo donde diga él, a Oregón para hacer un negocio que consiste, básicamente, en casarla a ella con su contacto. Lo que pasa es que el hermano muere a los dos días, y deja a Alice sola y además sin dinero con el que pagar al chico que contrató su hermano para llevar la carreta. Pero el señor Knapp le ofrece casarse con ella porque ya está harto de la vida en la caravana, y también le ofrece hacerse cargo del chico, y también de Presidente Pearson, el perro de su hermano, que tiene a todo el mundo revolucionado con sus ladridos. Él se ofrece a librarse de él, pero cuando va a dispararle el perro se escabulle. Tienen unas conversaciones antológicas Alice y el señor Knapp, por ejemplo, cuando hablan del hermano de Alice, que era confederado y todas sus ideas eran fijas, y que por el contrario ella nunca ha estado segura de nada, y Billy le dice que eso no es malo, todo lo contrario. Según él, la inseguridad es apropiada para asuntos de este mundo.

Pero aquí no acaba el cuento. Alice, en sus búsquedas de Presidente Pearson, se aleja de la caravana, el señor Arthur va en pos de ella, y se encuentran ambos con unos nativos hostiles. Arthur le entrega una pistola para que en caso de que se acerquen y no haya salvación, se dispare a sí misma. Arthur consigue hacerlos huir, pero Alice escondida, no se entera y al final se suicida.

«Los restos mortales»

Cinco personajes van a bordo de una diligencia. El cochero va como un demonio, y no le vemos la cara. Dos de ellos son cazadores de recompensas, y llevan en el maletero un cadáver producto de su trabajo. Los otros son: una mujer muy piadosa, un trampero y un francés. No es un chiste, y el caso es que suena a estereotipo, pero lo más importante es que este último cuento se presta a varias interpretaciones, siempre con la muerte en el horizonte.

Estrecha es la puerta, suspira Alice

Y angosto el camino, sin duda, contesta Billy

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4 Comments

  1. Broccoli is finished

    «Streets of Laredo», maravillosa la versión de Prefab Sprout de su álbum «The Gunman and Other Stories» de 2001. Buscar en You Tube.

    • Parece una canción de Prefab Sprout. Es como un filtro. Podían hacer eso con CUALQUIER melodía. Tampoco sé a cuento de qué mencionas tal tema.

      • Broccoli is finished

        «La antología aunque, contiene seis cuentos independientes, se cierra con un final que engloba a todos, y aparece, con las notas que abren y cierran la película (Streets of Laredo)»
        Por ese párrafo de más arriba traigo a cuento mi comentario sobre la canción. Claro que yo me he leído todo el artículo con atención y sin hacerlo en diagonal.
        Sin acritud, saludos.

  2. Bueno, pues nos han contado ustedes la película. Los fragmentos de los textos que aparecen del imaginario libro de cuentos (hay que parar la imagen y escudriñar) son exquisitos. Es algo de lo que no se habla nunca con los Coen: su infinito vocabulario (del que se ríen cada poco sus verbosos personajes) y su talento para la escritura (además de la cinematográfica).

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