Frozen, la película, se estrenó en 2013. Entonces, mi hermana tenía catorce años, y aunque ya no era el público al que la cinta iba destinada, la disfrutó, cuando menos irónicamente. Son dos hermanas que se separan porque una tiene poderes y congela lo que toca; lo que pasa es que, claro, no controla esos poderes y entonces se va para no hacer daño a nadie y cantan y hay un muñeco de nieve. Algo así me dijo, y ese año, para su quince cumpleaños, le regalé —¿irónicamente, tal vez?— el DVD de la película en versión karaoke. Creo que nunca lo vimos. La caja quedó enterrada entre otras, quizá con los bordes mordisqueados por alguna de las perras de mi madre. Ahora sigue ahí, entre otras películas, en el mueble de la tele de la casa de mis padres, escondida, espero, enterrada, deseo, fuera del alcance de los ojos de mis hijos; ojalá al alcance de las fauces del nuevo cachorro de la casa: un labrador marrón chocolate que no tiene la más mínima piedad por ninguna cosa de plástico: sandalias, zapatillas, Barbies, gafas; sería mala suerte que, al cruzarse con esa caja amenazante, blanca con los lomos azules, dejara pasar tan irresistible mordedor.
Supongo que es el karma: yo le regalé a mi hermana una película con canciones estridentes y el destino me la iba a devolver llenando las ropas de niño con dibujos de las dos hermanas. Todo era merchandising de Ana y Elsa mientras mi hija mayor crecía. Eso me empujó a comprar su ropa por internet, para que ella jamás viera todos esos pijamas con las hermanas de Arendelle estampadas ahí, tan distintas, Elsa tan rubia y gélida; Ana tan castaña y agradable.
Frozen, de Disney, es como todas las películas Disney: un cuento clásico endulzado y manipulado, con animales que se comportan como humanos (el reno) y con troles (novedad). El cuento que vampiriza es La reina de las nieves (que no debe confundirse con la novela de Carmen Martín Gaite, una reina total), un cuento de Hans Christian Andersen, del que toman algunas cosas (el hielo, la reina encerrada en su palacio de hielo, el hielo incrustado en el corazón), aunque luego las mezclan en una batidora para ajustar cada elemento al esquema Disney, que es en realidad el del relato del héroe de toda la vida: Elsa tiene un poder que no puede controlar, comete un error y se autoexpulsa de su reino, aunque es la heredera natural del trono una vez que sus padres mueren en un naufragio —me gusta mucho cómo esa circunstancia se despacha en la primera entrega, para que empiece la acción tienen que morir los padres—. Elsa, pues, abandona su hogar el mismo día de la coronación sin saber que ha dejado Arendelle cubierto de hielo. Ana se queda (ha ligado) y tiene que ir a buscar a su hermana para que deshaga todo el lío, y en esa aventura encuentra ayudantes, retos y tentaciones, etc. Las dos son un poco las heroínas, aunque la transformación la sufre más bien Elsa; Ana solo está a punto de morir y se cree que el primer chico que la mira es su gran amor (un abrazo, hermana). Hay final feliz, esto es Disney, aunque también lo había en el de Andersen.
Elsa, que se parece a Christina Aguilera, lleva una trenza rubia a un lado y un poco de tupé. Camina como si llevara una falda de tubo que no le dejara despegar los muslos hasta las rodillas y lleva tacones. Se creó cierta expectación sobre si Elsa sería por fin la primera heroína lesbiana de Disney. Supongo que cabía esa posibilidad más que en otras porque en la película no aparecía ningún chico para ella. Aunque también Mérida, la heroína de Brave, quedaba sin novios al final de la peli y nadie sugirió que fuera a ser la primera heroína lesbiana de Disney; ya rompía bastantes moldes siendo pelirroja y convirtiendo a su madre en oso, supongo. Hubo hasta una tribuna en un periódico de tirada nacional en el que se afeaba que en la continuación de Frozen Elsa siguiera sin ser lesbiana. Por qué tenía que ser Elsa la lesbiana, me preguntaba yo, y no Ana: ese primer novio, Hans, y el desengaño podían haberla llevado a lanzarse en los protectores brazos de Kristoff, pero que todo fuera en realidad pura confusión. Quiero decir que pensar que un personaje que tiene unas características determinadas, en este caso, negativas, lo hacen más proclive a ser estandarte de una tendencia sexual es quizá menos progresista de lo que podría parecer.
En lo que sí abrió un camino Elsa es en hacer una heroína antipática. No es la primera, pero no sé si en otras películas de Disney pasa que de manera tan clara la mayoría de su público potencial elija a la otra, es decir, a Ana. Los niños adoran a Ana porque es simpática y amable y divertida, es el papel más agradecido: ¿cómo no te va a caer bien una niña que canta «hazme un muñeco de nieve o ven en bici a montar, que necesito compañía ya porque a los cuadros ya les he empezado a hablar», y luego le dice al cuadro «Ánimo, Juana»? ¿Cómo no vas a preferir siempre a la que canta «No sé si es emoción o gases, pero hay algo en mi interior»? Ese es de mis números musicales favoritos de la película. Me pregunto si le debe algo a Las señoritas de Rochefort, de Jacques Demy, también dos hermanas (también en la vida real), una rubia (Catherine Deneuve), una castaña (Françoise Dorléac); las historias paralelas, el cruce de canciones, que las canciones no sean solo números musicales, sino que sean un elemento más de la narración. No quiero pasarme, pero Andersen + Demy + Disney = Frozen es una definición acertada.
El destino, ya se sabe, es caprichoso. Mientras yo evitaba el merchandising de la princesa del hielo con piruetas y rodeos y alguna que otra mentira («no hay de tu talla»), las hermanas de mi novio estaban ahí para trampear mis esfuerzos: una bata con las hermanas, un abrigo con las hermanas, los zapatos de Elsa. La traición mayor había venido en realidad antes: mi propio hermano: una sudadera con las hermanas, un bolso con las hermanas. Mi venganza a los abrigos de Elsa y Ana, a los zapatos, fue un poco costosa, pero valió la pena. Un sábado del invierno de 2019, mi novio se llevó a nuestros dos hijos mayores a un cine de la calle Fuencarral a ver Frozen 2, mientras yo me quedaba en casa con nuestra hija pequeña, un bebé de meses. Es verdad que antes de librarme de ver esa película tuve que pasar por un tercer embarazo y un parto (el más complicado de los tres).
Evitaba ponerle la película (es demasiado larga) a mi hija mayor y sufría terriblemente cuando me pedía la trenza de Elsa, su pelo era rizado y le daba tirones. En estética siempre gana Elsa. Ahora le pido que la veamos juntas, que tengo que escribir un artículo sobre la peli. Se para en mitad del puente de Piedra y me mira antes de decir: «Pero, madre mía, ¡tú estás loca! Es una película ridícula para niños». Ahora que empezaba a apreciarla.
siempre he odiado las pelis de disney, su moralina nada disimulada me pone de los nervios. pero llevé a mis hijas (qué remedio) a ver Frozen y entre las canciones, el giro en la historia romántica y el vínculo entre hermanas salí con lagrimillas en los ojos y tal.
a ver, prefiero los minions porque la animación la tengo siempre asociada al descacharre (échenle la culpa a «estaesunaprogramasióndelauarnerbrodersparalatelevisión», pero al césar lo que es del césar.
j