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Estás en una secta y (no) lo sabes

El reverendo Jim Jones secta culto lenguaje
Jim Jones. (DP)

Nos guste más o menos, somos seres sociales. Puede que a algunos les vaya la introversión y a otros el colegueo o incluso fundirse con las masas, pero a todos nos agrada ser aceptados, compartir aficiones y hasta aspiraciones existenciales. De lo que no siempre tenemos conciencia es de hasta qué punto la forma en que nos expresamos refleja el entorno en que nos movemos, nuestra realidad e intereses. Si formamos parte de un grupo, resulta muy común que vayamos adoptando una manera de hablar específica, ciertas palabras que son codacitos de complicidad: esto solo lo pillamos tú y yo. Cuanto más exclusivo pretenda presentarse el grupo ante nuestros ojos, más privado se querrá ese idioma secreto que les distingue del resto, el común de los mortales.

La escritora y lingüista Amanda Montell (Baltimore, 1992), que se dio a conocer con el libro Wordslut —subtitulado Una guía feminista para rescatar el inglés— ha descubierto que lo que define, en gran medida, la pertenencia a un culto o a ciertas sectas es justamente el lenguaje. Un descubrimiento que desarrolla en su último ensayo, Cultos, publicado de forma reciente en nuestro país por Ediciones Urano. Conviene que nos detengamos un momento en la traducción del título y lo que de esa elección se deriva: el original, Cultish, viene a aludir a la terminación de los idiomas en inglés (como Spanish), aunque en esa lengua es un vocablo existente y traducible como «de culto» o «sectario». De hecho, algunos de los grupos de los que habla Montell entrarían sin duda en la categoría de sectas, con todas sus connotaciones negativas en español.

Pero la traducción es acertada. La autora estadounidense no solo analiza el uso persuasivo, coercitivo, controlador o manipulador de las palabras en comunidades espirituales y pseudorreligiosas, sino también en otros ámbitos. El marketing, las redes sociales, el fitness o el running u otras actividades físicas, los emprendedores y las start-ups, las publicaciones sobre moda… incluso corrientes incontestables desde la sensatez y el sentido común, como el feminismo, al menos en su vertiente mercantilizada. «Para bien o para mal, en la actualidad hay un culto para cada uno de nosotros» y cada escenario social tiene su propio vocabulario, sus giros lingüísticos que los distinguen como grupo. Algunas prácticas habituales del culto incluyen la redefinición de palabras, su invención, los códigos secretos, los lemas o mantras, los hashtags y, en casos extremos, la glosolalia: «Una vez que entiendas cómo suena el cultish, no podrás dejar de escucharlo». 

Como es obvio, la influencia que se ejerce a través del lenguaje no es igual de dañina en una secta que en otras comunidades, pero en todas resulta decisiva para que los adeptos se entreguen sin reservas. Las que investiga Montell comparten la veneración de una personalidad central o una gran corporación por la que, en el peor de los casos, se acaba poniendo en juego la cuenta bancaria o la salud. Además, y a diferencia de algunos de los grupos que he mencionado antes, el estudio se centra en aquellos que coaccionan o amenazan a sus miembros, con métodos más o menos sutiles, para que ni hablen de ellos ni los abandonen. Pero ya que «tendemos a los cultos por naturaleza», la autora no observa a sus víctimas con condescendencia sino con empatía y compasión: todos somos susceptibles de vernos atrapados en uno, por inofensivo que sea, porque a menudo necesitamos creer en algo y lo religioso se nos queda obsoleto. Aunque ¿qué hay de los nuevos profetas? ¿Y si organizaciones vendedoras de futuro, como Amazon, tuvieran algo de secta? ¿Podemos comparar a Jeff Bezos con el siniestro reverendo de Jonestown? Este libro lo hace.

Cáptame, me dijiste cáptame

«Tan pronto como los cultos se volvieron algo aterrador, también se volvieron algo guay», cuenta Montell en su estudio, que en sus dos primeros bloques y tras un capítulo introductorio, se centra en el uso del lenguaje en las sectas puras y duras, sobre todo a partir del llamado Templo del Pueblo. La vinculación de la famosa masacre de Jonestown al hecho lingüístico tiene ramificaciones sorprendentes: la bebida que se creyó había sido mezclada con cianuro y otras drogas para el masivo suicidio colectivo de 1978 dio origen a una expresión popular hoy día, «Drinking the Kool-Aid» —con un sentido parecido al de «tener fe ciega»—. En el culto de Jim Jones, descrito aquí como «un camaleón lingüístico que poseía un monstruoso arsenal de astutas estrategias retóricas», las palabras establecían el carácter oculto de aquel luctuoso proyecto, pero también conferían el proverbial don de lenguas y una suerte de suero de la verdad para que sus seguidores se animaran a expresar lo inefable. Todavía resulta escalofriante oír o leer el discurso final (la editorial La Felguera incluye una transcripción en su reedición de 2021 de Jim Jones. Prodigios y milagros de un predicador apocalíptico) que ofreció el reverendo a sus groupies para convencerles de la funesta ingesta. La autora de Cultish establece una pertinente semejanza entre los líderes de sectas y los maltratadores en cuanto a su poder verbal sobre las víctimas; son relaciones tóxicas en ambos casos —y lo fue de modo literal en Jonestown—.

El ensayo de Montell es aún más sugerente por cuanto la primera persona está muy presente en el (adictivo) relato de los hechos. Varias experiencias muy cercanas le han ayudado a entender en profundidad el funcionamiento de las sectas a propósito de sus códigos de expresión. Su padre vivió siendo joven en la comuna —más tarde, secta— Synanon, donde practicaban un ritual llamado El Juego que tenía su propio lenguaje especial para controlar el comportamiento y las creencias de sus prosélitos. Ella misma, a los diecinueve años, sufrió un intento de abducción (en realidad habla de «secuestro») por dos jóvenes cienciólogos que la llevaron a hacer un test sorpresa de personalidad. Aunque quizá uno de los eventos que más la han ayudado en su investigación sea su labor como voluntaria en una línea de ayuda al suicidio juvenil: allí aprendió que el lenguaje usado a conciencia puede ayudar a que alguien no muera, pero también puede ser mortal. Lo demuestra el caso de Michelle Carter, quien a través de mensajes de texto indujo a su novio al suicidio; true crime que muchos conocimos por el documental de HBO Te quiero, muérete (2019), y sobre el que ahora también se ha estrenado una miniserie de ficción con Elle Fanning.

La fascinación por las historias de sectas o cultos muy chungos se observa en cómo han proliferado durante los últimos años en todos los formatos: libros como Ascensión (2013), de Tom Perrotta; Las chicas (2016), de Emma Cline, o El círculo (2017), de Dave Eggers; series como Wild Wild Country (2018), El juramento (2020) o Los hijos de Sam (2021); películas como Martha Marcy May Marlene (2011), de Sean Durkin, The Master (2012), de Paul Thomas Anderson, La invitación (2015), de Karyn Kusama, o Midsommar (2019), de Ari Aster… son solo algunos buenos ejemplos. Esta tendencia, aparte de mostrarnos que es un fenómeno con especial arraigo en Estados Unidos, evidencia que no ha pasado de moda, y que el clima actual —global— de incertidumbre y miedo, sobre todo tras la pandemia, favorece la aparición de comunidades en torno a líderes o asuntos de muy diverso pelaje, asociadas a tiranías bastante mundanas.  

Quizá el culto más cercano y democratizado de cuantos se han extendido en los últimos tiempos sea el que se asocia de forma más directa con la cultura capitalista y su carisma, su popularidad generalizada que ha convertido el sistema económico dominante en el nuevo tótem que adorar, al que destinar nuestros sacrificios en pos de una causa mayor, más elevada. Porque ¿qué hay más gratificante para el alma que aspirar al dinero y triunfar en el arte de la prosperidad? Me temo que aquello de la posteridad se ha quedado, valga la paradoja, antiguo. Uno de mis mantras personales —también yo tengo mis cultos— es que el marketing es el demonio (frase cuya autoría, según veo, comparto con Billy Bob Thornton). Y en gran parte es por cómo ha articulado el lenguaje, la comunicación, para fundar una retórica perversa que vende, a fin de cuentas, fe y esperanzas en el propio sistema que nos somete y nos utiliza. Igual que cualquier gurú espiritual.

Tú eres Dios y tu marca personal, tu religión

La elección del término gurú no es casual, claro, pues así se define hoy en día también a los líderes del mercado, iluminados de los negocios que definen las claves del éxito y a los que algunos acompañarían hasta el mismo infierno si pronuncian las palabras adecuadas. Decía antes que la autora de Cultish equipara a Jones con Bezos, pero también establece similitudes oratorias entre el líder del Templo del Pueblo y Donald Trump, exlíder del mundo libre (ji, ji): según Montell, una crema para ojos promete tanto como un caudillo de esta calaña. El que fuera presidente norteamericano, empresario autoengendrado, ha sabido valerse de lo que Anna Wiener define como «lenguaje basura» de las corporaciones tecnológicas —aunque precede a la era dorada de Silicon Valley— en su libro de memorias Valle inquietante (2020): «un tipo de no-lenguaje que no era ni hermoso ni particularmente eficiente», pero que sirve a la grandilocuente visión de futuro de aquellos gurús. Si lo acercamos a nuestro ecosistema económico, observaremos que la burbuja emprendedora es también la del lenguaje inflado.  

En España tenemos a tipos como Isra Bravo, copywriter persuasivo, especialista en cartas de venta o email marketing, aunque leo que es mucho más, «un conocedor de la condición humana y la Psicología de Ventas» —en mayúsculas—. Hace unos meses sacó un libro titulado Escribo porque me gusta ganar dinero, así que volvemos a lo que funciona comercialmente hoy día: la esperanza, porque mucha hay que tener para pensar que se puede vivir bien de escribir. Por otro lado, razón no le faltará, pues hoy en día toda transacción parece depender de la marca personal; personal branding, no la de los deportes (bueno, esa también, pero ahí entraré en el siguiente ladillo). El lenguaje propio de internet y los dialectos de las redes sociales o de los foros virtuales han llevado a que las palabras se conviertan en medidores de clics, se moneticen para seguir ofreciendo alimento al ídolo que supone la ideología económica / política al mando.

Montell pone uno de sus focos en el culto del marketing multinivel (MLM), que pese a su gran cantidad de sinónimos, puede simplificarse como el hermano legal de las estafas piramidales. Gracias a esta práctica basada en la «positividad tóxica» y una «sintaxis alegre de robot», cualquier tragedia puede convertirse en carnaza de venta, o bien de reclutamiento, ya que tratan de captar a afiliados —no confundir con trabajadores asalariados— que busquen la independencia económica. Una estrategia que me recuerda al timo que me pareció el concepto de prosumidor cuando lo oí por primera vez, en 2014, durante un curso acelerado de marketing digital (por aquí tengo el título, no lo puedo quemar porque me lo dieron en pdf). Es la idea base para la construcción de la figura del influencer en redes sociales, que son verdaderamente los gurús, a pequeña o gran escala, que más abundan en el universo contemporáneo: «Buscar una comunidad religiosa marginal con empeño sería visto como una exageración por muchos ciudadanos modernos, pero tomarse un trago de misticismo seguido de uno de ambición capitalista lo hace más llevadero».

Teal Swan es, en sus propios términos, una «catalizadora espiritual» o «revolucionaria de la transformación personal» que tiene 1,3 millones de suscriptores a su canal de YouTube, 1,6 millones de seguidores en Facebook y unos 629 000 en Instagram. Por cierto, no será por nada que se nos denomine así, seguidores, en el mundo de las redes sociales, donde cada uno se construye su propio culto a partir del mayor o menor predicamento de sus publicaciones. El caso de Swan, que además de sus vídeos también vive de sus conferencias-espectáculo, multitudinarios retiros, varios libros superventas y todo tipo de merchandising a partir de su condición de superviviente de abusos durante la infancia, ha sido particularmente señalado por su vinculación (desinformativa) a la salud mental y sus invitaciones a «visualizar la muerte» como algo no tan poco deseable o lejano. 

A menudo este tipo de figuras manejan una narrativa biográfica que los presenta como críticos o rebeldes, por lo que muchos de sus fans son personas a las que les gusta ir contracorriente, desconfiando de las verdades asumidas, ya procedan del Gobierno, los medios de comunicación, los médicos o la industria farmacéutica, como hemos visto de forma reciente con las teorías sobre una plandemia y la explosión de conspiritualidad a la que se refiere Montell en su ensayo. La escritora estadounidense, que a su manera se ha convertido en influencer en el ámbito de los cultos gracias a este libro y al pódcast Sounds Like A Cult (que alcanzó el top 20 de Spotify en su país y fue nombrado entre lo mejor del año por Vulture y Wired), resume de forma brillante el trasfondo sociocultural de esta corriente: «Como dice nuestra tradición generacional, los padres de los millennials les dijeron que podían ser lo que quisieran al crecer, pero luego ese pasillo de cereales lleno de interminables qué pasaría si y puede ser resultó tan aplastante que lo único que querían era un gurú que les dijera cuál elegir». Luego cita la genial serie Fleabag y esa contradicción con patas que nos representa en el personaje de Phoebe Waller-Bridge confesando: «Quiero que alguien me diga qué ponerme todas las mañanas». Eso es; que alguien amable nos diga, POR FAVOR, cómo emplear nuestro tiempo aquí en la Tierra.

Cult-iva tu cuerpo escultural

En el contexto de la cultura consumista, estresada y sobrededicada al trabajo, uno de los cultos más populares es el del ejercicio físico. No cuesta ver por qué para mucha gente se ha convertido en una actividad sustitutiva de la práctica religiosa: una serie de personas reunidas en torno a una comunidad con ciertos valores en común, usando símbolos externos que les identifican como parte del grupo, llevando a cabo un ritual colectivo, lideradas por un guía enseñante y motivador, y desde luego, hablando en una jerga específica o reafirmando sus convicciones a través de una determinada manera de expresarse. Es lo que Montell —pero no solo ella— denomina cult fitness o también cult workout, gente que acude a diario a una cita con su cuerpo en esos templos que son los gimnasios, o que se ejercitan desde casa, pero a menudo siguiendo una determinada escuela y, sobre todo, confiando en instructores para que les impongan pautas de entrenamiento y a veces de alimentación.

En Estados Unidos hay toda una gama de actividades que van desde correr al ciclismo, el yoga, el pilates, el jiu jitsu y casi cualquier forma de sudar pagando que se nos ocurra. Existen grandes emporios que exportan sus infalibles métodos para estar cachas y lucirlo, como SoulCycle, CrossFit o CorePower Yoga, muy populares por vincularse con frecuencia a ciertas estrellas del cine o el entretenimiento (al igual que Tom Cruise o Elisabeth Moss han dado lustre y promo a la cienciología). «En Estados Unidos se nos enseña a fetichizar la superación personal», justifica la autora de Cultish aquella obsesión por el machaque corporal que, como todo lo demás, se ha propagado por el resto del planeta; el que más y la que menos han probado las mieles y los sinsabores de la zumba, incluso en pleno confinamiento. Yo mismo me he vaciado, con lamentables resultados, en ese desenfrenado tren aeróbico. Todos conocemos a alguien —puede que antes haya sido un denodado fiestero— que ha acabado consagrando sus extremidades al deporte con excesiva devoción, como si la abstinencia de otras aventuras le llevaran a abrazar nuevos riesgos que palíen el tono gris-acera de la rutina. 

El argot vuelve a ser fundamental para sentirse parte de ese grupo de elegidos para la gloria. Antes he hablado de «correr», pero es obvio que hoy en día nadie corre; se hace running. Y se es, según el tipo de pisada, pronador o supinador, que es algo que aprendí —de nuevo— en el entorno del marketing: concretamente, en el peor empleo de mi vida, por un exjefe que cuando llegaba a la oficina después de correr, te contaba las maravillas de aquella innovadora afición en su despacho, rodeado de manuales del buen gestor de talentos. Desintoxicar, disciplina, perfección, son algunos de los términos habituales cuando se pone toda la fe en el propio cuerpo. En su vertiente más cuestionable y propia de un culto, el negocio del físico usa un «lenguaje de adoración agresivo» que, según Montell, se construye a base de «los cánticos y los gritos, la jerga mística y los monólogos motivacionales». Un hecho que convierte este tipo de coaching en homilía concienciadora y a sus instructores en «el nuevo clero».

El caso más tétrico es el del gurú del hot yoga Bikram Choudhury, que llegó a tener mil seiscientos cincuenta centros repartidos por el globo en 2006, antes de recibir múltiples denuncias de exalumnas por abusos y agresiones sexuales. Cuando aún era un admirado multimillonario, se le conocía como «el antiyogui» o «el Walter White del yoga» (es decir, una especie de Mourinho o del aberrante profesor que encarna J. K. Simmons en Whiplash), pero en la simpatía por el personaje que hablaba sin filtros se camufló una validación del culto a la personalidad de este depredador misógino, racista y, por supuesto, gordófobo. Hay algo de masoquista en darle a alguien nuestros ahorros para que nos diga lo que no queremos oír sobre nosotros mismos, pero es que lo difícil, como bien sabe Amanda Montell, es saber lo que en realidad queremos oír. Por no hablar de lo que querríamos decir, con estas u otras palabras, más convincentes.

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7 Comments

  1. Me ha encantado el artículo. Gracias

  2. E.Roberto

    Asi como habíamos prohibido a las mujeres acceder a la religión, política, filosofía y armas, así tendría que ser para los varones ahora, para un mundo mejor. Una vez a cada uno no hace mal a ninguno.

    • grison 57

      Yo no he prohibido nada. Supongo que hablas por ti. Ahora bien, ¿has conocido alguna mujer policía? ¿O a alguna monja? María González Valbuena, por ejemplo. O la «madre» Teresa de Calcuta. Su opinión a propósito de los anticonceptivos, el aborto o el sufrimiento de los incurables no son precisamente un poema. Tampoco tengo la menor piedad hacia Herta Oberheuser. Debió morir en la cárcel en régimen de aislamiento. Ojalá Jean-Luc Mélenchon consiguiera vencer en las legislativas y concediera la nacionalidad francesa a Assange. Y ojalá perdiera siempre y en cualquier lugar en donde se presente Marine Le Pen.

  3. Jose Antonio Fernández

    Toda esta parrafada la resumió en cinco palabras P.T Barnum (aunque algunos dicen que no fue él, posiblemente se acuñara hace miles de años).

    «Cada minuto nace un idiota»

    Nunca hay falta de acólitos.

  4. Pingback: El arte de creerse el puto amo | SER+POSITIVO

  5. J. Aparicio Casero

    El artículo dice que hay que tener mucha esperanza (parece que no se atreve a decir que hay que ser muy ingenuo) para pensar que se puede vivir muy bien de escribir. Y yo que pensaba que la escritura era el mayor avance de la humanidad…

  6. J. Maverick

    «la esperanza, porque mucha hay que tener para pensar que se puede vivir bien de escribir».
    ¿De qué vive el autor de este artículo? ¿Descargando sacos de harina para una panadería o de escribir?
    A propósito en la tienda no veo ningún producto que no sean libros…. Sus autores tambien tienen «esperanza de poder vivir bien escribiendo» O no.
    Curioso, cuanto menos…..

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