Sociedad

Entrevistando

Entrevistando
Fotografía: Reg Speller / Getty.

Este artículo se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº 35 Especial 10º Aniversario

Si entendemos que la vida es la adolescencia y todo lo demás una deriva ridícula hasta la muerte, yo jamás pensé que sería periodista, ni mucho menos que, al entrar en materia, ejercería tanto entrevistando. Sin embargo, es lo que más hacía también en la adolescencia. En la época de los fanzines no sé cuántos cuestionarios envié a grupos. Mención aparte es una entrevista telefónica a Entombed en la que tuve que recurrir desesperado a mi profesor de inglés, que no daba crédito a la jerga del death metal y su temática. Incluso aprendí instintivamente el funcionamiento del share y el efectismo cuando me llevé un cura a mi programa de metal extremo en una radio comunitaria para hablar de la existencia de Dios, Satán y compañía. Nunca recibió el programa más llamadas. 

Pese a todo, no dejaron de ser experiencias ordinarias. Todo lo que sé sobre cómo hacer una entrevista lo aprendí gracias a Jorge Ortega, director de Ruta 66, cuando no sé por qué extraños designios se pensó que yo era experto en power pop. Sí que era verdad que a finales de los años dos mil era el género que más estaba escuchando, pero no tenía referencias como para hacer una entrevista interesante con un grupo. Él, no obstante, no dejaba de encargármelas, y pagando. En una época de alienación oficinista, aquellas colaboraciones eran la vida, y no podía decir que no. 

Lo planeé como lo haría el mismo Hitler en su búnker en el conocido meme. Generalmente, no tenía ni puta idea del grupo con el que tenía que encontrarme, pero había ideado un arma infalible, aunque un tanto laboriosa: leer todo lo que se hubiese publicado ya sobre ese grupo, todas sus entrevistas, todas las reseñas, traducir todas las letras, repasar todos los discos. No era profesionalidad, era miedo al ridículo sumado a la necesidad. Unos desarrollan su modelo de negocio gracias a sus habilidades, su talento, su memoria; en mi caso, mis procedimientos profesionales se derivaron de ser un cretino ignorante y ser consciente de ello.

De todos modos, cuando me llamó Mar para encargarme una entrevista ya las estaba haciendo de memoria. Creo recordar que la última que había hecho fue a Paula Echavarría. Ahí era más importante no caer mal; de hecho, recuerdo más mis esfuerzos por aparentar el dominio de la situación que elaboración de lo que preguntaba, que debía de ser sobre cabellos y champús. Entonces, apareció Mar con una entrevista a un jugador del Real Madrid. Andaba yo desconectado del deporte rey en aquel momento, lo tenía un poco abandonadito después de haber tenido que encargarme de su cobertura durante unos años. No tenía nada que preguntar de cosecha propia más allá de algunos lugares comunes, así que tuve que volver al método: leer absolutamente todo lo que hubiere. 

El jugador era Esteban Granero, en aquel entonces una promesa. El chaval también estudiaba Psicología y colgaba fotos de libros en sus redes, con lo que se podía tocar la ciencia deportiva, gran abandonada en las secciones de deportes, y la literatura. Opté más por lo primero, adivinen por qué: de literatura tampoco tengo ni puta idea. Lo gracioso fue que me preparé tanto la psicología en el fútbol que luego ni Granero sabía qué contestarme. Tampoco recordaba que a Butragueño le hicieron comerse un limón imaginario cuando Benito Floro puso un psicólogo en el Madrid y aquello apareció en el Marca o uno de estos. Ahí tomé conciencia de otro grave problema que añadir a ser un cretino ignorante: era también un pollavieja. Granero tenía cuatro años cuando tuvieron lugar esos sucesos. Yo llevaba veinte sacando el tema con los amigos en cualquier tertulia balompédica que se preciase, y no había reparado en que eso, a esas alturas, no era más que una batallita sin interés. Aun así, la cosa no salió mal y Mar me encargó otra. 

Esta la decidimos a lo loco. Me preguntó a qué famosos tenía acceso y, repasando, recordé que conocía a la periodista Consuelo Biriukova, la sobrina de Chechu Biriukov. Era un deportista que había estado en la élite y provenía de la URSS, un enfoque que me resultaba estimulante, porque sobre ese país difunto sí que había leído algo. Yo creo que Mar accedió como probatina, y ahí ocurrió un fenómeno similar al descubrimiento del océano Pacífico, según Faemino y Cansado. Se lo recordaré: un hombre va tranquilamente andando por la selva, ve algo raro, aparta unas ramas y exclama: «¡Hostia!». Pues fue lo mismo. Vaya por delante que preparé la entrevista, reuní todos los hitos biográficos de Biriukov que pude encontrar y me llevé al periodista Luis Boullosa, que sabía de baloncesto, aunque su fuerte sea el estudio de la obra de grupos como The Drones. Pero todo dio absolutamente igual. Desde que le dimos al rec, Chechu hizo la entrevista él solo. Cada respuesta era oro. No hubo que hacer nada. Bueno, sí, transcribir. 

Para las siguientes entrevistas a deportistas, Mar aplicó su olfato: o que juegue al básquet o que venga de un país excomunista. Así llegamos a Joe Arlauckas, y no hubo que hacer mucho: el teléfono nos lo dio Biriukov, y yo creo que Joe se picó con Chechu a ver quién daba más juego. Hubo horas de documentación, vino José Viruete, ilustre eminencia en cultura popular y fan del básquet, y también dio todo exactamente igual. En un escenario similar, otro centro comercial, Joe contó su vida con una sinceridad y un desprecio al qué dirán que nos quedamos en el sitio. Aunque esta vez hubo un problema. Había un hilo musical y se coló en la grabación, y yo partía a Etiopía a la mañana siguiente y tuve que transcribir a velocidad absurda en tiempo récord y subirme al avión sin dormir. En ese lance tan precipitado, un nombre propio que citó Joe se lo comió la música de ambiente, y una anécdota en la que alguien estaba follando en un aeropuerto con una persona que acababa de conocer en la zona de embarque le cayó al nombre propio anterior que había dicho. Un amigo íntimo de Joe, y casado. Fue muy duro el error, que así se fue al papel, sin posibilidad de corregirlo. Aunque con aquello ya no quedaron dudas, había que apostar por este tipo de entrevistas. 

La otra opción era alguien del este; el elegido, Hristo Stoichkov. Me desplacé a Sofía. Al llegar, había una revolución, pero el taxista supo eludirla. Sinceramente, no me preocupé por nada en absoluto. Lo único que te puede pasar en el sudeste europeo si te cogen solo por la calle a las cuatro de la mañana es que te ofrezcan comer algo. Estos países son el lugar más seguro del mundo, lo que no quita que, a la mañana siguiente, encontrar mi autobús a Lovech, una localidad de cuarenta mil habitantes donde estaba entrenando Hristo, bajo una intensa lluvia con todo en cirílico, se me hiciera complicado. Con Hristo, la documentación sobre su biografía dio de sí, sobre todo en lo relativo a sus años en el CSKA de Sofía, episodio que nos interesa a los frikis, pero lo que más impacto tuvo fue preguntarle sobre la actualidad: se expresó as himself y le interesó a bastante gente.

Al día siguiente, en Lovech, me fui a ver un castillo antes de coger el bus de vuelta a Sofía, por hacer algo. Me acerqué andando y me rodearon unos perros abandonados. En mitad de la puta nada, por primera vez en la vida, me sentí inseguro en los Balcanes. Volví con el culo prieto acelerando el paso, acojonado como nunca en mi vida, y las buenas gentes que tenían por ahí sus casas en las afueras de la ciudad se descojonaron de mí. Yo también me habría reído de mí, incluso me hubiese arrojado fruta podrida. Esa noche en Sofía, salí con un amigo que vivía allí a dar una vuelta. Nos comimos un kilo de carne cada uno; carne que se servía clavada en un pincho, y tuve otro equívoco. Cuando pedía birras, el camarero decía que no con la cabeza. Llegó un momento en que me sentí avergonzado: ¿tan alcohólico soy? Caí en la cuenta de que, en Bulgaria, negar con la cabeza significa «sí». Algo había borrado ese detalle de mi mente. Casi me envía a Alcohólicos Anónimos no tenerlo presente en ese momento. 

Después de esta triada de entrevistas, se convirtieron en mi curro más frecuente, al menos en esta casa. El estrés de los viajes y el trabajo necesario para obtener una cantidad de documentación directamente proporcional a mi ignorancia e inversamente proporcional a mi velocidad mental me ha impedido a veces disfrutar las experiencias como merecían.

Por ejemplo, en 1999 yo me encontraba en el Cerro del Espino, lugar al que acudí para ver a don Vassilis Tsartas en directo. Me llamó mucho la atención que, durante el partido, un Atlético de Madrid B-Sevilla agónico, le pregunté al portero andaluz, Monchi, si le podía sacar una foto, y posó para mí… de espaldas al partido. Lo hizo con el balón en juego. Luego pensé mucho en qué clase de persona tiene ese detalle con un aficionado que está sacando el pescuezo por la valla y pone en riesgo el partido para que le saquen una foto que encima salió de aquella manera, y para más inri a don Ramón Rodríguez Verdejo le daba el sol en los ojos. Quince años después, cuando lo entrevisté en Sevilla, donde comimos juntos, me hizo sentir como si nos conociéramos de toda la vida, como si se acordara de aquella foto a la que yo siempre le di vueltas, entre otras cosas porque la tuve junto al ordenador de sobremesa muchos años. Creo que es el personaje menos presuntuoso con el que he tratado en la vida. Una impresión semejante me dio, en otro gremio, don Enrique Villarreal, «el Drogas». Como Ana Curra junto al Retiro, me alegré de cómo me hablaron del producto homónimo del cantante de Barricada. Sin complejos, de manera muy prosaica, sin heroísmos ni victimismos ridículos.

Otros dos que me marcaron fueron el futbolista Pardeza y el periodista Miguel Ángel Aguilar por un detalle concreto que tenían en común. Al transcribir, no hacía falta editar sus respuestas. Venían con signos de puntuación incluidos. No había que tocar nada. No sé qué clase de personas son capaces de hablar exactamente igual que se escribe. Si fuera mi caso, el resultado sería una literatura de vanguardia experimental. Por sorprendente que pueda parecer, la respuesta a la primera pregunta que le hicimos a Felipe González podría haber entrado en esa categoría, la del expresionismo abstracto. Duró cuarenta y cinco minutos. Decían que era de esos que desarma a los contertulios con respuestas apabullantes, no parando de hablar, llenando el tiempo de la entrevista solo con sus palabras. Era verdad y más allá. El encuentro duró dos horas, pero solo se pudo escribir la segunda. En esos segundos cincuenta minutos, como la segunda parte de un partido, mi compañera Lara Hermoso lo puso firme sin pestañear. 

La polémica sobre si se debe o no dar cancha a la ultraderecha la saldamos con la entrevista a Cristina Seguí. Le dejamos hablar y le dijimos lo que pensábamos. Sobre el papel pareció un encuentro muy tirante, pero la verdad es que fue cordial. Luego, cuando Vox no consiguió escaño para las europeas por muy pocos votos, alguien me dijo que quizá nuestra entrevista había servido para inclinar la balanza hacia su fracaso. No creo, sinceramente, que así fuese, pero como fantasía me resultó muy gratificante. 

Un momento difícil de olvidar fue ver llegar a Gavril Balint, exdelantero del Real Burgos, del Steaua de Bucarest, campeón de la Copa de Europa y de la selección rumana, aparecer en la entrevista por el Bulevar de la Victoria, el que lleva al famoso Palacio del Pueblo de Ceaușescu, en una Harley-Davidson casi más alta que él. Tampoco se olvida volver de entrevistar a Radomir Antić en su casa de Zlatibor, localidad de montaña en Serbia, con una lluvia torrencial y sin que ningún coche de los que nos cruzábamos quitara las largas. En similares circunstancias volvimos en coche de Cádiz tras entrevistar a Rodway, de Triana, pero por el agotamiento. Esa misma mañana habíamos entrevistado a Gualberto en su casa de Sevilla. Para estar junto a tanto talento el mismo día hay que ser el que entrega los Nobel. Me quedé para el recuerdo una respuesta informal de Rodway sobre si se encontraba bien o mal. Me contestó que cada día se bañaba, todas las mañanas, desnudo en los Caños de Meca con pleno vigor fisiológico. «¿Eso es estar mal?», replicó. Se me quedaron grabadas aquellas palabras. Y la envidia, que todavía la siento. Estaba tan cansado en ese viaje de vuelta que causé estragos en una gasolinera comprando yonquilatas. En una hora la alfombrilla de mi asiento de copiloto parecía concebida por Eloy de la Iglesia para una de sus creaciones. 

Algo por el estilo acabó siendo la entrevista a Johnny Burning, posiblemente la más larga que haya realizado. Empezó a las tres de la tarde con unos cafés y acabó a las cuatro de la mañana en el sótano del bar donde estábamos. Sentados en cajas de cerveza, con una bombilla sobre nuestras cabezas, hablando sin parar. Parecíamos contrabandistas de tabaco en una ciudad portuaria de los setenta, pero estábamos en Príncipe Pío en la época de los smartphones. En un momento dado, Johnny me cogió las manos y se emocionó mucho recordando a Pepe Risi. Eso solo lo he visto yo. Es en instantes así cuando te das cuenta de que entrevistas tan largas repasando la vida de una persona a veces se diferencian poco del diván. Bien diferente, por el entorno, fue el encuentro con Emma Suárez en el Palacio de América. Una habitación para los tres solos y un camarero para lo que quisiéramos. La tercera en discordia era Lupe de la Vallina. Muchas veces, entrevistar tenía sentido solo para asistir a cómo sacaba fotos y ver luego el resultado al cabo de unos días. Verdaderos artistas como ella se ven pocos en esta vida. Aquel día, al final, Emma dijo que le dio pena, que le había faltado una cerveza más. 

Al pasar las entrevistas a mí no me falta ninguna. Cogí la costumbre de celebrar el final, cuando están listos los dieciocho o veintidós folios de rigor, que es un curro de muchas horas, tomándome algo, que puede llevar cuarenta minutos cada vez. Si habían quedado bien, era un gusto leerlas con un litro, de los que traen escarcha en el vidrio, subido de la gasolinera a horas intempestivas y poner música tranquila. Era la satisfacción de ver funcionar el truco infalible para abordar estos encargos: ser consciente de que no tienes ni puta idea de nada. 

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4 Comments

  1. Josefa Pinto Buenache

    Pues mire, Sr. Corazón Rural, ya que usted menciona a Mar De Marchis, parece ser que se murió hace cosa de un mes y en esta su revista, nadie ha considerado oportuno recordarla informando a todos los que merodeamos por aquí. Descanse en paz.

  2. Enhorabuena señor Corazón. Muy buenos ratos leyendo sus entrevistas, la de El Drogas insuperable. La del general Gan Pampols demuestra eso que dices de que recabas toda la información posible sobre el tema

  3. Miguel

    Qué gozada Álvaro, son muchos años disfrutando con tus maravillosas entrevistas. Creo que das en el clavo, consigues que el entrevistado se sienta cómodo, y nos muestre las partes más interesantes de su vida y de su alma. Crack!

  4. Pingback: ‘The Paris Review’, el arte de la conversación literaria | sephatrad

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