Arte y Letras

El recuerdo y sus deshielos

El recuerdo y sus deshielos
Fele Martínez y Nawja Nimri en Los amantes del círculo polar, 1998. Fotografía: Canal + / Altavista / Sogecine / Sogetel.

Pensar en los círculos polares me hace recaer en una imagen: observo cómo mi memoria sufre también su propio deshielo, pero sin causa aparente relacionada con el cambio climático.

No sé si se me entiende. Hablo de deshielo de la memoria, de recuerdos concretos que, de pronto, se fragmentan de un todo compacto y se caen a trozos, como cachos de nieve, sobre aguas glaciales. Hablo, en fin, de imágenes friolentas, asociadas a fotos o a estampas sobre glaciares, icebergs, arrecifes blancos con pingüinos, iglús, plataformas de hielo que flotan sobre mares helados. 

Este deshielo del que hablo obedece a otro ciclo de la naturaleza (no pensemos en el alzhéimer). Se produce ahora, a cierta edad. Es necesario ser ya un cincuentón. Por eso, cumplido el medio siglo, me vienen ciertas imágenes a la cabeza, de forma dispersa, tal vez estrafalaria, según sean retazos vinculados a viejos anuncios de la tele, películas de culto vistas en su día, libros de aventuras y expediciones legendarias que nunca leí, reportajes nocturnos en La 2, juegos de estrategia militar como el Risk, incluso extrañas asociaciones vinculadas a la tonsura de los frailes y la calvicie.

Cada recuerdo, cada evocación mental, es un trozo blanco de iceberg que se desmorona del resto como si fuera también, qué sé yo, un friso de escayola blanca que se cae del techo. Véase si no la serie de imágenes y recuerdos que sigue a continuación. 

Anuncios de la tele

Me acuerdo de los anuncios noventeros de la compañía de seguros Santa Lucía. Siempre aparecía en ellos un oso polar. Lo veíamos tranquilo, noble y retozón. Sirvió de icono a la compañía para ofrecernos seguros de hogar con «instinto de protección», que era el vínculo que pretendía transmitir el peludo amigo del polo norte. De hecho, en el 75.º aniversario de Seguros Santa Lucía (1997), seguía apareciendo la imagen del oso polar para ofrecernos tranquilidad con otro seguro, el seguro multivida. Años después, ya en 2011, la compañía volvió a recuperar su icono de siempre. Dijeron sus responsables que el oso blanco era uno más de la familia y se había convertido en un amigo.

Menos simpatía sentía uno por el oso blanco de Coca-Cola. Durante cien años, su imagen ha acompañado a sus campañas publicitarias. Nunca llegué a asociar la Coca-Cola a su estampa mitad peluche, mitad dibujo animado. Y mucho menos cuando un nuevo anuncio nos lo mostró acompañado de osos de otros continentes, a fin de remarcar una idea de tolerancia y diversidad.

No me gustan los coches desde mucho antes de que decidiera vender mi Seat Ibiza CLX. Pero sí me resultó convincente el antiguo anuncio del Audi Quattro. Seguro que lo recuerdan. Un viejo esquimal, con pinta de augur, enseña a su supuesto nieto el rastro que ha dejado en la nieve las huellas de un lobo, de un oso polar y… de un Audi Quattro. Ahora me gustaría saber si el viejo descifrador y su pequeño aprendiz fueron escogidos para rodar el anuncio de entre los inuits, esos indígenas del Canadá, a los que ya no se les puede llamar esquimales porque, según parece, el término se considera hoy inapropiado o simplemente racista.

La película de Julio Medem 

Creo que seré otro más de los que habrá caído en la tentación de recordar la película de Julio Medem Los amantes del círculo polar.

No hace mucho, en 2018, se cumplieron veinte años de esta película «de culto» para algunos y, para otros, empalagosa, aborrecible o definitivamente vomitiva. A modo de amor fou, cuenta una historia circular entre Otto y Ana (dos vidas, dos palíndromos existenciales), que se reencuentran al cabo del tiempo en la Laponia finlandesa, en los límites geográficos del círculo polar ártico. El azar los hizo conocerse de niños. Pero el destino, como potencia circular, hará que vuelvan a encontrarse muchos años después en Laponia, bajo el sol de la medianoche. Ella (Najwa Nimri) ha huido hasta aquí para olvidar su pasado y sus últimos escarceos sentimentales y, sobre todo, para hallar su verdadero amor. Él (Fele Martínez) trabaja ahora como piloto (Otto el piloto) en una empresa de paquetería aérea. Otto, como el amor, caerá del cielo como copo de nieve, y lo hará entre renos, parajes nevados y bosques de abedules, pinos silvestres y abetos.

¿Sigue siendo hoy una película de culto? ¿O arrecian los denuestos? El paso del tiempo nos ha vuelto inclementes. Por un lado, la película nos hace recordar que cuando la vimos éramos no solo unos veinteañeros, sino algo mucho peor: éramos jóvenes con ínfulas culturales. Por otro lado, siendo hoy críticos objetivos, nos añadimos al grupo de los ogros y cascarrabias que consideran esta película, como toda la obra de Medem, un ejercicio de a) manierismo insoportable, b) pajillería estética, c) esnobismo fallido, d) guapismo y e) pretenciosidad.

Hay quien dice que Los amantes del círculo polar es una historia de amor a. I. (antes de Instagram). Y hay quienes recuerdan que el guion estaba trufado de frases sacadas de libros de autoayuda («Todo caduca con el tiempo, el amor también», «Podía contar mi vida uniendo casualidades»). Algunos turistas incluso viajaron a Laponia para leer en voz alta algunas de estas frases y para recrear in situ, en ciertos parajes fineses, la historia de amor de estos dos palíndromos, Otto y Ana. Ser tontos conlleva también sus gastos.

El Risk

El viejo juego de estrategia militar me hace recordar hoy también algunos de nuestros territorios favoritos, aquellos que siempre nos satisfacía conquistar con los ejércitos asignados en las cartas del Risk (infantes de artillería, tropa de caballería y cañones).

En particular, a mí me atraían los territorios de zonas norteñas. No sé bien por qué. Era tal vez por la eufonía de desprendían sus nombres («¡Ataco Kamchatka!»); tal vez fuera por el apetito que me contagiaba la vastedad de sus fronteras señaladas en el tablero (los Urales, el paso del territorio del Labrador hasta Groenlandia, el otro paso hacia el océano Glacial Ártico por Escandinavia e Islandia, la curiosa puerta de servicio que llevaba de Alaska hasta la ansiada Kamchatka, o la apetitosa geografía de Yakutia, limítrofe también con el Ártico).

Sea como sea, la misión secreta asignada en las cartas nos convertía a los jugadores en mandarines de las guerras napoleónicas. Nos decían, por ejemplo: «Conquistar en su totalidad Asia y América del Sur». O bien nos impelían a «Conquistar dieciocho territorios y ocupar cada uno con un mínimo de dos ejércitos». Más morbo bélico nos producía leer el objetivo de «Destruir los Ejércitos Amarillos» (si usted es el propietario de estos ejércitos o si el jugador que los posee es eliminado por otro jugador, su objetivo cambia automáticamente: «Conquistar veinticuatro territorios»).

Las batallas de dados producían una destrucción incruenta sobre mapas, fronteras y territorios. Mucho más tiempo después aprenderíamos lo que sobre el tablero se nos estaba insinuando: «Las guerras nos enseñan geografía a la vez que la destruyen» (Julio Camba). Si perdíamos en la lid, nuestras fichas caían con todo el honor posible (impedíamos al estratega ganador que nos quitara las fichas con sus manazas y lo hacíamos nosotros). Cuando ganábamos, desplegábamos nuestros ejércitos de ocupación con no poco engolamiento, sensación que se duplicaba si, al coger una carta por haber ganado un territorio, se nos asignaban nuevas fuerzas de apoyo.

Colocar sobre Kamchatka un gran número de piezas de infantería y cañones nos producía en la adolescencia un placer indecible. Por no hablar del gozo que sentíamos al desplazar las piezas victoriosas y triunfales por Ontario hacia el Territorio del Norte, junto a Alaska. Nunca nos atrajo invadir Oceanía, el continente coloreado de violeta en el Risk. Tampoco nos gustaban los territorios subsaharianos de África. De América del Sur sí que nos atraía la misión de llegar hasta Argentina, pero en el Risk, a diferencia de las zonas limítrofes del Ártico, no aparecía dibujada la Antártida ni ninguna referencia sobre el polo sur. Una lástima. Nos habría gustado decir en su día, con el objetivo puesto sobre la Antártida, aquello de: «¡Ataco las Georgias del Sur!».

Frailes tonsurados

Pasado el tiempo, uno tiene que poner orden en sus recuerdos y asociaciones mentales. Recuerdos que son, como vengo diciendo, deshielos de la memoria. No sé por qué, pero a partir de un día comenzó a ocurrir lo siguiente. Cuando reparaba en una cabeza calva, de inmediato la asociaba a un curioso círculo polar. Siempre tenía que ser desde un lugar alto. Me explico.

No estoy hablando de cabezas completamente calvas. Hablo de esas calvicies que habían ganado la coronilla en forma de círculo perfecto y que solían rebrillar bastante. Creo que el influjo de los frailes dominicos tuvo que ver con esta asociación tan rara. Tal vez fueran los retratos y grabados de fray Bartolomé de las Casas, autor de Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Solía aparecer en las páginas de Historia de BUP.

Memorizada la lección, me quedaba luego largo rato observando la tonsura de su cabeza. La asociaba a una especie de dolorosa y humillante esquila, y no como lo que era y sabría mucho después. Esto es, un signo religioso de renuncia al mundo (junto con el hábito y el cambio de nombre, el fraile evidencia con la tonsura el ritual al que se ha sometido, de la muerte al renacimiento, tras borrar todos sus pecados anteriores).

Después, mientras estudiaba Historia del Arte en COU, me gustaba admirar algunas obras del Renacimiento, no siempre las más famosas. Descubrí de forma azarosa la obra de Fra Angelico, a la sazón fraile y pintor, y volví a quedarme extasiado con las pinturas donde aparecían frailes tonsurados.

Ni que decir tiene que la película El nombre de la rosa me resultó determinante a los dieciséis años. Me encantó admirar una y otra vez las tonsuras de los frailes benedictinos de aquella abadía medieval del norte de Italia. Mientras que Sean Connery (caracterizado como fray Guillermo de Baskerville) y su ayudante y novicio Adso de Melk (interpretado por Christian Slater) iban descifrando al asesino de la abadía, a mí me encantaba recrearme en las escenas donde los monjes mostraban sus blanquecinas tonsuras, aunque a veces alcanzaban un punto lúgubre o violáceo. La escena sexual entre el novicio Adso y la actriz Valentina Vargas nos provocó una histórica erección.

Bien, pues el caso es que empecé a asociar tonsuras, calvas redondeadas y coronillas cual círculos polares en el fútbol. En el estadio, ya fuera en la parte de voladizo o en las gradas superiores de Gol Sur del Sánchez-Pizjuán, el campo del Sevilla FC, me recreaba en el preámbulo de los partidos con las calvas del público (por entonces, en los graderíos de Gol no existían los asientos y la gente estaba de pie los noventa minutos). La perspectiva aérea, amplia y diáfana, me llevaba a detectar mis calvos favoritos, los que desde arriba me ofrecían su redonda alopecia, haciéndome pensar en lo dicho, en círculos polares faltos de pelo o en blancas tonsuras.

Nunca se sabe en qué momento una rareza adquiere sin que lo sepamos su calidad de recuerdo.

Hombres por la nieve

Asocio sobre todo la Antártida con imágenes fugaces, con fotogramas en blanco y negro que me muestran casi siempre a una fila de hombres pertrechados contra el frío mortal y transitando por el continente blanco bajo el nevazo. Hablo no ya de los clásicos documentales de sobremesa de La 2, que nos ilustraban mayormente sobre la curiosa fauna de aquellos remotísimos parajes (la morsa cangrejera, el pingüino emperador, el otro pingüino de Adelaida, los petreles, los elefantes marinos, los págalos rapaces). Hablo más bien, como decía, de aquellas estampas sobre históricas exploraciones geográficas, de anhelos personales y casi suicidas que surcaron la inmensidad de lo blanco para alcanzar la gloria y morir bajo su absurdo halo.

Nunca fui muy devoto de las aventuras en torno a los círculos polares. A decir verdad, jamás tuve interés en las hazañas de finales del XIX y primeros del XX. Nunca me dijeron nada los nombres legendarios de Nansen y su barco, el Fram, de Scott, Shackleton y Amundsen. Pero esto no quita para que también asocie mi particular deshielo de la memoria con los fotogramas en blanco y negro que ahora recuerdo, bien extraídos de algún que otro esporádico documental (probablemente en horas de madrugada), o bien asociados con libros sobre hitos de la exploración que a veces copaban las mesas de novedades en las librerías.

Según anoté en la primera página, con fecha de 11 de abril de 2013, al parecer leí Viaje a la Antártida, de León Lasa. Recordar el olvido tiene su encanto. Solo por este libro supe en qué habían consistido las hazañas de aquellos exploradores del hielo que entre 1902 y 1912 rivalizaron entre sí por llevarse el reconocimiento en aquella era de las grandes expediciones y el auge de las sociedades geográficas. Scott y Shackleton compitieron por alcanzar por vez primera el polo sur geográfico. Pero no fue ninguno de ellos quien lo consiguió, sino el noruego Amundsen, que plantó la bandera de su país sobre la ignota y blanca región continental.

De Viaje a la Antártida, la antigua Terra Australis, releo ahora algunas de las anotaciones que hace diez años escribí a lápiz en los márgenes (eran costumbres del Ancien Régime al que pertenezco). Escojo el pasaje de Lasa dedicado a la tumba de Shackleton, que se halla en Grytviken, en las Georgias. Me gusta su descripción. La paz austera de un pequeño camposanto. El gélido ambiente como añadido. Las sencillas tumbas que indican que en aquella parcelita están enterrados varios balleneros, un tal Amundsen (1855-1912), un magistrado de las Georgias de nombre William Barbas y un marino argentino llamado Félix Artuso, muerto en un estúpido accidente en la guerra de las Malvinas en 1982. El túmulo de Shackleton, un simple monolito gris de metro y pico de altura, tiene escrito en su reverso una frase de Robert Browning: «I hold that a man should strive to the uttermost for his life’s set prize». Murió de un ataque al corazón, tras haber sobrevivido durante años al peligro del extravío y la congelación. Fue inhumado aquí, en este lar, tras un responso en la iglesia noruega luterana del lugar. 

En Grytviken, como en la isla San Pedro en Georgia del Sur, aún se aprecia cómo el paisaje antaño habitado se había convertido en su mortecino remedo. La industria ballenera noruega dejó que el olvido hiciera su habitual trabajo sobre esqueletos de factorías, depósitos oxidados, silos abandonados, cementerios para balleneros.

Aparte de aquellos fotogramas en blanco y negro de los que he hablado al inicio, me quedo ahora con esta otra estampa sobre tumbas de exploradores y balleneros, sobre paisajes de una industria olvidada y muerta entre el óxido y el hielo. El supuesto magnetismo de los círculos polares sí me hace sentir ahora cierto interés por aquellas latitudes 66° 33′ 46″. Los viajes fallidos o que nunca realizaremos serán del agrado de nuestras maltrechas economías. Pero la conciencia de culpa reclamará su deuda.

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