Este artículo ha sido finalista del Concurso de divulgación Ciencia Jot Down en la modalidad de ensayo.
El único viaje real del descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos. (Marcel Proust, «La prisionera»)
El 28 de febrero de 1953 Francis Crick y James Watson entraron en un pub de Cambridge anunciando que acababan de descubrir «la molécula de la vida». La historia es de sobra conocida. Los dos investigadores llevaban meses intentando encontrar la estructura del ADN. Sabían que tenían todas las piezas del rompecabezas pero eran incapaces de juntarlas. Hasta que un día vieron casi por casualidad la imagen de una molécula de ADN realizada por Rosalind Franklin y Maurice Wilkins usando cristalografía de rayos X.
«En cuanto vi aquella foto me quedé boquiabierto y mi corazón se aceleró», cuenta Watson en su libro La doble hélice. La imagen hizo que desde aquel día y durante las siguientes semanas, Watson y Crick empezaran a considerar modelos tridimensionales que hasta entonces habían descartado. Finalmente propusieron una estructura que no solo les permitía encajar todos los datos experimentales, sino que además sugería un posible mecanismo de replicación.
Watson cuenta en su libro cómo muchos de sus colegas se convencían inmediatamente de que la estructura era correcta a los pocos segundos de mirar el modelo. En sus propias palabras, «una estructura tan bonita tenía que existir».
La doble hélice del ADN sentó las bases de la biología molecular y pronto se convirtió en una de las grandes figuras icónicas de la historia. Es difícil no sentir cierta fascinación al ver que la molécula clave de la vida, la que nos hermana con el resto de los seres vivos, tiene una estructura tan conservada y regular. Hay algo reconfortante en la elegancia matemática, en conseguir resumir una parte del mundo en una doble hélice o en un E=mc2. Pero a pesar de algunos logros efímeros, encontrar las bases físicas y matemáticas de la biología está siendo uno de los grandes desafíos de la ciencia.
Salvo contadas excepciones, el estudio de los seres vivos suele dar resultados complejos y difíciles de reducir a principios matemáticos. Los físicos suelen decir que los sistemas biológicos son demasiado «ruidosos». A final de cuentas, incluso en una célula relativamente sencilla coexisten 42 millones de proteínas de unos 6000 tipos diferentes en un espacio de apenas unas milésimas de milímetros.
Pocos años después del logro de Watson y Crick, John Kendrew y Max Pertuz se lanzaron al estudio de la estructura de las proteínas. Como en el caso del ADN, se esperaba que las diferentes proteínas compartiesen una estructura más o menos común. De ser así, obtener esa estructura tridimensional podría poner otro de los cimientos de la biología molecular. Pero pronto descubrirían que las proteínas eran más complicadas de lo que se pensaba y sus estructuras menos vistosas.
El primer modelo publicado por Kendrew y Pertuz en 1958, el de la proteína mioglobina, era terriblemente feo, más parecido a un gusano o a una salchicha que a una armoniosa figura geométrica. El propio Kendrew admitió que su modelo «no podía ser recomendado por su estética». Un experto de la época resumió la sensación general: «Es un objeto horrible, pero un gran trabajo». La ciencia podría ser correcta, pero allí no había ni rastro de la elegante regularidad del ADN.
La determinación de la estructura de la mioglobina sirvió para descartar la idea de que las proteínas compartían una estructura común. Eso significaba que sería necesario determinar la estructura de cada proteína individualmente. El sueño de desvelar otro de los principios de la biología se esfumó.
En las últimas décadas la biología molecular ha avanzado mucho. Por un lado se han determinado muchas nuevas estructuras de proteínas. Su apariencia ya no es tan cuestionada, y esto en parte hay que agradecérselo a personas como Irving Geis, uno de los primeros artistas que empezó a dibujar las estructuras de manera más estilizada.
Además, también se han descifrado muchas de las redes bioquímicas que rigen el funcionamiento de la vida. Una gran parte de esos procesos son muy parecidos en células muy diferentes, desde bacterias a neuronas. Eso sugiere que existen unas bases generales, una serie de reglas compartidas entre todos los seres vivos.
Pero a pesar de los avances, muchos científicos todavía sienten que están dando palos de ciego. En su artículo «¿Puede un biólogo arreglar una radio?», el bioquímico Yuri Lazebnok argumenta que en muchos campos de la biología, cuánto más se sabe menos se entiende.
Lo ilustra con un experimento mental: ¿qué pasaría si intentásemos arreglar un aparato de radio estropeado utilizando el mismo abordaje que se usa en biología molecular?
El resultado es revelador. Al poner su atención en los diferentes componentes por separado, un hipotético biólogo sería incapaz de entender el funcionamiento de la radio como un todo. Es posible que identificase los componentes más importantes e incluso que fuera capaz de reparar pequeñas averías, pero su conocimiento sobre la radio siempre sería superficial y descriptivo.
Un físico, sin embargo, tendría otra manera de enfocar el problema. Identificaría los elementos importantes, como las resistencias, los condensadores y los transistores. Pero en lugar de centrarse en las partes individuales, pondría su atención en cómo interaccionan entre sí. Una vez entendido el circuito le sería muy fácil detectar cualquier problema y ponerle solución.
Para Lazebnok la ventaja de los físicos es que han sido capaces de crear un lenguaje cuantitativo, inequívoco y universal para describir los sistemas con los que trabajan, algo que todavía no ocurre en la biología molecular.
«El lenguaje utilizado por los biólogos no es mejor ni se diferencia del utilizado por los analistas de bolsa. Ambos son imprecisos y evitan hacer predicciones claras», escribe Lazebnok.
Esa poca claridad y esa limitada capacidad de predicción son un lastre para la biología. Si Galileo tenía razón y las leyes de la naturaleza están escritas en el lenguaje de las matemáticas, ¿por qué cuesta tanto encontrarlas en los seres vivos?
Para Erwin Schrödinger, uno de los padres de la mecánica cuántica, lo que pasa es que la biología es tremendamente compleja. En su libro ¿Qué es la vida?, Schrödinger habla con reverencia de proteínas y ácidos nucleicos y explica cómo sus estructuras son mucho más complicadas que las de las anodinas moléculas inorgánicas: «La diferencia en estructura es del mismo tipo que el que hay entre un papel de pared convencional, donde el mismo patrón se repite una y otra vez de una forma periódica, y una obra maestra de bordado, un tapiz de Rafael por ejemplo, que no muestra una aburrida repetición, sino un elaborado, coherente y significativo diseño trazado por el gran maestro».
Schrödinger argumenta que el problema de la biología molecular es que se sitúa entre dos mundos donde rigen reglas diferentes: el mundo microscópico y el mundo macroscópico.
En el mundo microscópico, los átomos y las moléculas pequeñas se mueven de manera aleatoria e impredecible («browniana», en jerga física). Schrödinger lo compara a una persona con los ojos tapados caminando y cambiando de dirección constantemente sin que nunca se sepa hacia dónde se va a dirigir a continuación.
Ya en el mundo macroscópico, la combinación de millones de átomos o moléculas moviéndose cada una de ellas de forma aleatoria, genera una regularidad. Volviendo a la metáfora de Schrödinger, es como si miles de personas con los ojos tapados caminasen por una plaza. Al cabo de un determinado tiempo, acabarían ocupándola entera de manera más o menos homogénea, simplemente por pura estadística. Esa regularidad del mundo macroscópico es la que normalmente medimos y describimos con bellas ecuaciones. Cuando se dejan de mirar a los árboles aparece el bosque.
Lo que pasa con la biología es que los procesos ocurren a medio camino entre ambos mundos. ¿Cómo se pueden estudiar sistemas donde un puñado de moléculas se comportan con la regularidad de un sistema macroscópico?
Una forma es combinar abordajes. El físico William Bialek desgrana en su libro Biophysics: Searching for principles varios ejemplos donde una mirada híbrida entre la física y la biología ha permitido explicar complejos fenómenos biológicos con la elegancia matemática de la física.
Quizás de todos los ejemplos explicados por Bialek el más significativo sea el de la visión. Para poder ver el mundo necesitamos que los fotones de luz incidan en las células de nuestras retinas. Una vez ahí, los fotones desencadenan en las células una señal química que a su vez se transforma en una señal eléctrica que después es enviada al cerebro, donde se procesa e interpreta. Se trata de un ejemplo particularmente interesante porque el proceso tiene lugar justo en esa interfase entre los mundos microscópico y macroscópico de la que habla Schrödinger
Bialek explica cómo un abordaje combinando física teórica y experimentación bioquímica permite deducir que el ojo humano es capaz de reconocer fotones individuales, la menor cantidad de luz posible. Es decir, el sistema de visión humano no solo no es ruidoso, sino que es altamente preciso. Opera al límite que le impone la física.
Poco a poco, aprendiendo a mirar, la biología va desvelando sus misterios. Y es que al final, lo único invisible es lo que no sabemos ver.
Bibliografía
Soraya de Chadarevian. «John Kendrew and myoglobin: Protein structure determination in the 1950s» Protein Sci. (2018) 27:1136–1143. doi: 10.1002/pro.3417
Erwin Schrödinger. ¿Qué es la vida? Tusquets Editores. ISBN-10: 8490661685
Wiliam Bialek. Searching for principles. ISBN-10: 9780691138916
James Watson. La doble hélice. Salvat Ciencia. ISBN-10: 8434501791
Muy buena historia, muy bien escrito. Gracias !
En este mismo artículo hay una ilustración intrigante.
Representación en plastilina del modelo de estructura tridimensional de la mioglobina.
Ya aparece una ilustración de plastilina antes, con el mismo pie de foto, en la que no parece apreciarse la doble hélice…
pero de esta siguiente ilustración se diria que hay una errata porque muestra circuitos integrados.
Pingback: Diego del Alcázar: «El pensamiento crítico, la filosofía, la historia, el arte, la literatura, la poesía, las humanidades en general, hacen que las personas y las sociedades florezcan» - Jot Down Cultural Magazine