Si nuestros queridos lectores escribiesen en el espacio en blanco del omnisciente Google «ciudades frías», encontrarían un completísimo arsenal de artículos sobre las ciudades más frías del mundo, de cómo preparar la maleta para viajar a ellas sin morir de hipotermia y qué sitios debe visitar si quiere sacarse la foto idónea para ser la envidia de sus contactos en las redes sociales. No hace falta que lo comprueben, si no quieren y si se fían de nosotros, que venimos con los deberes hechos de casa habiendo llegado hasta la lejana página diez (créannos, existe). Pero nadie, en ninguna de las referencias, nos advierte de que las ciudades en las que vivimos ya son frías a rabiar, más allá de una cifra histórica invernal; frías en otro sentido.
Preparen su café calentito, que vienen nevadas existenciales, y acompáñennos en este recorrido turístico por los gélidos paisajes de la despersonalización urbana.
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Si miran a su derecha, encontrarán un escaparate con bordes de acero —si necesitase un descanso y decidiera reposar su exhausta espalda en él, no lo haga, porque están endemoniadamente fríos—, con un montón de maniquíes sin rostro (sin ojos, solo cuencas; sin boca, solo labios), brillantes y níveos, que, según el caso, estarán elevados a dos o tres cabezas por encima de ustedes. A su izquierda, otro escaparate, pero esta vez sin cuerpos, sino con repisas de madera donde se acumulan sortijas, pendientes y alguna que otra gargantilla, como si se tratase de una exposición del tesoro de El Carambolo, pero a su alcance, por el módico precio de lo que le costaría un café, como ese que tiene entre las manos, durante los próximos cinco años. ¿Que son ustedes de esas personas que no se consideran humanas hasta que no han recibido su dosis diaria de cafeína y no quieren sentirse desdichadas durante tanto tiempo? Pues no se preocupen, que seguimos andando. Y a quince metros encontraremos lo mismo, pero esta vez la luz será menos misteriosa y cálida, las repisas se parecerán un poco más a su escritorio de ordenador y las alhajas se multiplicarán en ellas como si fueran gremlins mojados. Es probable que su vista sea incapaz de centrarse en nada concreto, pero es el precio que pagar por su café diario, recuérdenlo. Uno de aquellos objetos podrá ser suyo si se abstienen de aquel bagel (que es un pan de toda la vida, pero más pastoso y con un círculo menos de pan en el centro) que les tienta desde otro expositor, con bombillas dispuestas como una cascada de luces para romper el efecto granja que crean los cajones de madera envejecida bocabajo. Cuenta la leyenda que una vez sirvieron de ponederos de gallinas.
Sigamos.
Al frente verán un monumento de bronce coronado por pinchos para que las palomas no posen sus pobres patitas deformadas por los chicles que algún incívico tiró al suelo sin pensar en las patitas de las palomas. A quién representa la imagen de la estatua, en principio, nos da igual, solo sería relevante si fuese susceptible de ser derribada bajo el peso del revisionismo histórico. Y quizá lo sea, usted elige.
Detrás de ella, el mismo escenario que hemos dejado atrás, como si fuera un espejo enorme del que no llegamos a ver los márgenes.
Una mano levantada entre los asistentes a esta visita guiada requiere que nos detengamos.
—Disculpe, pero ¿dónde estamos?
[Reconocemos que nos da un poco de pena que no haya preguntado algo más sencillo de contestar y más previsible, como cuándo vamos a parar a comer o dónde están los baños. Pero el cliente manda.]
—Estamos en todos los lugares del mundo occidental y en alguno del oriental. Está usted, y estamos todos, perdidos en mitad de la nada. ¿Es que no nota el frío que se le mete dentro y lo cala hasta el tuétano?
— Sí, pero es que es invierno y…
—Y… ¿qué tendrá eso que ver? Verano, invierno… Ninguna estación existe cuando se habita en un invernadero. El frío es porque ese invernadero es la nada, y en la nada siempre hace un frío del copón.
Se forma un revuelo de aspavientos, murmullos y algún que otro gruñido alrededor, y a este paso no conseguiremos coger un buen sitio para ver el mapping de las ocho. Con lo bonito que está ese edificio de hace doscientos años cuando no se ve su fachada, cagüendiez.
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[Lo que sigue a continuación es la explicación que no se pudo dar a los turistas antes de que se dispersaran entre las distintas tiendas buscando recuperar la sensación de calor, o andando en círculos con el móvil en alto intentando coger cobertura para postear en su Instagram la localización exacta, o para poner una reseña anónima y negativa en tuopinióngratuitanoshaceganardinero.com.]
Entre 1927 y 1940, Walter Benjamin diseccionó la cultura capitalista centrándose en las galerías cubiertas del París del siglo XIX, en un libro que nunca llegó a publicar en vida, pero que iba a llamarse —y se llamó, a partir de 1980— Libro de los Pasajes. Los pasajes eran aquellos lugares de tránsito entre la intemperie y el lujo, entre el barro y la posibilidad de llegar al baile o a la ópera con los zapatos igual de brillantes que cuando salieron de casa y los pies igual de calientes y secos; una pequeña calle dentro de las calles, donde el boato y la high class se daban encuentro; un mundo paralelo, burgués, de hierro y vidrio que creaba en los «pasajeros» la ilusión de estar viajando en primera clase por la vida, a toda velocidad rumbo al progreso, sin paradas intermedias, directos a la intrascendencia. Algo similar a lo que Dostoievski experimentó al entrar en el pabellón de la Exposición Universal de Londres en 1851, y que él llamó «el palacio de cristal», según nos narra en sus Memorias del subsuelo.
El microclima cálido que propiciaban estas estructuras modernas eran la solución perfecta para hacer frente a las bajas temperaturas del invierno, a la crudeza de la ciudad, tan bien conocida por otro hijo adoptivo de París y contemporáneo de Benjamin, Gaston Bachelard, que lo relató así: «En el mundo fuera de la casa, la nieve borra los pasos, confunde los caminos, ahoga los ruidos, oculta los colores. Se siente actuar una negación por la blancura universal».
Gracias a los materiales fríos usados en la construcción de los pasajes y de otros edificios acristalados, los efectos de la nieve quedaban neutralizados, excepto el último, el de la negación por la blancura universal, pero precisamente por lo inverso: por saturación de ruido y de colores, por el paso unívoco sobre un único camino prefijado e imposible de borrar, manteniendo así su distancia con el mundo dentro de la casa. ¿Van entreviendo ya a dónde vamos? ¿No? Bueno, tranquilos, que en este recorrido no dejamos a nadie atrás. Y si se pierden, sigan al conejo blanco.
El París de los pasajes era el espejo de su época (no lo decimos nosotros, lo dice Benjamin). Hoy, todos los centros históricos de ciudades que han querido ser turísticas han recogido el testigo y le guiñan un ojo a aquel París, haciéndole de espejos enfrentados (esto sí lo decimos nosotros). Visten sus calles, antaño empedradas, con un manto de metal y vidrio para proporcionar al viandante la ilusión de que está a salvo de la naturaleza desorganizada, cruel e imprevisible; que, rompiendo la armonía arquitectónica y alisando el pavimento para que siempre esté limpio y reluciente, se podrá romper también con la tradición anterior, y ya no será necesario conocerla, ni alterarla, porque todo se presenta como nuevo, siempre por estrenar, siempre al servicio de nuestro bienestar de manera complaciente. Como una habitación de hotel de cinco estrellas, a la que se llega sin percibir ni rastro de vida anterior, donde se habita con urgencia, sin sentido de pertenencia, donde mañana, quienes hoy son el centro de atención de esos espejos que llenan las paredes para simular una estancia más amplia serán igualmente sombras de huéspedes que nunca estuvieron allí.
Dicho de otro modo: era tan rentable —en términos económicos, políticos y sociales— la experiencia que vendían los pasajes, que se ha prescindido de su marco acotado para hacerlo general. Ahora las calles no tienen techos acristalados y, sin embargo, todo cuanto nos rodea en los centros urbanos es una sucesión de galerías o, si lo prefieren, de escaparates, donde lo expuesto queda triturado por la inmediatez con que se nos presenta, sin cortinas ni persianas, sin muros que protejan la mercancía de ser objeto enteramente desvelado a nuestros ojos. No hay lugar para el asombro ni para la sorpresa, solo para lo evidente. Pero lo evidente es aburrido, por eso está en constante cambio (de temporada, de colección, de nombre de local, de dueño…). Y cada calle en eterna mutación es un espejo idéntico de otra calle en el hemisferio opuesto del mundo, intentando parecerse cada vez más a un decorado de una serie, o a una película de ciencia ficción.
Lo cual es paradójico, porque la ciencia ficción se nutre de lo que ya hay construido en la realidad para proyectarse más allá, normalmente desde un prisma crítico, pesimista y/o apocalíptico. Y resulta que luego la realidad vuelve a ella, a la ciencia ficción, para proyectarse de vuelta en su arquitectura, intentando fingir que ha olvidado todo lo que iba asociado a la presencia absorbente de edificios translúcidos, congelados por la ausencia de luz natural, saturados de vallas publicitarias (sin las gafas de John Nadie) y paneles digitales (sin geishas tomando pastillas y sin Joi). Actúa como si solo el deleite estético de la capacidad de reproducción técnica para traer la ficción a la realidad fuera su motor. Y nosotros aceptamos el olvido con tal de tener la posibilidad de acercarnos lo suficiente a esta ficción hiperrealista, buscando en ella algo que se parezca a la vida por detrás del hierro y el vidrio. Pero no hay nada detrás, porque todo está enfrente, porque todo lo que se ve es todo lo que hay. Y nada más.
«Obscenidad fría y comunicacional», que lo llamó Baudrillard en El otro por sí mismo, donde se produce una «saturación superficial, una solicitación incesante, un exterminio de los espacios intersticiales».
No se dejen engañar por la extraña emoción hogareña que les embriaga cada vez que bajan de un avión para aterrizar en el mismo punto que donde lo cogieron, a mil kilómetros de su casa. La ciudad no es su hogar, no puede serlo, por mucho que se hayan imaginado empezando de cero allí, prosperando, encontrándose (¡por fin!) a sí mismos. Es que les han repetido tanto que tienen que mirar las metrópolis en las que viven como si fueran turistas, que el mensaje ha terminado calando. Y ahora no son de ningún lugar. Y por eso creen que pueden ser de todos. Pero no pueden, de verdad, porque, como decía Benjamin en otro de los libritos de recopilación formado por sus editores alemanes, Imágenes que piensan: «Los nuevos arquitectos lograron, con su cristal y su acero, crear unos espacios en los que es muy difícil dejar huella». En un giro inesperado de los acontecimientos, el cristal y el acero ahora son la nieve —recordemos, de la que antes protegían— en lo que a la imposibilidad de estampar los pasos dados y marcar un camino individual se refiere.
Por supuesto, esto sí deja una huella en nosotros. Porque si pensaban que no estar dentro de un pasaje al estilo parisino del siglo XIX nos eximía de estar encerrados en una burbuja de cristal, estaban muy equivocados. Dado que nuestro marco es el del espectral espacio de los escaparates, en el que nos es imposible mirarnos sin aparecer confundidos entre los objetos, se puede considerar que también nosotros somos parte de esa exposición. Objetos pasivos que con nuestro goce hacemos girar la fría rueda de la despersonalización urbana, algo así como lo que Žižek analizó en el Manual de cine para pervertidos de la función de Neo dentro de la bolsa extrauterina de la Matrix.
Objetos pasivos, indicábamos, y fragmentados, y fractales, que, como las ciudades, nos parecemos a todos los demás menos a nosotros mismos, incapaces de reconocernos en el entorno cristalizado; azuzados al movimiento perenne, sabiendo —o no— que en todos los lugares estamos de paso, que la desorientación es el rasgo más característico de nuestra contemporaneidad. Y qué frío da pensar que Sloterdijk tenía razón cuando afirmó que «hemos llegado a un mundo sin topos» porque la deseable horizontalidad en lo político y lo religioso se ha impuesto desde lo comercial para igualarnos en la falta de altura y profundidad existencial, inversamente proporcional a la anchura y elevación de sus edificios vidriosos y metalizados.
Y qué escalofrío que cada vez esté más generalizado el anhelo de convertir nuestros cuerpos en escaparates translúcidos, que la salvación humana parezca únicamente mediada por la inserción de placas de metal en forma de microchips en nuestros cerebros, que los ojos hayan olvidado qué era mirar más allá por tanta obscenidad fría y comunicacional y solo creamos ver la realidad a través de una pantalla de vidrio. Y qué repelús la nieve artificial disparada por cañones desde las torres esmaltadas de los centros comerciales. Pero, venga, no pierdan la oportunidad de hacerse una foto con esa materia gomosa que ni se derrite ni les congela las pestañas, y que fusila la posibilidad de recordar que nuestra existencia es, como advertía el replicante Roy Batty en Blade Runner, una consecución de momentos que «se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia».
A ver, el del mapa: deje de darle vueltas. Ya le hemos dicho que usted no está aquí.