Le escribo esta misiva, don Miguel, y de verdad que no sé de dónde me nace, pero el caso es que me nace, porque hace mucho que tengo yo guardadas las palabras y no querría irme a la tumba con ellas, que me pesan como un muerto, fíjese. Y eso que después de la que me lio aireando tranquilamente la conversación privada que tuve con mi ya difunto marido, era para no dirigirle la palabra a usted. Ya sabe que otra cosa no, pero rencorosa no soy ni en la puntera del zapato. Han pasado los años y el tiempo ha hecho que yo acabe por perdonarle, como buena cristiana que soy, aviados estaríamos si no. Eso sí, don Miguel, las cosas que escribió eran de denuncia. Lo que más me dolió de todo, téngalo presente, fue lo de Paco. Que contase usted que me dejé yo abrazar por él, siendo además mentira, una mujer respetable, que me desvivía por mi marido, ¿cómo cree que hubiera yo hecho una cosa así? Ahora, entiendo que para la ficción era necesario darle un poco de vidilla, pero figúrese la de explicaciones que tuve yo que dar. Que porque Aran, Borja y Alvarito eran pequeños y no se enteraron, pero a Agustín y Carmen me costó convencerlos de que eso habían sido licencias poéticas, como se dice ahora, del autor. Ya a fuerza de repetirles que yo jamás de los jamases me habría dejado embaucar así por un hombre que no fuera su padre (y por Paco habría sido fácil dejarse embaucar, con ese olor como de colonia y tabaco rubio que la trasponía a una, la dejaba como hipnotizada) acabaron por creerme. Porque otra cosa no, don Miguel, pero respetable yo como mujer y madre un rato bien de largo.
Ya va una acercándose a la de la guadaña y es que no quiero dejarme nada por decir, pero hay tanto, tanto, que tampoco sé por dónde empezar. Estaría bueno que no fuera por el principio, eso por descontado. El nombre, don Miguel, de Mario le bautizó usted. Desde luego Mario es un nombre que viste y que no se ha quedado anticuado con el paso de los años, que se lo siguen poniendo los padres jóvenes a sus recién nacidos, oiga, como se lo digo, que parece que no pasa de moda. Pero hablemos en plata, mi marido se llamaba Agustín no Mario, que por muy bien que quedase en el título, Cinco horas con Mario, que bien quedaba, al César lo que es del César, mi difunto era Agustín de toda la vida del Señor. Eso sí, a él le cambió el nombre, pero a mí solo me transmutó el apelativo cariñoso de Carmencita a Menchu. Habrase visto don Miguel, que nada más publicarse la novela me daba a mí como un agarrón tremendo en el pecho acercarme siquiera a la puerta de la calle, que pasaba unos sofocones haciendo los cuatro recados que tenía que hacer cada mañana, ¡madre, qué ratos! ¿Y sabe qué? Me los habría ahorrado si hubiera tenido un seiscientos. Pero Agustín erre que erre, que no y que no, que eso no nos hacía falta, que era cosa de acomodados. ¡Acomodados! ¡Pero si hasta los criados tenían un seiscientos para ir y venir de casa de sus señoritos! En su favor diré, don Miguel, que Agustín quedó bien retratado en su historia por esa parte.
Y no es que yo le vaya a hacer reproches ahora a toro pasado y llevando usted bajo tierra doce años, no es el propósito de esta carta que le narro ahora mismo, al final a los muertos una solo puede desearles lo mejor bajo el seno del Altísimo. Pero es verdad que se pasó tres pueblos y medio. Yo le conté la conversación con mi marido en confianza, señor Delibes, porque me caía usted simpático y era un hombre de los que ya no quedan (a pesar de que fumara ese tabaco de liar que apestaba a cualquiera que se le acercase y escribiese esos artículos en El Norte de Castilla). Entiéndame, que yo nunca pensé que eso inspiraría toda una novela, y qué novela, ¡santo Dios! Eso sí, quitando la parte de Paco, que fue lo que más me costó perdonarle, porque no era legítimo, no por otra cosa, el resto verdades como puños. Y aunque me pudieran identificar los vecinos si leían el libro, que muchos, la verdad, no sabían ni quién era usted, tanto me daba si al final lo que se contaba, salvo lo de Paco, eran mis pensamientos más íntimos y sinceros. Cosas que, ya sabe usted, hacía falta decir en ese momento de chisgarabís que había formado en España.
Si el libro no hubiera tenido el éxito que tuvo, a mí plin. Ya ve usted, quién iba a pensar que la Carmencita era esa Menchu que hablaba durante cinco horas con su marido muerto. Pero, don Miguel, de todos los libros que escribió, que fueron unos pocos, es que es uno de los más famosos. Es que venga a hablar de la dichosa novelita, que si Cinco horas con Mario por aquí, que si Cinco horas con Mario por allí. Yo de verdad que tampoco sé qué le encontraron de tan interesante porque reflejar la realidad, lo que se dice reflejar la realidad… la mía desde luego no mucho, acuérdese de lo de Paco. Y esa Menchu de la ficción venga a decir lo mismo una y otra vez. Hombre, don Miguel, que yo no me repito tanto. Que otra cosa no, pero parca en palabras soy. Lo que pasa es que cuando mi Agustín pasó a mejor vida, yo tenía uno que otro reproche que hacerle. Lo del seiscientos no se lo he perdonado a día de hoy y, fíjese, no creo que lo haga mientras viva, por poco que me quede ya. Que era un lujo decía. ¡Un lujo! Habrase visto, que en esa época hasta las porteras tenían un seiscientos, que era un bien de primera necesidad, pues nada, en autobús como una cualquiera.
Mucha integridad, mucha integridad que tenía mi marido, pero sus libros no había quien se los tragase. Venga a hablar de pobres, enfermos mentales y gente indeseable, usted se cree. Ahora, los suyos, don Miguel, esos sí que me los he leído todos, y la mayoría del tirón. A pesar de que muchos trataban de lo mismo, zascandiles y verduleras, hablemos claro. Pero yo no sé qué tenía usted con la pluma que una no podía despegar los ojos de la página, oiga. Y eso que qué me van a importar a mí las faenas de un tonto en un cortijo o de un niño que no quiere irse a estudiar a Madrid, pues nada, leídos de pe a pa, de la primera letra a la última.
Ay, si usted supiera cómo está el mundo ahora. Será posible, don Miguel, el mundo está tan loco que las empresas turísticas venden visitas guiadas basadas en su persona o en sus libros. Haga una búsqueda rápida de esas que dicen hoy y ya verá, ya. Carmen me leyó que en Valladolid, de donde usted era, hacen rutas inspiradas en su vida y obra. Imagínese, señor Delibes, a quién le va a interesar dónde vivía un escritor. Entiéndame, que no es que fuera usted un aventurero; aventurero, en todo caso, con las palabras, que en el mundo de la fantasía sí que ha vivido lo suyo, pero en el de la realidad… Vaya, que le imagino, cigarro en mano, detrás de su escritorio, de tinta hasta los ojos y cacharreando con la máquina de escribir, yendo del aparato a la pluma y de la pluma al aparato, y así un día y otro y otro más, todos los que pudiera, que me imagino yo. No se me ofenda, pero emoción ahí no veo yo ninguna.
En fin, don Miguel, que le perdono. A estas alturas no vale la pena bregar más con el tema y no me puedo ir yo al amparo de nuestro Señor con este resquemor. Pese a todo, puedo decir que contribuí a una de sus mejores obras y eso me hincha un poco el pecho, no le voy a mentir. Habría estado bien, eso sí, que me hubiera hecho usted llegar parte de los royalties del libro para que me hubiera podido comprar el seiscientos, que con eso ya me habría dado por pagada. Pero bueno, señor Delibes, lo dicho, queda perdonado por la Menchu de la vida real, descanse en paz, allá donde esté, y no se preocupe, que aquí abajo todavía quedan muchos que le echan de menos, a usted y a sus libros.