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X: follar en tiempos del terror elevado

XX. Imagen: A24.

El primer plano de X es la hostia, aunque es posible que el espectador no sea consciente de ello hasta que se siente ante la matanza por segunda vez1. Porque dicha escena no parece nada fuera de lo común a simple vista, pero en realidad esconde un concepto tan simple como brillante. Uno que se desvelará a continuación, porque conocerlo de antemano no destroza la experiencia sino todo lo contrario, hace que se aprecie el mimo: el primer plano de X muestra un vehículo aproximándose a una casa campestre. Es una secuencia rodada desde el interior de un granero, en donde las dos puertas del propio establo enmarcan la estampa por ambos lados, cercándola y ofreciendo la impresión de que lo que se ve ha sido filmado en una relación de aspecto escasa (de 4:3), idéntica a la pinta que tendría una película de videoclub a finales de los setenta. Lentamente, la cámara comienza a avanzar dejando las puertas atrás, revelando que aquellas tablas no eran el límite y ampliando el margen de visión hasta abarcar el generoso tamaño panorámico de una pantalla de cine. Es una artimaña muy ingeniosa y al mismo tiempo toda una declaración de intenciones: la de una película con pinta videoclubera que contiene un film mucho más grande en su alma, y también la de una producción importante que contiene celuloide gamberro entre sus entrañas. En X hay una película dentro de la película, una chusca producción porno filmada en 4:3 que en ocasiones transcurre de manera paralela al verdadero film. En X también hay tripas salpicando faros, caimanes hambrientos, horror rural, pastores ultracristianos, pornógrafos ultracachondos, antagonistas repulsivos, víctimas arrastrándose por el suelo, sustos fáciles, montajes difíciles, mojigatería pisoteada, el temazo «(Don’t fear) the reaper» invocando la desgracia y sótanos subterráneos. X da pie a hablar sobre slasher clásico, sobre motosierras texanas y sobre etiquetas de dos tipos diferentes: las equis dibujadas en los pósters oficiales y la denominación «terror elevado» que está tan de moda.

Pero vayamos por partes, como los buenos psicópatas.

XX. Imagen: A24.

Llámalo «X»

Antes de comenzar a remover tripas, es bonito repasar la historia de cierta letra en las salas de cines norteamericanas. En 1968, la Motion picture association of America (o MPAA), una agrupación fundada para velar por los intereses de los estudios de cine, estableció un baremo de calificación con idea de ayudar a los padres a saber ante qué tipo de pérfidas obras cinematográficas se sentaban sus inocentes retoños. Se trataba de un reemplazo del rancio Código Hays que hasta entonces dictaminaba lo que se proyectaba en las salas estadounidenses, censurando por completo cualquier ocurrencia de moralidad disoluta. Y sobre tetas, pitos y sangre mejor ni hablamos. El nuevo sistema de calificación estableció una serie de etiquetas a base de letras que se endosarían a la información de cada film para saber de antemano a qué atenerse. Tras algunos cambios, a la altura de 1979 las diferentes calificaciones que podía tener una cinta eran las siguientes: «G» para películas aptas para todos los públicos, «PG» para aquellas en las que se recomendaba a los preadolescentes entrar en el cine acompañados de sus progenitores, «R» para obras que los menores de diecisiete años solo podrían ver acompañados de un adulto y «X» para aquellas piezas prohibidas a menores de diecisiete años. En realidad, no había ninguna ley que obligase a las películas a ser sometidas a la lupa de la MPAA para recibir la calificación, como tampoco era obligatorio que las salas proyectasen exclusivamente películas con la recomendación de edades estampada en el lomo. Pero la mayoría de los films lo hacían por ser la senda para tener posibilidades comerciales: los dueños de los cines acostumbraban a exhibir películas calificadas por la MPAA para no estar de malas con los grandes estudios, y también porque no querían tener a padres encabronados protestando en la taquilla cuando sus criaturas perdiesen la inocencia al ver algo de sangre o, peor aún, algún pezón erecto.

Pero ocurría algo curioso con el sistema de recomendación por edades, porque todas aquellas calificaciones eran marcas registradas por la MPAA excepto la «X». Y eso significaba que cualquiera podía autoaplicar la «X» a su película libremente y con alegría, algo que hacían los propios distribuidores del film cuando sabían de antemano que el producto era de naturaleza salvaje, y que los mojigatos de la MPAA no iban a darles cancha. Al mismo tiempo, los directores de cine porno aprovecharon para planchar aquella letra en sus carteles, avivando la sensación de que su producto era mandanga apetecible para esos adultos con el brazo de escribir fornido. Y unos cuantos cines descubrieron que era un buen negocio programar películas donde la mayoría de la gente considerase la ropa como un estorbo y el frotarse entre sí como una forma muy agradable de hacer avanzar la trama. Como consecuencia de todo lo anterior, entre los años sesenta y hasta los ochenta, se estrenaron luciendo aquella «X» películas como La naranja mecánica, El último tango en París, Pink Flamingos, Violenta persecución, ¡Átame! de nuestro Pedro Almodovar, El verano pasado, La chica de la motocicleta que protagonizaron Marianne Faithfull y Alain Delon, The Street fighter, una Perfomance con Mick Jagger, El Gato Fritz o Posesión infernal. Pero también cintas como Alicia en el país de las pornomaravillas, Garganta profunda, 9 Lives of a wet pussy de Abel Ferrara, Debbie does Dallas, el porno gay de Boys in the sand, o una Sex oddisey que se anunciaba con la frase «Su órbita estaba entre las sábanas. Él acabó perdido en sus espacios». En 1969, el Cowboy de medianoche protagonizado por Dustin Hoffman y Jon Voight llegó a las salas de USA portando una «X» bien gorda a modo de sombrero. Meses después, la misma película salía por la puerta del Dorothy Chandler pavilion con el Oscar a la mejor película en brazos. Unas cuantas películas se estrenaron con el dichoso sello equis, pero fueron editadas para reevaluarse en busca de calificaciones más amables: el caso de Robocop es famoso porque se crearon más de una decena de montajes diferentes del film hasta que la MPAA aceptó rebajarla de la «X» a la «R» .

Entretanto, en los terrenos del porno la cosa orbitaba alrededor del cuánto más largo, mejor: los productores del cine más pegajoso comenzaron a añadir equis a sus películas para atraer la atención. Estrenándolas con vistosas «XX», «XXX» o «XXXX», etiquetas que oficialmente no significaban nada nuevo, pero que hacían creer al consumidor que un mayor número de equis implicaba más guarradas en pantalla. Por culpa de ello, la calificación «X» acabó convirtiéndose en sinónimo de pornografía para el pensamiento popular y, a la altura de los noventa, en la MPAA se vieron obligados a inventarse una nueva clasificación, « NC-17», con la que denominar a las cintas no recomendadas para menores de diecisiete años.

X
X. Imagen: A24.

Llámalo «terror elevado»

En los últimos años el sector de la crítica ha puesto de moda una nueva etiqueta, el concepto de «terror elevado». Una idea que nació para designar a los horrores más recientes: cintas como Babadook de Jennifer Kent, La bruja de Robert Eggers, Déjame salir de Jordan Peele, It follows de David Robert Mitchell o aquellas Midsommar y Hereditary que firmó Ari Aster. Películas de terror a las que les suponían temáticas dramáticas, con más ingenio y recovecos argumentales que los habituales en el género. Un «terror elevado» que es, por tanto, el reflejo una percepción moderna de los miedos en el cine. Y que también es una soberana gilipollez. Una denominación que se han sacado de la manga los críticos eruditos de monóculo y bigotes de alegres caracolillos para no tener que justificarse ante un género cinematográfico que, erróneamente, consideraban menor hasta ayer mismo. Porque, por mucho que se intente vender de otra manera, el terror lleva desde su propio nacimiento acogiendo sin problema a todo tipo de ramificaciones, desde los splatters descerebrados donde abunda la casquería a los horrores malrolleros o las pesadillas con ínfulas. Porque los propios aficionados al terror construyen la comunidad más férrea, fanática, agradecida y desprejuiciada de un género cinematográfico concreto. Una tropa que festeja sentarse sin aprensión ante El resplandor, la decimonovena entrega de Saw, Alien, Zombis nazis 2, Expediente Warren, Rec, El hombre de mimbre, Castores zombies, Bahía de sangre, Braindead: tu madre se ha comido a mi perro o Killer sofa. Fieles que visitan religiosamente el festival de Sitges año tras año para convertir cada proyección en una fiesta. Gente que gestiona por amor al medio, y al miedo, cuentas como la estupenda Horror losers. Porque no existe otro género con un público tan desprejuiciado y festivo. El cine de acción, el noir, el drama, la comedia o incluso el subgénero de los superhéroes no han sido capaces de cultivar una audiencia similar.

Por todo ello, el término «terror elevado» resulta tan inútil y antipático. Porque quienes lo acuñan pretenden con ello justificar la existencia de obras en un género que consideran equivocadamente como inferior. Algo similar a quienes despreciaban las páginas de Stephen King por sus temáticas y acabaron descubriendo que las obras del de Maine enganchaban más que la droga por ser un narrador extraordinario. Cuando William Friedkin estrenó El exorcista en 1973 nadie se vio en la obligación de justificar con etiquetas absurdas el brillo de aquella cinta en la que Linda Blair alardeaba de ciento ochenta grados de giro de pescuezo. Cuando La matanza de Texas se estrenó en los cines de arte y ensayo nadie se preguntó si se exhibía en el lugar correcto. Àngel Sala decía que era ridículo buscar coartadas para un fenómeno que no existe. Ya puestos, deberíamos de acuñar otras nuevas etiquetas de fantasía, por ejemplo la de «terror subterráneo», solo para joder y confundir un poco más a la crítica más altiva.

X

X transcurre en 1979, en la época de las equis pornográficas, la charcutería en las salas de cines y el advenimiento del vídeo doméstico como material de consumo. Y está filmada en 2021, en plena etapa de la tontería elitista del «terror elevado» y bajo la producción de A24, la compañía detrás de obras como La bruja o Hereditary que suelen ser marcadas con esa ficticia etiqueta. Los protagonistas de X son un equipo de rodaje, comandados por un productor chulesco, que alquilan, a una pareja de ancianos muy turbios, una casa en una granja de Texas con la intención de rodar en tan campestre entorno una película porno. X arranca con el plano inicial ya mentando y con un sheriff haciendo recuento de cadáveres, insinuando la carnicera slasher de entrada. Y cumple con la promesa, pero también aprovecha para hacer unas cuantas cosas más durante el trayecto. La comparación más obvia, y que aflora habitualmente al hablar de X, ocurre con La matanza de Texas. Aunque es cierto que la memoria juega malas pasadas al hablar del fenómeno que supuso la cinta del 74 engendrada por Tobe Hopper. Porque La matanza de Texas primigenia apenas arrojaba sangre a los espectadores, casi toda la verdadera violencia ocurría fuera de plano, y mucho menos mostraba lozanos desnudos: solo shorts apretados, una espalda al aire y para de contar. Probablemente, aquel clásico constituye uno de los slashers más castos del género.

XX. Imagen: A24.

Ti West viste su X de ropajes grindhouse con caracterizaciones creíbles, furgonetas y gasolineras setenteras, cortinillas añejas, tripas que botan sorprendentemente alto y maquillajes grotescos. Pero también le aplica una capa interesante al boceto inicial de entretenimiento sangriento añadiéndole elementos modernos y juguetones. Porque X viene empapada de huella de autor, de ideas simpáticas y de metacine divertido. En la pantalla, el joven director de la película pornográfica no solo es un chaval que demuestra no tener prejuicios sobre las alturas del medio cinematográfico, alguien que sabe que puede crear arte a partir de una producción guarra, sino que además su primer diálogo sirve como presentación de la propia película: mientras explica los entresijos de la edición audiovisual a una de las actrices del lujurioso film, apunta que trastear con el montaje de manera creativa hace que la obra final luzca muchísimo más de lo que le permite su presupuesto. Y a partir de ese momento, X comienza a marcarse unos cambios de escena fascinantes a base de montajes intermitentes. La cinta en general es muy amiga de anticipar las sorpresas ocultándolas a base de guiños: un par de personajes enuncian inconscientemente su destino durante los diálogos, el devenir de otro se insinúa en un mural gigantesco, y cuando Blue öyster cult suena en la radio todo el cine tiene clarísimo que se avecina tormenta.

Pero X tampoco se conforma únicamente con el truco puntual, porque West se permite cocinar la historia con calma durante una hora, entrelazando con mucho ojo escenas de la producción porno (en 4:3) con secuencias de la propia X, sugiriendo el inminente derrame de vísceras mediante un accidente vacuno o un caimán sigiloso, y, sobre todo, introduciendo un trasfondo interesante al abordar la represión sexual en un mundo mojigato y puritano. Respecto a eso, lo que ocurre tras la escena en la que se improvisa una canción guitarra en mano es un envite brillante del guion, un derrape inesperado detonado por una frase. También se le agradece al conjunto que sepa no renunciar al humor, algo que últimamente estaba muy de moda en el ampuloso cine de terror moderno. Aquí no solo tenemos chuflas cafres, sino que además hay gags visuales a base de tangas masculinos y siluetas de enormes penes colgantes. En su última media hora, la película se desbarra porque en el fondo hemos venido a jugar, el bodycount apila muertes divertidas y la juerga deja por el camino secuencias respetables como una danza ante unos faros teñidos de sangre. Se podría acusar a la historia de chirriar en su caricaturesco y psicópata retrato de la vejez, pero lo cierto es que aceptamos sin demasiados problemas que lo grotesco forme parte del paquete. Además, las arrugas protésicas esconden una sorpresa curiosa para el que no haya ojeado de antemano los créditos.

XX. Imagen: A24.

X tiene un subtexto interesante y un hermoso aroma a american gothic, pero lo cierto es que se la trae bastante al fresco el ser grave y profunda. Algo que demuestra anteponiendo el ofrecer un espectáculo al público, tanto al fan que descubre El resplandor o Bahía de sangre entre sus fotogramas, como a quien viene despreocupado a que salpiquen en la cara. Aquí West y su tropa se divierten todo lo que pueden y aprovechan de paso para estampar su propia firma en el trillado terreno del slasher. Y la verdad es que no necesitábamos otra matanza texana el mismo año que ya hemos presenciado una oficial y oficiosa. Como tampoco necesitamos que los engolados sigan dando la murga con el terror elevado. Lo que necesitamos es aquello que sentencia el sheriff tras contemplar el resultado de la escabechina: «One goddamn fucked up horror picture».

X
X. Imagen: A24.

1- No se está cuestionando la capacidad de atención del lector, sino apuntando una posibilidad que por aquí imaginamos común debido a la experiencia empírica. Sí, al que esto firma se le escapó la travesura visual del plano que abre X en un primer momento, porque de atención a veces va justito. A la segunda vuelta, una bombilla se iluminó mientras el redactor hacía el Rick Dalton en la butaca.

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Un comentario

  1. Ignatius Farray especulaba en un vídeo-streaming en qué consistirá comedia, romance y sobre todo el terror en la época en la que ya no exista la llamada normalidad.

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