Este artículo encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº3 especial Verne y su tiempo.
Viajamos con el cuerpo pero también, acaso las más de las veces, con el pensamiento. Y cuando imaginamos viajar, podemos elegir con quién nos gustaría hacerlo, con personas de hoy o de ayer. La ciencia, sobre todo su historia, esto es, su pasado, aunque sin olvidar su presente, ha dominado una parte importante de mi vida. No es sorprendente, por tanto, que en mis viajes haya procurado buscar rastros del pasado científico. Sucede —es una señal inequívoca de que envejezco— que en los últimos tiempos a veces me paro a pensar cómo será el futuro científico, cuáles las novedades, las posibles revoluciones futuras. Y cuando me sumerjo en semejantes elucubraciones, no tarda en venirme a la mente el gran «imaginador» del futuro científico: Jules Verne (1828-1905), o mejor, como siempre me referí a él, Julio Verne.
Pienso en él con admiración, no importa que hoy, cuando vuelvo a leer algunas de sus novelas —por ejemplo, De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna—, las emociones que me producen ahora no sean las de antaño. Fue Verne, sin duda, un visionario científico, pero un visionario que no creaba sus ideas de la nada, sino de la posesión de buenos conocimientos de la ciencia de su época; suplió la falta de una educación científica (estudió Derecho), frecuentando la Bibliothèque Nationale de París donde leyó obras de matemáticas, física y geología. Así que ¿por qué no elegirle a él como compañero de viaje cuando se visitan ciudades que ocupan un lugar destacado en la historia de la ciencia? ¿Puede existir mejor compañero de viaje que el autor de la serie Voyages extraordinaires?
Ciudadano de un nuevo mundo científico
Antes de emprender ese viaje imaginario, es conveniente recordar que Verne vivió en una época en la que abundaron las grandes novedades científicas y tecnológicas. Así, tres años después de su nacimiento, Charles Darwin se embarcaba en el Beagle, en el que viajaría durante cinco años por todo el mundo, experiencia que le resultaría vital para el libro que publicó en 1859, The Origin of Species (El origen de las especies), del que sin duda Verne supo, si es que no lo leyó (la primera traducción al francés de este libro de Darwin apareció en 1862).
Asistió, asimismo, al desarrollo de la telegrafía que cambió el mundo. Especialmente una vez que, en 1866, se consiguió unir telegráficamente Europa y Norteamérica (volveré a esta cuestión más adelante), el planeta se pobló de todo tipo de redes telegráficas, terrestres y submarinas. Y también llegarían, en aquel siglo extraordinario para el electromagnetismo, el siglo de Michael Faraday y de James Clerk Maxwell (que unificó en su teoría del campo electromagnético electricidad, magnetismo y óptica), el teléfono (Graham Bell, 1876), que al parecer Verne utilizó por primera vez en 1894, la bombilla de Thomas Alva Edison (1879) —y muchas otras que iluminarían como nunca antes se había podido hacer hogares y calles—, o la «telegrafía sin hilos» de Guglielmo Marconi. En aquel mundo de maravillas eléctricas no era extraño que alguien —en este caso, William Edward Ayrton, un catedrático de Física de Londres— pronunciase palabras como las siguientes (1897):
No hay duda de que llegará el día en el que probablemente tanto yo como Vds. habremos sido olvidados, en el que los cables de cobre, el hierro y la gutapercha que los recubre serán relegados al museo de antigüedades. Entonces cuando una persona quiera telegrafiar a un amigo, incluso sin saber dónde pueda estar, llamará con una voz electromagnética que será escuchada por aquel que tenga el oído electromagnético, pero que permanecerá silenciosa para todos los demás. Dirá «¿dónde estás?», y la respuesta llegará audible a la persona con el oído electromagnético: «Estoy en el fondo de una mina de carbón, o cruzando los Andes, o en el medio del Pacífico».
En una época como la presente, poblada de teléfonos móviles (o celulares) suena familiar, ¿no?
Y en matemáticas, su centuria fue la de las geometrías no euclidianas de los Bolyai, Lobatschewski y Riemann, y la de los conjuntos transfinitos de Cantor.
Vivió también Verne en el siglo en el que comenzaron aquellas espectaculares ferias de, sobre todo, la ciencia y la tecnología que fueron las Exposiciones Universales. La primera, la famosa de 1851 en Londres, a la que siguieron las de Dublín (1853) y Nueva York (1853-1854), que precedieron a la de París (1855), ciudad que volvería a acoger una en 1878 y una tercera en 1889, que enseguida volveré a mencionar.
El siglo XIX fue, asimismo, la centuria de Louis Pasteur y de Robert Koch, con la teoría microbiana de la enfermedad, de Joseph Lister y los primeros procedimientos para combatir las infecciones, de los que más que probablemente se benefició el propio Verne cuando fue intervenido quirúrgicamente después de que su sobrino favorito, Gastón, sufriese un ataque de locura y le disparase, el 9 de marzo de 1886, dos tiros que le convertirían en un inválido. Fue también el ochocientos el siglo en el que Kirchhoff y Bunsen fundaron (1860) la astrofísica, frente a la mera astronomía, que nada podía decir de la composición de los cuerpos celestes; el de la tabla periódica de los elementos (Mendeleiev, 1869), del descubrimiento de los rayos X (Röntgen, 1895), la radiactividad (Becquerel, 1896) y los cuantos (Planck, 1900). ¿Sorprenderá que en una entrevista Verne manifestase que «una de las cosas con las que más disfruto es la lectura de cualquier reseña sobre un nuevo descubrimiento o experimento en los mundos de la ciencia, la astronomía, la meteorología o la fisiología», y que su obra dependa tanto de la ciencia?
La astronomía fue uno de sus grandes temas. Observatorios astronómicos, telescopios, astrónomos, fuerzas gravitacionales y de escape (la necesaria para vencer la atracción de la Tierra y marchar hacia el cosmos) aparecen constantemente en De la Tierra a la Luna (1865) y en su secuela, Alrededor de la Luna (1870). Incluso podemos encontrar alguna expresión matemática, como sucede en Alrededor de la Luna, en donde aparecen (en el capítulo IV) dos complicadas fórmulas que Impey Barbicane (el presidente del Gun-Club, el círculo de artilleros que había tenido la idea de viajar a la Luna utilizando una bala de cañón) expone a sus compañeros: una, explicaba, es la integral de la ecuación de las fuerzas vivas, que sirve para calcular la velocidad del cohete en cualquier momento, y otra la que muestra la velocidad del proyectil al salir de la atmósfera.
Y si hablamos de cálculos y expresiones matemáticas, hay que decir que Verne apenas dio cabida a la ciencia de Euclides. Fue precisamente uno de los personajes que aparecían en De la Tierra a la Luna, un matemático norteamericano llamado J. T. Maston el que subsanó algo tal limitación. En Sans dessus dessous (1889), un novela menor de los Voyages extraordinaires, vertida al español con el título de El secreto de Maston, volvió a aparecer este miembro del Gun-Club, ahora un hombre maduro de 58 años. La trama de la novela gira en torno a la idea del Club de explotar los recursos naturales que encierra el Polo Norte. El problema al que se enfrentan es cómo librarse de la profunda capa de hielo que cubre la superficie de las tierras polares. La solución a la que llegan los miembros del Gun-Club es la de modificar el eje de rotación de la Tierra, y por tanto el clima terrestre, mediante una detonación producida por un cañón gigante. Y ahí entraba Maston, que debía resolver tremendos problemas matemáticos, ante los que no se arredraba ya que dominaba los cálculos diferencial, integral y de variaciones, de tal manera que era capaz de «elevarse hasta los últimos escalones de las altas matemáticas».
En otra de sus novelas más célebres, Cinco semanas en globo (1863), Verne mostraba también el papel que la ciencia —la real, no la que podía imaginar llegaría en el futuro— desempeñó en su obra. Se detenía en sencillas y atractivas explicaciones acerca de la física y la química que permitían elevarse y mantenerse en el aire a los globos aerostáticos, que tanto interés atrajeron durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, y que culminaron con aquellos gigantes del aire y prodigios de la técnica llamados zepelines. Mientras navegaban en el Audaz, camino de la isla de Kumbeni, en donde el doctor Fergusson, su criado, Joe, y Dick Kennedy, el cazador que les acompañaba, subirían al globo, el Victoria, con el que pretendían atravesar África, Joe explicaba a miembros de la tripulación del barco los planes últimos que albergaban, transmitiéndoles todo su entusiasmo, el entusiasmo, la inocencia, de un tiempo, ahora ya perdido, en el que la fe en la ciencia y el interés que suscitaban sus conquistas no tenía límites:
—Entonces iréis a la Luna —exclamó uno de sus oyentes, maravillado.
—¿A la Luna? —replicó Joe—. No, eso es demasiado vulgar; a la Luna va todo el mundo; además, allí no hay agua y tiene uno que llevar una enorme cantidad de víveres y hasta aire en ampollas para poder respirar… no; nada de Luna; pero nos pasearemos por las bellas estrellas, por los encantadores planetas de los que mi amo me ha hablado tantas veces. De modo que empezaremos por visitar Saturno…
—¿Y después de Saturno? —preguntó uno de los más impacientes del auditorio.
—¿Después de Saturno? Pues bien, visitaremos Júpiter, que es un lugar bien raro, donde los días son solo de nueve horas y media, cosa muy cómoda para los perezosos y donde los años, por ejemplo, duran doce años, lo cual es ventajoso para las personas a las que solo quedan seis meses de vida; esto prolonga un poco su existencia…
Y todos se reían, pero le creían a medias; les hablaba de Neptuno, donde los marineros son muy bien recibidos; de Marte, donde a los militares les ponen por las nubes, lo que acaba por ser molesto…
Esta era la visión optimista del humilde Joe, el criado, del que, por cierto, en la novela se dice que «poseía algún barniz de ciencia a su modo (…) Entre otras cualidades poseía un golpe de vista extraordinario; compartía con Maestlin, el profesor de Kepler, la rara facultad de distinguir sin anteojos los satélites de Júpiter y de contar en el grupo de las Pléyades las catorce estrellas, de las cuales las últimas son de la novena dimensión». Y los Joe de entonces, al igual que los de ahora son, es preciso recordarlo una y otra vez, los verdaderos objetivos de la difusión de la ciencia, quienes más necesitados están de comprender que la ciencia y la tecnología, la tecnociencia, que les rodea y de la que se sirven, acaso sin que se den cuenta, no es su enemigo, sino un maravilloso instrumento de conocimiento y de liberación. Los que deben comprender que si la ciencia y la tecnología se convierten en sus enemigos, no es por su culpa sino debido al uso que de ellas hacen muchos de sus hermanos de especie, homo sapiens como ellos.
Pero se acerca el momento de comenzar mi viaje imaginario con Julio Verne en la memoria.
(Continúa)
«La trama de la novela gira en torno a la idea del Club de explotar los recursos naturales que encierra el Polo Norte. El problema al que se enfrentan es cómo librarse de la profunda capa de hielo que cubre la superficie de las tierras polares. La solución a la que llegan los miembros del Gun-Club es la de modificar el eje de rotación de la Tierra, y por tanto el clima terrestre, mediante una detonación producida por un cañón gigante.» Cuñadismo literario avant la lettre.