Concluye la ciencia que el mayor shock al que se enfrenta el ser humano en su vida ocurre en el momento de nacer. Dejar el vientre materno, atravesar el canal del parto y asomarse al mundo entre los muslos de mamá es un bofetón al que se expone cualquier bebé que no vea la luz a través de una cesárea. Lo más habitual suele ser que el neonato y su madre, a pesar de todo, pasen el momento sin mayor dificultad, pero no siempre sale todo a pedir de boca.
En abril de 1990 se produjo uno de esos desgraciados casos minoritarios. La madre de Kevin Clinton Laue explica cómo vivió el final del parto: «El doctor no dijo “es un niño” o “es una niña” sino “tiene dos vueltas de cordón umbilical alrededor del cuello”. Le pedí a Dios que le dejara respirar, que aceptaría cualquier cosa pero que le dejara respirar». En ese momento, la madre escuchó lo que le debió parecer música celestial. Kevin rompía a llorar a pleno pulmón. El médico sentenciaba: «Le falta la mano izquierda». Era viernes y 13 para más señas.
El destino, o la providencia, quiso que la extremidad superior izquierda de aquel bebé impidiera que la estructura tubular que le conectaba a su madre le acabara ahogando. Los doctores estaban seguros de que de no haberse interpuesto el brazo entre la doble vuelta del órgano umbilical y el cuello, el niño habría fallecido. Kevin solo pudo conservar el brazo izquierdo hasta el codo, la falta de irrigación sanguínea sufrida durante el estrangulamiento prenatal le impidió disponer de antebrazo y mano.
«Creo que tuve mucha suerte. Mi brazo me salvó la vida», diría Kevin años después del desafortunado episodio. «Si me dieran una mano izquierda, la cogería. Estaría bien tenerla, pero lo he aceptado. No es como si la hubiera perdido en un accidente».
«Cuando yo era un niño, mi madre siempre me decía que Dios tenía algún plan para mí. Dadas mis circunstancias, yo no lo creía. Siempre fui un poco marginado. Se reían de mí en el colegio por tener una sola mano. Mi padre me acercó al fútbol americano y al fútbol. Nunca me trató como si tuviera un hándicap, le recuerdo siendo un poco duro conmigo. Él quería convertir a un niño pequeño en un hombre y yo era un poco joven para eso. Papá fue algo duro conmigo para prepararme para las decepciones de la vida. Cuando ahora echo la vista atrás, me doy cuenta de que aquello tenía sentido».
Sus padres, como la mayoría de los progenitores, trataron de hacerlo lo mejor posible. No quisieron que la infancia de Kevin fuera un remanso de paz de espaldas a su realidad. La vida resulta dura ya de por sí y más si solamente tienes un brazo. El chaval de los Laue calzaba deportivas con cordones, como todos los niños. La bragueta de los pantalones que le compraban no fue nunca un factor a la hora de decidirse por cuáles vestiría el niño; los tenía de cremallera, sí, pero de botones también. Y era él el que se los tenía que abrochar. Cuando creces en un ambiente tan realista y educador, aprendes a sacarte las castañas del fuego tú mismo. Quizá por eso, Kevin rechazó una prótesis para su brazo izquierdo. Nada quiso saber de esa ayuda extra de plástico que le compró su madre cuando el chico se quejó una vez porque se veía incapaz de hacer un caballito con su bici. Ni siquiera se acordó de la misma cuando Jim —su padrastro— y su madre Jodi le apuntaron a la Little League de béisbol donde el pequeño Kevin Clinton bateaba a una sola mano.
A pesar de faltarle una mano, siempre tuvo un singular ingenio para enfrentarse a las bromas o, incluso, al escarnio de sus compañeros del colegio. Preguntado por su brazo incompleto solía responder que un tiburón se lo había dejado de esa guisa cuando surfeaba en las olas de Hawái justo dos días después de su quinto cumpleaños. Tampoco su madre se libraba de las agudas observaciones del chico; si le conminaba a lavarse las manos antes de comer, Kevin le decía que ni siquiera era una opción que pudiera contemplar.
Su propia madre explica que todos pasamos por una época en la infancia que puede resultar traumática si tenemos un grano o no nos han acertado con el corte de pelo, pero afirma que en el caso de su hijo, y a pesar de tener una sola mano, nunca le importó porque se sentía a gusto consigo mismo.
Por más que le intentaron aficionar a la práctica del soccer, el chico se empeñó en competir y destacar en baloncesto. Prefería jugar a un deporte en el que hay que contar con dos manos muy preparadas si se quiere ser competitivo. Se sentía tan cómodo y habituado a resolver sus dificultades que podría parecer que Kevin hubiera olvidado el pequeño detalle de que le faltaba uno de los brazos. Aun así, decidió pasar el Rubicón. A punto de entrar en la adolescencia, se presentó a las pruebas para el equipo de básquet del Junior High y, a pesar del empeño mostrado, no fue capaz de pasar el corte. Lejos de abandonar, el jovencito Laue pasó el verano siguiente entrenándose de sol a sol y volvió al lugar donde se decidía quiénes formarían el equipo durante el nuevo curso que comenzaba. A su madre le daba un poco de apuro que se hubiera decidido por la canasta, ya que los uniformes de fútbol escondían mucho mejor su problema en el brazo izquierdo. Los de baloncesto, en cambio, llevan solo unos finos tirantes.
Kevin no hacía mucho que había perdido a Wayne, su padre. Tenía diez años cuando falleció a causa de un cáncer. Otra dura adversidad a la que tuvo que hacer frente, aunque para entonces sus padres llevaran bastante tiempo divorciados. Jodi rehízo su vida casándose con Jim Jarnagin, y cada uno aportó tres hijos a la nueva familia; Kevin era el más pequeño de la casa.
Sin brazo y sin padre, Kevin consiguió entrar en el grupo de los elegidos. Su deseo se cumplía, era oficialmente jugador de baloncesto de la escuela.
En octavo curso ya era capaz de machacar la canasta. Los 305 centímetros que hay desde el suelo hasta el aro ya no suponían ningún obstáculo para alguien que se las tenía que arreglar con su minusvalía. Solo tenía catorce años recién cumplidos.
Rob Collins, su antiguo entrenador del Amador Valley High School de Pleasanton (California), solía decir que verle jugar era como una ciencia. Creía que con Kevin había que tener visión. Nunca le importó si en un momento determinado la fastidiaba, porque según él había que tener en cuenta que pese a todo solo tiene una mano.
La mano derecha de Kevin es enorme, no en vano sus compañeros la bautizaron como The Mitt (el guante de béisbol). Hay quien exagera asegurando que es mayor que esas manos de goma con el dedo índice extendido que algunos fans llevan a los estadios para apoyar a sus equipos. Sea como fuere, su tamaño y habilidad reflejan la ingente cantidad de horas que el californiano ha pasado en una cancha para poder competir con el resto de los chicos.
Durante su año de senior en Amador Valley, Laue se rompió una pierna —el mismo día que iba a conocer a George W. Bush, quien había sabido de su historia a través de la revista Sports Illustrated— y tuvo que pasar casi el año entero en blanco. Su ilusión era la de competir contra las grandes universidades y para poder ganarse un improbable lugar entre la elite, decidió retrasar su ingreso universitario y seguir cursando estudios en una Prep School para postgraduados. Estas escuelas tienen como principal objetivo reforzar académicamente a los estudiantes con mayores dificultades al acabar el colegio o ayudarles a desarrollarse físicamente si lo necesitan para ser competitivos en el siguiente escalón.
Kevin pensó en que un cambio de aires a una entidad donde la disciplina y el prestigio iban unidos de la mano podría ser una buena solución a sus necesidades de recuperar la forma y seguir creciendo como deportista. Para ello cruzó los Estados Unidos de oeste a este y dejó a su familia en California para ingresar en una academia militar de Virginia, en el este del país. Entró en la Fork Union Military Academy y allí comprobó lo que era madrugar, entrenar, estudiar y no poder despistarse con asuntos mundanos. Sin duda, la elección tenía sus porqués.
Fork Union —fundada en 1898— contaba ya entonces con ciento cincuenta jugadores que en el periodo de cuarenta años habían logrado el pase a la NCAA Division I. Uno de ellos, el director de cine Franklin Martin, conoció la historia de Laue y decidió presentárselo a Fletcher Arrit. Amén de ser profesor de biología en la academia, Arrit llevaba treinta y nueve años como entrenador del equipo de baloncesto de la entidad. En un principio no se quiso implicar en el asunto. Bastantes problemas tenía, según él, tratando con chicos con dos manos. Pero le acabaron haciendo una prueba y todos los jugadores de Arrit le dijeron que querían a Kevin en el equipo.
(Continuará)