Quizá porque no nos queda otra, hemos ido dando por buenas una serie de convenciones para ganar en autoestima ante el todopoderoso: el espejo. La arruga dijimos que era bella, igual que las canas nos parecen ahora que lucen platinas y sutiles. En gran parte, en cuanto a fisicidad, la vejez es un estado postrero del cuerpo. El esqueleto y su forro van mostrando su código de barras y su consunción conforme el otoño de la vida va virando hacia el invierno sin que, de fondo consolador, nos sirva escuchar la música de Las cuatro estaciones de Vivaldi con sus violines para orquesta. Con la música, ay, a otra parte.
A Leopardi le gustaba repetir la cita de Rousseau: «Estamos llegando a las puertas de la vejez y muriendo sin haber vivido». Si uno se quiere deprimir literariamente como Dios manda, solo tiene que leer el estupendo En nombre de la Tierra del portugués Vergílio Ferreira (epifanía de un cuerpo viejo rodeado de la sordidez de un asilo) y asentir en con Philip Roth en que la vejez no es una batalla, es una masacre… Bacon se entretenía ante el espejo observando cómo la muerte iba trabajando prodigiosamente en su cara. Su coetáneo, el gran Lucien Freud, pintó cuerpos desesperanzados, estragados y envejecidos, donde la carnalidad abatida por el tiempo y por la vida moderna era resaltada con su peculiar blanco cargado de óxido, su famoso Cremnitz White. Por su parte, el siniestro Peter Pan elucubraba fantasiosamente y le daba por pensar que acaso morir debía ser una aventura formidable. La vejez, en fin, es el vermut de la muerte, que junto a los impuestos, como recordaba Benjamin Franklin, es lo único cierto que existe en el mundo.
La vejez, envejecer, es el resultado visible de una matanza de células y de vitalidad que se exterioriza con mayor o menor encono, con independencia de potingues y afeites. Pero es también, más allá del parte físico, como un estado de ánimo que incide en el paisaje del alma, que puede llevar a la tristeza pesarosa o a una suerte de júbilo fértil y prudente, al modo de los clásicos más preclaros, como nos enseñaron Platón (murió mientras escribía con 81 años), Isócrates (alumbró su Discurso Panatenaico con 94 años y murió con 99) o su maestro Leontino Gorgias (cumplió 107 castañas dándole al cacumen).
No todo el mundo envejece igual ni de cuerpo ni de espíritu. Hay viejos prematuros del alma y jóvenes que envejecen a ojos vista según la lotería genética que les haya tocado (incluso hay niños terroríficos sobre los que se dice, supuestamente en broma, que tienen cara de viejo). La medicina paliativa sugiere que para envejecer bien hay que protegernos del sol y de la contaminación, dormir adecuadamente, llevar una dieta mediterránea pródiga en frutas y verduras, evitar el estrés y toda ondulación nerviosa, usar ácido glicólico o ácido retinoico, etcétera. A esta receta de primeros auxilios añadimos nosotros el placer de ventosear. En su divertido ensayo físico-teórico y metódico de 1751 acerca del arte de tirarse pedos, el francés Pierre-Thomas Nicolas Hurtaut recordaba, entre otras frases memorables, un dicho popular que señalaba que «para vivir largo tiempo con prosperidad es preciso procurar al culo ventosidad». Ventosear, por tanto, ayuda a una longevidad sana y hasta cierto punto feliz. Igual que el estiércol es abono de vida, la fetidez en este caso no importa.
Si nos ponemos sombríos, diremos que la vejez es como otra temperatura de la muerte, la antesala de la incertidumbre más cierta, la pista de salida para el último viaje, etcétera. Hemos de confesar que a muchos nos han atraído desde siempre los pesimistas más lúcidos y sus demoledoras citas de cabecera. De entre las más tremebundas citas gemelas, pese al tiempo que las separa, se encuentran las de Séneca y Chautebriand. «Si la dicha mayor es no nacer, la más parecida, creo yo, es ser devuelto a nuestro primitivo estado tras cumplir con una vida corta». Con alegría lo dijo el hispanorromano Séneca y Chautebriand, muchos siglos más tarde, la reescribió de nuevo bajo la luz de postrimerías de sus memorias: «Después de nacer, de la desdicha de nacer, no conozco otra mayor que la de dar vida a un hombre». Igual que Shakespeare dijo que «somos de la misma materia de la que está hecha el dolor», el canciller del pesimismo filosófico, Schopenhauer, dirá que «la vida oscila entre el sufrimiento y el tedio».
Recapitulemos. ¿Para qué nacer, entonces, cuando lo propio y natural es envejecer? ¿No empezamos a ser viejos tal cual salimos berreantes y sanguinolentos de la placenta?
Si no nos precipitamos por culpa de la enfermedad o por la tentativa de la propia mano, la vejez nos aguarda como última morada en la vida. Ocurre, no obstante, que hay buenas noticias para quienes estén atravesando ahora la etapa de la madurez de bronce y pueden ser considerados como viejóvenes, término híbrido, tan de nuestra hora, que se ha puesto de moda.
Al parecer, está demostrado científica y gerontológicamente que hoy por hoy envejecemos mucho mejor que nuestros abuelos y bisabuelos. La doctora Taina Rantanen, de la Universidad Jyväskylä de Finlandia, ha concluido en su estudio que, tomando como muestra a distintas personas nacidas por tramos de años en la primera mitad del siglo XX, las generaciones más jóvenes han ido envejeciendo de forma mucho más misericordiosa y estética que sus predecesores. El estudio apreció que, por ejemplo, las últimas generaciones tenían más fuerza en las manos, caminaban más rápido y tenían mayor fluidez verbal.
No hace falta ser un especialista en tipología de vejestorios para saber que la ancianidad actual llega a la vejez mucho mejor gracias a las mejoras saludables en nutrición y educación (se come mejor y en la medida de lo posible acudimos al médico con regularidad). El envejecimiento activo ha ayudado a mantener aceptables niveles de competencia cognitiva (todo lo que va de un bailoteo en viajes del IMSERSO a Benidorm a caminar a diario y a memorizar con la lectura, no importa sin con buenos libros o con bodrios).
Es verdad que la estética del envejecimiento ha cambiado para bien. La publicidad ha ido haciendo su trabajo de martilleo. Tener más de 60 años tiene ahora otra presencia mucho más amable, favorecida por la forma de vestir o el peinado, que responden a patrones de consumo. Gimnasio, cirugía estética y genética aparte, un viejoven o una viejoven de buen ver pueden disfrutar hoy por hoy de una copa de balón en lugares de ambiente con garantías de que su presencia, en cuanto a lozanía, aún no provocará compasión (cosa distinta, claro está, es la actitud más allá de los trabajos de chapa y pintura sobre la piel).
Hay dos series de televisión que muestran visiblemente y a las claras los contrastes entre la vejez de antaño y la de hogaño. Las divertidas actrices de Las chicas de oro grabaron su famosa serie con alrededor de 60 años cada una de ellas. Es casi la misma edad que lucen las actrices de Sexo en Nueva York (seis temporadas entre 1998 y 2004, más los apéndices de 2008 y 2012). Su estética es mucho más agradecible que la de sus homólogas y simpáticas viejunas. De hecho Sarah Jessica Parker, con 57 clarines, es fiel reflejo de esta mutación de la vejez en modo agradable y sigue siendo hoy un icono de la moda y pastora de tendencias para mujeres de todo el mundo.
Nada que ver con la divertida Rue McClanahan, la casquivana Claire Devereaux de Las chicas de oro. Sus picarones 50 años nunca fueron los mismos que los 50 de la Parker. Por no hablar de la diosa del tiempo en conserva, Jane Fonda (85 años) o, como hijo del mismísimo Apolo, de Brad Pitt (58 años), cuyo torso desnudo y herculino en lo alto de un tejado en una secuencia de Érase una vez Hollywood, la película de Tarantino, provocó derretimientos de bajos en ellas, ellos y elles y en todo lo que sexualmente se terciase en sus innúmeras variantes.
Pero dicho todo esto, muchísimo antes de que la ciencia finlandesa haya certificado que hoy envejecemos mejor que en décadas precedentes (al menos en cuanto a rugosidad exterior), hubo quienes reivindicaron la vejez como noble forja de lealtad y, sobre todo, como nenúfar de una sabiduría apacible y hasta cierto punto bella. Cicerón escribió el opúsculo Sobre la vejez en forma de discurso, haciendo hablar al político, militar y escritor Marco Porcio Catón, conocido como Catón el Viejo (234-149 a. C.), ante los jóvenes Lelio y Escipión, quienes le piden consejo sobre cómo alcanzar la venerable senectud.
Si la inconsciencia es propia de la edad que florece, la sabiduría lo es de la que envejece. Atentos a su plática, Lelio y Escipión escuchan los argumentos que Catón les da para desmontar la idea de que la ancianidad es una edad desdichada porque impide hacer cosas, debilita el cuerpo, priva de casi todos los placeres y no está lejos de la muerte. En su exordio, la obra de Cicerón es un canto a la nobleza de la vejez, a sabiendas de que la vida es irrebatible y que el camino de la naturaleza es uno y sencillo. A cada periodo de la vida se le ha dado su propio carácter. Así la debilidad a los niños, la arrogancia a los jóvenes, la seriedad a los maduros y la sensatez a los ancianos.
El aura de la vejez, sugiere Catón a sus jóvenes escuchantes, concede autoridad moral, da valor a la seriedad (nunca a la acrimonia) y permite, pese al trance no lejano de la última hora, despreciar a la muerte («¡Desdichado el anciano que no se da cuenta de que hay que despreciar la muerte después de una vida tan larga!»). No hay mayor arcadia del alma para una vida plena en mitad de la vejez que cultivar el campo, sirviendo a la pródiga naturaleza y entregando su fruto a la diosa Ceres (de hecho Catón fue autor de libros dedicados al agro como De re rustica o Sobre la agricultura).
Para concluir, extraemos un memorable pasaje donde Catón el Viejo se echa encima su propia vida vivida: «Ya me gustaría poder vanagloriarme de lo mismo que Ciro [el gran caudillo persa], pero no puedo decir que tenga las mismas fuerzas con las que luché como soldado en la Guerra Púnica o como cuestor en la misma guerra o cuando fui cónsul en Hispania, o cuando, cuatro años después, luché como tribuno militar en la Termópilas con el cónsul Manio Acilio Glabrión; pero, no obstante, como podéis ver, la vejez no me ha debilitado ni me ha abatido, la curia no echa de menos mis fuerzas, ni la tribuna, ni los amigos, ni mis protegidos, ni mis huéspedes. Jamás he estado de acuerdo con aquel viejo y alabado proverbio que advierte de que pronto hay que empezar a ser viejo si quieres ser viejo mucho tiempo. Yo prefiero ser viejo menos tiempo a ser viejo antes de serlo. Hasta ahora no me ha encontrado ocupado nadie que quisiera reunirse conmigo».
Más de veintiún siglos después, suponemos que va siendo hora ya de reunirnos con él, ¿no? No importa dónde te halles, amigo Catón.
Interesante y ameno.
La vida, pues, es
el lapso entre dos Nadas interminables (o el sendero flanqueado por cipreses que va de la cuna al cementerio), aunque Cioran sugería que la Nada verdaderamente terrible es la de antes de nacer.
En todo caso, aquel personaje de Banville tenía razón: la vejez no es una aventura que deba emprenderse a la ligera.
Se asevera con creces el llegar a un planteamiento de premisa al crear el espacio para ello con su clara respuesta lo que entraña el camino necesario para su consecución.
¿Lo qué…?
Juaaa.
Muy buena lectura, Don Javier. Gracias.
Al revés de cuando era joven, me gusta este descubrimiento de ser viejo y ser libre pa todo, especialmente en las reuniones o mitines en donde, si le ponés un poco de pasión a tus palabras y dichos, te miran con respeto y hasta a veces con miedo, y sentís en el aire denso que se preguntan pero de dónde salio este bicho raro, porque en el fondo y con pruebas faciales y los años puestos y bien a la vista, saben que los viejos en la carrera de la vida corren primeros, y es ahí que para festejar una victoria tardía salgo a tomar aire, y si es de noche mejor, y como ese sabio conocedor de la salud me tiro unos cuantos cuescos sonoros a guisa de petardos matraqueros y en lo que menos pienso es en el ataúd, mejor es contar estrellas que a mi edad se puede y hay tiempo, o pensar en ellas o aquella que entre tantas cosas me donó la vejez que te permite, y no al revés, volver a ser pibe trampeando a los nietos para que se enojen y no recibir ningún premio, privilegio invalorable y no transferible de los que morirán primero.
A ti sí que tentiendo E. Roberto. Además coinzido contigo en el tema de los cuescos solo que yo se los tiro en la cara a los nietos para que me dejen un poco tranquila esos cabrones.