Volvamos por un momento al año 2008. Qué año, ¿verdad? Por entonces, el crac de la burbuja inmobiliaria nos llevó a cuestionarnos los cimientos de lo que algunos se empeñaban en llamar «estado de bienestar», el término «mileurista» ya no era sinónimo de precariedad, sino a lo que aspiraría la juventud (y no tan juventud) después de nadar en un océano de títulos y, de entre todas las reminiscencias a la Gran Depresión y los nefastos augurios sacados de Nostradamus, se erigió el fenómeno social de alabanza a la figura del Joker recreada por Nolan e interpretada por Heath Ledger. Qué tiempos. Parece que fue hace mil años y, a la vez, ayer. De hecho, es que el relato es idéntico al del año pasado si aplicamos pequeños factores diferenciales, como una pandemia —al fin y al cabo, algo que escapa al control de la inmensa mayoría—, o al fallecido Heath Ledger por Joaquin Phoenix. El mileurismo y los augurios se mantienen inquebrantables, ahí no hay nada que añadir.
No hace falta profundizar mucho en el análisis para darse cuenta de que toda época de crisis en la actualidad lleva consigo un correlato de un supervillano marginal, humano, al fin y al cabo, con el que sentirse identificado, en contraposición a la tendencia heroica de siglos pretéritos. Tanto el héroe trágico que se forma desde la Poética de Aristóteles como el supervillano moderno sufren por una situación sobrevenida externamente que escapa a su control. La diferencia entre ambos es la actitud que adoptan y los fines que persiguen: el héroe hace uso de una moral superlativa que le haga merecer el favor de los dioses para revertir el escenario a la condición primera, a su orden natural; el supervillano se enroca en la injusticia cometida para dar rienda suelta al caos en el mundo que lo rodea, sintiéndose amparado en la aparente irracionalidad de los acontecimientos y legitimado en el placer inmediato que proporciona la vendetta. Da igual que el que sufre los efectos no sea el mismo que provocó el infortunio del actuante, porque lo que prima es la festiva sensación de libertad. Por supuesto, nueve de cada diez preguntados sobre qué actitud les definiría más dirán que la heroica, pero si algo hemos sacado en claro de los barómetros de intención de voto del CIS, de los anuncios de cremas antiedad y de la audiencia confesa de Telecinco es que nueve de cada diez personas miente.
Requiere más atención la ironía que supone que, en ambas situaciones, haya sido el Joker el elegido, ese psicópata reconvertido en justiciero maniaco depresivo que usa la risa como mecanismo de evasión de una realidad insufrible. La lógica nos llevaría a pensar que la revisión de la historia de Arthur Fleck, la persona detrás del personaje, responde a un deseo de justificación basado en el entendimiento de lo que le lleva a actuar de la manera en que lo hace, como planteaba Javier Cercas en su obra El impostor. Y que ello viene dado por un sentimiento generalizado, a nivel social, de empatía con ese pobre hombre (u hombre pobre), que merece ser escuchado igual que cualquiera, porque nadie nace siendo malo. La culpa de todo no la tiene Yoko Ono, como decían Def con Dos; la culpa es, siempre, de las circunstancias. Así, en plural: las circunstancias. ¿A quién no le gusta un panteísmo que haga de alfombra donde barrer debajo todo lo confuso?
Hasta aquí todo bien, ni rastro de ironía. Todos asentimos al compás y nos frotamos las manos mientras recordamos alguna escena de Joaquin Phoenix vestido de payaso hortera, seguramente bailando. Lo llamativo en este caso es que la indulgencia con la que colmamos a los actos violentos del cómico sin gracia en la ficción es diametralmente opuesta a la violencia que asignamos a los cómicos sin gracia de Twitter. De repente, hemos pasado de sujetos compasivos a agentes vigilantes de nuestros vecinos virtuales, ávidos por descubrir un crimen oculto en un mensaje de ciento cuarenta o doscientos ochenta caracteres que alguien, posiblemente, escribió con media sonrisilla de satisfacción, pensando lo ingenioso/a que era.
Desde una óptica optimista, podría considerarse como una democratización del humor, en la que cada cierto tiempo se vota, de manera virtual, qué es aceptable y qué no, con carácter retroactivo; quiénes nos representan y quién debe adaptar su discurso si quiere seguir siendo parte de la fiesta de la democracia montada alternativamente en la red, so pena de ser cancelado. Por si algún lector todavía no sabe qué es aquello llamado «cultura de la cancelación» —siguiendo con el símil jurídico—, podríamos explicarle que es la sentencia dictada fuera de las cortes, dentro del mundo virtual, que revierte en el silenciamiento de la vida fáctica, laboral y privada de la persona particular, a la que se ha sometido a juicio sin haberle llamado a testificar y rompiendo, sin previo aviso, su derecho a la presunción de inocencia. Una forma de hacerla invisible, como en aquel capítulo de Black Mirror protagonizado por Jon Hamm, en el que un criminal puede sortear la cárcel y tener libertad de movimiento, pero siendo bloqueado para la vista y, por tanto, la vida, de todos los demás.
Otra lectura, menos aceptada popularmente, nos dirigiría hacia una suerte de dogmatismo ideológico, en el que la risa sobre ciertos temas es inaceptable en cuanto considerada como invalidación del discurso imperante. Únicamente si la persona que profiere la burla consigue o no provocar la risa de la mayoría, y manifiesta expresamente que se encuentra dentro del grupo del que se mofa, tendrá el beneplácito de la asamblea virtual. Es decir, la condición es que el cómico, o quien aspire a hacerse el gracioso, antes haya expuesto que es un aliado interno y viene desarmado de preguntas y ambición de debate. Vamos, que la risa sea un mecanismo de distensión de la realidad vivida en sus carnes.
No es nuestra intención dar una respuesta al ya-planteado-cientos-de-veces problema sobre los límites del humor, sino preguntarnos sobre un posible origen de esta imposición de seriedad frente a la mayoría de los temas candentes. Porque sobre la seriedad puede preguntar uno sin ser un aguafiestas. Sobre la risa no. Basta con observar la reacción defensiva que adoptaría cualquiera a quien se le preguntase de qué o por qué se ríe —siempre y cuando no sea por satisfacer una curiosidad real, claro—.
Vamos a hacer un breve ejercicio previo: si tomásemos la Biblia como documento histórico y analizásemos en ella cuántas veces y en qué contexto aparece la risa, ¿qué tendríamos?: a) que ya habrá tiempo de reírse en la otra vida, porque aquí se ha venido a sufrir; b) que solo Dios se puede reír e incluso divertir con cierto sadismo; c) que la risa es cosa de necios y maleantes; d) todas las respuestas son correctas. (Solución: d.)
Pero, aún más, es que esta concepción no es exclusiva del judaísmo y el cristianismo, sino que, según nos dice William Burkert, una de las características compartidas por todas las religiones es la «pretensión de verdad y seriedad», junto con ocuparse de lo «no obvio, lo invisible, lo que no es posible verificar empíricamente». ¿Que a dónde queremos llegar? A plantear que esta tendencia a la seriedad es un rasgo prestado de las religiones, en un ambiente en el que nos hemos tragado de lleno que vivimos en una sociedad secularizada. Algo así como lo que Walter Benjamin dijera en su ensayo Capitalismo como religión, pero sin llegar a afirmar que el capitalismo sea una religión, dado que, como bien refuta Byung-Chul Han, no puede concebirse una religión sin posibilidad de expiación.
Más bien, cada uno rinde culto a su propia religión personal, al proyecto en el que ha convertido su vida, embelesado por la proclama genesiaca del «seréis como dioses», reforzada por toda la propaganda neoliberal que queramos insertar aquí. Cada cual, en privado, se toma en serio en la medida de sus posibilidades y circunstancias, pero en público exige ser tratado como el diosecillo que se le prometió que sería. Todo lo que caiga bajo el manto de lo invisible, de lo no verificable empíricamente, es decir, de las emociones y los sentimientos, ha de ser recibido como máxima irrefutable, donde la risa encuentra su límite. A ver si no vamos a poder reírnos de los sentimientos religiosos cifrados en nuestra Constitución y sí de los demás.
El problema, entonces, está preconizado en esta tendencia a hacer de cualquier pensamiento que apoyemos una cuestión de identidad, dejando de ser conocimiento para convertirse, interiormente, en sentimiento y, exteriormente, en un acto de fe. En conjunto, algo que define lo que soy. Y, ¿cómo no va a ser eso la cuestión más seria que existe? Con el Ser, aunque parezca superado, aunque ya solo lo nombremos en mayúsculas los mismos que seguimos poniéndole tilde a «solo», no se juega. Y menos con el propio, si no queremos acabar gritando con Michelet aquello de «¡Mi yo! ¡Que me roban mi yo!».
Sin embargo, el asunto se vuelve peliagudo si por un momento somos capaces de salir del mensaje invasivo sentimentalista que lleva bombardeándonos todo el siglo. Primero, porque es cierto que los sentimientos no se pueden llevar a debate, porque ni siquiera el lenguaje, tal cual lo usamos cotidianamente, es una herramienta satisfactoria de traducción. Afirmando que todo es sentimiento, incluso nuestras ideas u opiniones, estamos poniéndole al otro una señal luminosa de «No pasar». Escucha, asiente y sigue tu camino. Segundo, porque este efecto funciona bidireccionalmente: todo lo que expongas ante un público, por tanto, es lo que sientes y es lo que eres. Esto se puede ver más claro desde la religión católica que, queramos o no, nos llevan años de ventaja en el tema de la seriedad y de obviar si el que provoca la ofensa tenía, o no, intención de ofender. En internet quedan los recursos interpuestos contra la «procesión del coño insumiso» o contra el joven que puso su cara con Photoshop al Cristo de la Amargura de Jaén.
No es tan extraño que la seriedad religiosa se haya colado por los poros de nuestra sociedad, incidiendo sobre todo en las generaciones que se sienten fuera del sistema institucional eclesiástico. También la culpa nos ha calado hasta los huesos, una culpa muy judeocristiana, a la que intentamos hacer frente desde el budismo new age. O, lo que es lo mismo, desde las estanterías de autoayuda, los puestos de cristales sanadores y los retiros espirituales con meditación, donde se saca provecho de nuestra ignorancia en lo referente a religiones, sobre todo orientales, para vendernos esa versión descafeinada y light del equilibrio interior, la paz y, sobre todo, nuestra potencial responsabilidad para proceder a una (dudosa) autoexpiación.
Al contrario de lo que pudiera parecer en un principio, las épocas en las que sentimos que una injusticia de alto orden nos sobreviene son las más proclives a acotar los senderos del humor en lo que nos afecta directa o trasversalmente, porque nos encontramos caminando sobre la cuerda floja de la cordura. Quizá lo que nos ha hecho empatizar con el antagonista de Batman sea que, en realidad, su risa suena a llamada de auxilio y súplica totalmente individualista, encerrada en su propia conciencia y patología, mientras los otros que lo rodean van siendo deshumanizados a cada segundo. Es la forma más eficiente de convertir el mundo en un teatro, aunque esté en llamas y no haya nadie en las butacas, porque cada uno esté asistiendo a su propia obra.
¿Queréis oír un último chiste? El años pasado un hombre disfrazado de Joker proclamó en Miami, el «fin de la puta covid» —imaginamos que inspirado por el espíritu del Santo Patrón de los deprimidos— desde lo alto de un coche, tirando billetes sobre su propia cabeza. Solo este último gesto despertó los gritos de euforia de los asistentes. Nadie se reía. Tiene gracia, ¿no?
Los mejores Joker y Harley Quinn del cine y la televisión
- César Romero como Joker en Batman (serie de televisión, 1966). Fotografía: 20th Century Fox / Greenway Productions.
- Jack Nicholson como Joker en Batman (película, 1989). Fotografía: Warner Bros. / Guber-Peters Company Production / PolyGram Filmed Entertainment.
- Mark Hamill como Joker en Batman: The Animated Series (serie de televisión, 1992) y varias series y videjuegos más. Imagen: Warner Bros.
- Mia Sara como Harleen Quinzel en Birds of Prey (serie de televisión, 2002). Fotografía: DC / Warner Bros. / Tollin-Robbins Productions.
- Heath Ledger como Joker en The Dark Knight (película, 2008). Fotografía: DC / Warner Bros. / Legendary Entertainment / Syncopy.
- Francesca Root-Dodson como Ecco en Gotham (serie de televisión, 2014). Fotografía: DC / Warner Bros. / Primrose Hill Productions.
- Cameron Monaghan como Clown Prince en Gotham (serie de televisión, 2014). Fotografía: DC / Warner Bros. / Primrose Hill Productions.
- Margot Robbie como Harley Quinn en Suicide Squad (película, 2016) y Birds of Prey: And the Fantabulous Emancipation of One Harley Quinn (película, 2020). Fotografía: DC / Warner Bros. / Atlas Entertainment / RatPac-Dune Entertainment.
- Jared Leto como Joker en Suicide Squad (película, 2016). Fotografía: DC / Warner Bros. / Atlas Entertainment / RatPac-Dune Entertainment.
- Zach Galifianakis como Joker en The LEGO Batman Movie (película, 2017). Imagen: DC / Warner Bros. / Lego Systems A-S / Animal Logic / Lin Pictures / Lord Miller / NPV / Rat-Pac Dune Entertainment / Village Roadshow / Vertigo Films.
- Kaley Cuoco como Harley Quinn en Harley Quinn (serie de televisión, 2019). Imagen: DC / Warner Bros. / Ehsugadee / Yes, Norman Productions.
- Joaquin Phoenix como Joker en Joker (película, 2019). Fotografía: DC / Warner Bros. / Village Roadshow Pictures / BRON Studios.
Quizás no sea tan curioso ni extraño. Después del crack del 29, los antiheroes nacional és USA eran los ladrones de bancos. Gente real que robaba dinero real i mataba a personas de carne y hueso.
Quizás lo interesante sea como todos hemos terminado acceptando la ficcion como campo real del «debate TM». Y como a la vez, siendo simples humans como siempre, cometiendo los mismos errores de siempre, nos cuesta tanto acceptar nuestros fallos.
Ya saben no reírse de las mujeres blancas que se han adueñado del concepto woke.
Seguramente eso es lo que nos da mas miedo como especie, como colectivo cultural, por llamarlo de alguna forma, nos da miedo ser conscientes que siempre vamos a ser unos hamsters corriendo dentro de la rueda.
Por muy despiertos y conectados con la verdad que estemos.