Empezamos a pie de calle. Moscú, 27 de julio de 2019. Un verano lluvioso y cálido, que intenta revivir el ambiente festivo del mundial de fútbol del año anterior. Paseo por el centro, buscando los escenarios de la novela El maestro y Margarita. En la plaza Lubyanka, que aloja la sede del KGB (o sus derivados), se respira una calma chicha. En las calles adyacentes, decenas de furgones policiales me sacan de mi inocente plan literario. Yo no lo sé, pero en ese momento están batiendo récords de manifestantes detenidos. Desde las aceras, grupos de jóvenes increpan a esta comparsa de represión. Protestan por irregularidades en las elecciones municipales y piden libertad de expresión. Tengo tan claro que estoy de acuerdo con ellos como que necesito pasar desapercibido (una de las posturas políticas más extendidas en Rusia, por cierto). Así que sigo mi paseo hasta que un cordón policial me impide cruzar la calle Tverskaya. Pregunto a un agente si sabe qué ocurre. Nada, nada, todo está en orden, solo hemos acordonado las calles porque el presidente celebrará una reunión importante esta tarde, contesta. Mentira cochina, pienso yo, que sé que el presidente está en San Petersburgo.
Seguimos con algo de más actualidad. Febrero de 2022, también en Moscú. El presidente, Vladímir Putin, se reúne con el Consejo de Seguridad Nacional para debatir si reconocer la independencia de las repúblicas autoproclamadas de Donetsk y Lugansk. El director del Servicio de Inteligencia Exterior, Serguéi Naryshkin, insinúa que cabe dar una última oportunidad a los acuerdos de Minsk y Putin le pregunta si está seguro. Naryshkin tartamudea, reformula y se pasa de listo: de repente apoya incorporar ambas repúblicas a la Federación de Rusia. Putin, aunque parece Marlon Brando a punto de gritar «el horrooor» al final de Apocalypse Now, sonríe, le dice que no es eso lo que se discute y le da otra oportunidad para aprobar el examen: «Hable claro, Serguéi», lo acuna. A la tercera va la vencida y Naryshkin da el consejo acertado: sí a todo. En el pulso de los asistentes, los relojes delatan que el vídeo es en falso directo; es decir, se podría haber evitado la humillación a Naryshkin y disimulado semejante farsa.
Y esta patraña nos hace retroceder un par de siglos hasta la Crimea de 1867. Allí damos con Grigori Potemkin, el estadista, militar y amante de Catalina II que los cinéfilos conocen por el acorazado, pero que los rusos recuerdan por otro concepto: sus pueblos. La expresión «pueblos de Potemkin» hace referencia a todo lo que luce como nuevo para disimular un estado ruinoso. Así eran los escenarios que el mariscal diseñó de cara a la visita de su querida emperatriz a la península del mar Negro; con un movimiento de varita mágica y cartón-piedra, revestía las miserias que había dejado la guerra para que Catalina no tuviera que padecerlas. Un trampantojo cuya última filigrana reside en que la propia Catalina sabía que no veía más que un decorado.
Recapitulando: el dispositivo de seguridad que me sorprende en Moscú está tan bien montado como las visitas de Catalina II a Crimea, y tanto los mariscales que cercan las calles como las delicadas emperatrices que paseamos por ellas, todos sabemos que estamos en una mentira. Lo mismo ocurre en la reunión de Putin con el Consejo de Seguridad: sus protagonistas y sus espectadores son conscientes de que es una pantomima. Es más, todos saben que la otra parte también sabe. Nadie se molesta en disimularlo.
De ahí que la sonrisa que me ofrece el policía de Moscú y la pose despreocupada de Putin mientras denigra a su compinche sugieran que es mejor no discutir con psicópatas. Cabe preguntarse si ellos se creerán su mentira, pero que se queden tan anchos al soltarla descubre las distintas actitudes que los rusos muestran hacia una afirmación oficial: a) la aceptación sistemática si el emisor tiene más autoridad que el receptor; b) la indiferencia frente a lo que sea verdad o mentira y c) formar parte de un juego cuyos participantes asumen que está trampeado. Una última opción, más extrema, es d) pensar que la culpa es nuestra, que habremos oído mal. No son excluyentes y todas dejan en evidencia la conexión de los rusos con su democracia: muy lejana.
La palabra pravda
De la mentira, pasamos a la verdad: la pravda. El historiador Geoffrey Hosking considera que «la palabra pravda (verdad) es clave para la comprensión de la cultura rusa: significa no solo la verdad, sino también la justicia y lo que es correcto según la ley divina». La Rússkaya Pravda fue el primer código de leyes ruso, que se redactó a principios del siglo XII para perseguir las venganzas de sangre. La etimología nos remite al término pravo (derecha), al que, por una influencia religiosa también familiar para los castellanohablantes, se le atribuyen cualidades sagradas. De ahí procede también la prava, o el código de derecho que rige a la sociedad. Y esta misma raíz expresa que alguien tiene razón y que está en lo correcto: prav. Más adelante, el periódico Pravda sería el portavoz de la verdad oficial del régimen soviético.
Así, la prava como derecho, la pravda como verdad y la Rússkaya Pravda como ley expresan la voluntad de algo superior y, connotativamente, supeditan la verdad a la jerarquía. Si el monarca de turno configura sus leyes sentado a la derecha de dios, tanto estas leyes como sus órdenes serán irrefutables y, por definición, también serán ciertas. Una relación tan directa entre el poder y la verdad puede parecer idílica, pero no deja de ser ingenuo creer que la autoridad se vaya a mantener fiel a lo cierto y a lo correcto.
De hecho, otra palabra esconde un giro potemkiano: ístina define otro tipo de verdad, una verdad fundamental, irrebatible, material, como la gravedad o una operación matemática, por ejemplo. La verdad ístina (¿prístina?) relativiza, pues, la solidez de la verdad pravda, con lo que nos quedamos con una verdad incontestable (la ístina) y con otra verdad a medias (la pravda), que exige un componente de entrega y de carácter más espiritual. La relación con el poder consiste en una obediencia religiosa donde la fe se impone a la razón.
La ístina nos deja desprotegidos ante certezas abrumadoras, mientras que la pravda debe hacerlas comprensibles y dominarlas. La pravda es la verdad que conviene al poder y que sus súbditos deciden aceptar. La verdad es una cuestión de fe.
Protegednos de nosotros mismos
La Rússkaya Pravda culminó un proceso que, según las antiguas crónicas, comenzó en el siglo IX cuando los eslavos y fineses que habitaban parte de la Rusia actual invitaron a los varegos a que los gobernaran y pusieran fin a las luchas internas: «Nuestra tierra es grande y rica, pero no hay orden en ella. Venid y reinad sobre nosotros», les pidieron.
Fue la primera, pero no la última vez: «El pueblo llano acepta de buen grado a un gobernante fuerte que pueda defenderlo tanto de los agresores externos como de la explotación de sus amos», escribe Hosking. Por ejemplo, en 1564 Iván IV el Terrible también identifica las traiciones como uno de los grandes problemas para el avance social y decide ponerles fin chantajeando a su pueblo: culpa a boyardos y religiosos de impedirle gobernar y abandona Moscú con su séquito y sus iconos. «¿Cómo vamos a vivir sin un señor?», le preguntan sus súbditos mediante una carta. Entonces, Iván regresa legitimado para instaurar la temible Opríchnina, un régimen salvaje de represión dedicado a perseguir a presuntos traidores.
Con este despiadado ejército interno, Iván demostró su convencimiento de que, por ser el elegido de Dios, era el único mortal que podía recurrir al mal para lograr el bien. Y la tendencia continuó: a pesar de que los siglos XVII y XVIII fueron épocas de revueltas populares y el Estado no dejaba de subir los impuestos, «lo que más descontento producía eran las violaciones de las tradicionales normas morales de la jerarquía y autoridad legítimas bien implantadas en las comunidades, consagradas por el tiempo y basadas en la Rússkaya Pravda», recoge Hosking. Una vez más, el pueblo pide que se implemente la pravda sobre la ístina.
Esta doctrina (en absoluto ajena a los últimos cien años) de priorizar un fin eterno sobre desviaciones puntuales (siempre percibidas como traiciones) asentó una duradera tradición según la que el Estado ruso, para cumplir con sus difíciles obligaciones, debía ser duro y autoritario hasta el punto de violar las costumbres humanas y las leyes divinas. En esa línea, decidió priorizar los vínculos personales y las relaciones clientelistas sobre las leyes e instituciones establecidas.
El problema es que, cuando el poder no reside tanto en las instituciones como en las personas, estas pueden acabar dándose prioridad a sí mismos, a su familia o a intereses partidistas. Con los años, esa impredecibilidad impediría a Moscovia integrarse en el sistema diplomático europeo, ya sea por voluntad propia o por rechazo de sus vecinos. ¿A alguien le suena de algo?
Desde una Europa que cometió grandes masacres en nombre de Dios, que consintió largas e implacables dictaduras, que todavía conserva monarquías y somete al resto del mundo a sus antojos, es injusto otorgar a Rusia la exclusividad de esta visión absolutista del poder. La diferencia es su persistencia y sus mecanismos. Este aislamiento de Rusia frente a Europa evitó que el pueblo interiorizara las ideas del Renacimiento, portadoras de la ciencia, la razón y la crítica, y que acabarían modificando los hábitos políticos occidentales al imponer la lógica sobre la fe. Desde entonces, las reformas institucionales rusas, ya sean las de Pedro I o las de Lenin, no dejarían de ser como un decorado de Potemkin. Aunque las instituciones cobren forma de las democracias modernas, el Naryshkin de turno, como buen boyardo, siempre sabrá que el mejor consejo es el que su zar espera escuchar.
Estos principios llevaban siglos consolidándose: mientras se revolvían las entrañas y se reconstruía la forma de ser de Europa, Rusia quedaba traumatizada por la caída de Bizancio en 1453 e iniciaba su construcción como esa Tercera Roma capaz de salvaguardar los valores ortodoxos, principios que reafirmarían su identidad frente a las hordas invasoras y darían una razón de ser a su futuro. Esta visión religiosa impregna todas las escenas de la vida rusa, desde su configuración política hasta las confesiones íntimas de dos desconocidos en un bar, desde la jerarquía apabullante de una empresa hasta las supersticiones de los pasajeros de un tren. Mientras Europa trata de hacerse más y más pragmática, Rusia sigue tomando decisiones bajo un marco lógico diferente. Aunque las formas e instituciones sean parecidas, sus motivos y sus objetivos son místicos; su comprensión del espacio y del tiempo, bíblicos. También lo son sus sentimientos y sus valores, entre los que la lealtad y la capacidad de sufrimiento (más un mérito que una condena) destacan como lo más sagrado.
Los quintacolumnistas
«Yo soy jefe y tú, idiota», dice un refrán ruso.
«El poder solo se le otorga a los que se atreven a rebajarse a recogerlo», escribió el confesor de este país, F. M. Dostoyevski.
«En cuanto fuimos libres, nos dedicamos a hacer lo que queríamos: al arte, a los negocios, a viajar… y dejamos la política, que considerábamos un asunto sucio, en manos de gente sucia», confesaba a la BBC un periodista ruso ya exiliado.
«Ahora pago el haberme aislado de las noticias y de la política durante los ocho últimos años», me dice Sonya Alexándrovna, que se prepara para dejar esta «bloody Russia», como la llama, a la que detesta y ama por igual.
El reino de la Tercera Roma, el opositor se convierte en hereje y, como tal, merece el infierno; quien se atreva a desafiar a la autoridad y no colabore en su misión divina debe bajarse del barco. Así lo hace Sonya, que, acostumbrada a viajar, a la cultura y a la libertad, forma parte de esa «quinta columna de Occidente», esa clase que está «mentalmente con el enemigo» y se considera parte de «una casta y una raza superior», según los definía Putin en su airado discurso del 16 de marzo de 2022. Como ella, cientos de miles de rusos abandonan el país con resignación, pero con la esperanza de escapar del acto kamikaze de su propio Gobierno. El Estado, a su vez, los deja ir, contento de purgar una sociedad de infieles.
De puertas adentro, se entiende hasta qué punto la vida en Rusia se aprecia de una manera diferente, más volátil e instintiva, como a mano alzada. En este Moscú que apesta a Opríchnina (con unos 350 000 integrantes de la Rosgvardia, con una función inquisidora similar a la de aquel cuerpo medieval) hay muchos que se convierten a la nueva fe. Muchos otros se concentran en correr de cajero en cajero para intentar salvar lo que les queda y refugiarse en sus casas. Y todos los que no saben cómo irse, deben entregarse. Los rusos se resignan de una manera imponente, descorazonadora y conmovedora; participan de otra manera en la historia y, con su fe en la sudbá (destino), ponen su vida en manos ajenas. El mismo Putin, que justificó su Operación Militar Especial en Ucrania como algo inevitable, asume que la existencia no es controlable. Los humanos no son libres ni dueños de sí mismos. Y la pertenencia a ese ente superior, que en última instancia es lo que conforma este país, es también el sometimiento al mismo, sea una expresión del poder o una elevada percepción de la fatalidad, entendida como desgracia y como sino. Como un dios.
Esta visión del mundo se coagula en un aeropuerto semidesierto: mientras Sonya se exilia en un acto hereje y de confianza en el libre albedrío, a sus padres, no menos escépticos hacia el régimen, no les queda más que resignarse: las lágrimas durante la despedida no solo muestran su entrega espiritual, sino también un sacrificio carnal, de proporciones bíblicas.
El cuadro negro
En 1915, un Kazimir Malévich harto de hurgar en los esquemas establecidos por Occidente, que consideraba desfasados, renegó de todo e implantó un nuevo sistema estético. Con el suprematismo, cedió el valor de la representación visual a los sentimientos, expresados mediante formas geométricas. Al frente de todas las obras, su Cuadrado negro significaba, ante todo, una incógnita, que para muchos supone el anticipo visual de la Revolución de Octubre. Pero también se puede apreciar como una vuelta a los orígenes: Malévich alcanza lo revolucionario mediante lo más primitivo y lo más arraigado en el hombre. Y aunque crea un icono para el arte moderno, su Cuadrado negro no deja de ser precisamente eso: un icono religioso, como él mismo asume en su primera exhibición, al situarlo en el rincón tradicionalmente utilizado por los rusos como altar.
Mr. Black Square es como la serie The Puppet Master, de la BBC, se refiere a Vladislav Surkov, el principal ideólogo de la Rusia postsoviética. Después de aupar al Olimpo de los oligarcas a Mijaíl Jodorkovski, Surkov decidió seguir creciendo en la política, donde pronto se convirtió en uno de los máximos asesores presidenciales de Vladímir Putin. Desde ese poder en la sombra, hizo y deshizo a su antojo. Sus méritos pasan por arrasar a la oposición, por casar el autoritarismo con la élite cultural, por usar el lenguaje de los derechos humanos para reforzar la tiranía…, todo fusionado con las modernas técnicas de televisión, publicidad y relaciones públicas con que había triunfado en el campo empresarial. «Recortó y pegó el capitalismo democrático hasta darle el significado opuesto a su esencia», apunta Peter Pomerántsev en su libro Nada es verdad y todo es posible en la era de Putin. «Es más que un actor político. Es un esteta que firma ensayos de arte moderno, un aficionado al rap gangsta que tiene en su escritorio una foto de Tupac junto a otra del presidente». Como ejemplo de las contradicciones de la Rusia contemporánea, Surkov nos dirige de nuevo a la palabra pravda: «¿cómo puedes creer en algo cuando todo a tu alrededor cambia tan rápido?», pregunta Pomerántsev.
Y él mismo lo explica: «durante los últimos veinte años hemos vivido en un comunismo en el que nunca creímos, democracia, crisis financieras y mafia estatal y oligarquía, y nos hemos dado cuenta de que son ilusiones, de que todo es una cuestión de relaciones públicas». Surkov se aprovechó de esa incertidumbre con firmeza y solo algunas desviaciones puntuales lo delataron, como desveló en las revueltas de 2011 Mijaíl Projorov: «Hay un marionetista en este país que desde hace mucho tiempo privatiza el sistema político y desinforma al poder. Su nombre es Vladislav Yúrevich Surkov. La política de verdad será imposible mientras este tipo de personas dirijan el proceso político».
Surkov (u otros filósofos más populares como Alexánder Duguin) dan forma a la angustia de una población que vive en la incertidumbre. Modulan la realidad en un escenario donde lo importante no son los hechos. No importa si hay nazis en Ucrania; lo importante es si te lo crees. Y, si te lo crees, estamos en el mismo equipo. Devuelve la fe a la política de la misma manera que los populismos modernos tratan de hacerlo en Occidente.
Como el Cuadrado negro, Surkov surge de las dudas, del rechazo, y encuentra en lo más ancestral de la política rusa la verdadera revolución posmoderna.
De hecho, ya lo advertía el predicador Dostoyevski: «las revoluciones no operan rápidos cambios. Reconocer y confesar la falta, el pecado original, es todavía poco, poquísimo: es preciso desprenderse de ellos totalmente, y esto no se hace tan aprisa».
Conservadurismo vs liberalismo
Como a lo largo de toda la historia rusa, una vez más todo esto se concentra en Moscú. Volvemos al Sadóvoe Kaltsó, una avenida de doce carriles que rodea el centro. Por las noches, decenas de Mercedes y BMW de alta gama recorren su perímetro a toda velocidad. Como puestos de anfetaminas, llevan los intermitentes puestos y hacen sonar el claxon. De color negro y con cristales tintados, muchos de ellos carecen de matrícula. De las ventanillas salen banderas del ejército ruso y una Z blanca en los laterales muestra su apoyo a la guerra. Para ellos, una élite que no se deja ver, no hay normas; todo se les consiente si piensan como deben.
La escena es real, pero bien podría ser un extracto de la novela El día del opríchnik, de Vladímir Sorokin, la distopía que mejor caricaturiza (o predice) esta Rusia posmoderna, en la que se mezclan un sofisticado desarrollo con la mentalidad medieval.
Por su puesto, ni los rusos ni sus gobernantes utilizan este arcaico lenguaje religioso. En vez de Opríchnina, tienen la Rosgvardia; en vez de guerra o cruzada, ejecutan una precisa operación militar especial; en vez de infieles, combaten contra nazis y, en vez de fe en el destino, tienen confianza en su gobierno. Lo más primitivo, adaptado a las formas actuales. Como apuntaba Philip Sands sobre esta guerra, «una de las cosas que me pareció interesante es que se trata de un acto ilícito, pero que adopta el discurso de la ley para justificar lo injustificable». Así es cómo, una vez más, Rusia reunifica los significados de la pravda como verdad, como lo correcto y como lo legal.
La Rusia de Putin vuelve a invocar la pureza de sus valores conservadores y, como Tercera Roma, hace frente a la decadencia del liberalismo sodomita y drogadicto de Occidente. Dado el régimen de capitalismo salvaje y desregulación económica que devora Rusia, la llamada justicia social de esta democracia dirigida (según términos oficiales) no parece combatir el liberalismo financiero mediante un papel social del Estado. No. Esta contraposición entre conservadurismo y liberalismo va más allá: pone en jaque la definición más clásica de lo liberal como producto de la Ilustración, combatiendo la razón, la lógica y la libertad con las que esta doctrina enfoca las relaciones políticas. Una vez eliminadas, solo queda creer y volver a (o mantener) las formas de poder más primitivas. La pravda como verdad se reúne con esta remodelada Rússkaya Pravda como constitución, en la que lo correcto viene dictado por lo divino, por una jerarquía férrea. Las modernas instituciones y la vanguardia tecnológica que decora Moscú no son más que un escenario de Potemkin, un cuadrado (o agujero) negro que destila una naturaleza tan primitiva como revolucionaria es la vocación del putinismo.
Completamos así el paseo literario. Las pistas de El maestro y Margarita nos guían por el centro de Moscú hasta los vestigios de una ciudad estalinista en la que Woland, un antihéroe que encarna la maldad y la mentira de los años 30, todavía está muy vivo.
Gracias por el artículo.
Se ve que conoce bien el país, la lengua, los sacerdotes. Podrá ir lento, pero Rusia es tan banal y frívola como Francia, España, Italia, Alemania, Reino Unido e incluso USA (Dostoievski me perdone). No hay misterio: un tiranuelo, jóvenes que huyen y que no quieren morir por la «patria», una guerra imbécil que un día habrá de acabar. Estamos en el mismo bote. Putin se tragó el anzuelo, Ucrania perdida. Aparte de la sangre que ahora corre no hay mucha diferencia entre la dirigencia rusa y la nuestra. A Putin sólo quedan las termonucleares o una retirada honrosa. También puede ir a China y arreglarlo con el señorito. No creo que le convenga.
También en occidente nos tienen inmersos en la mentira.
Gracias por recordarnos la suerte que tenemos de ser los buenos.
Gracias por toda esa historia tan bien contada.
La verdad más evidente es que siempre pierden los mimos y siempre ganan los mismos, ojalá algún día esa verdad sea una gran mentira.
En Rusia qué «sencilla» la verdad, ¿verdad?.
Todo se reduce a que un cretino inseguro y acomplejado llamado Vladímir Putin ve las manifestaciones en la plaza Maidán y le entra el pánico imaginando algo parecido en la Plaza Roja; así que prefiere ver una Ucrania arrasada a bombazos antes que un estado pro-europeo y democrático en su patio trasero, no sea que los rusos le empiecen a pedir cosas raras como elecciones libres, medios no censurados y una economía en condiciones. El mensaje a sus vecinos es claro: aquí sois libres mientras no hagáis nada que me disguste, y al que se salga de la línea lo borro del mapa. Lo más gracioso es que se pensaba que invadir Ucrania iba a ser un paseo militar, con los ucranianos corriendo como conejos como el ejército afgano cuando los talibanes bajaron de las montañas. Cualquier militar con dos dedos de frente le podría haber dicho que eso era una locura, pero desgraciadamente los que contradicen al zar Putin tienen la mala costumbre de acabar con un balazo en el maletero de un coche o soplándose los dedos en un gulag de Siberia. Como decían en Juego de Tronos: «Hemos tenido la desgracia de soportar a reyes locos y reyes estúpidos, pero hasta que llegaste al trono los dioses nunca habían sido tan crueles como para maldecirnos con un soberano loco y estúpido»…
Hasta donde puedo recordar, aparte de su literatura, jamás escuché algo positivo sobre la Rusia antigua, la USRR y la actual. Después de los nazis los malos continuaban a ser ellos, pero es un pueblo como cualquier otro, y seguramente más sufrido. Y sobre Putín solo siento lo peor. Puede ser cierto lo que dicen de él, entonces sería el macho equivocado en el momento justo, pues así como a los EEUU no le gustaba tener misiles en su «patio trasero» y casi desata una guerra nuclear por tal motivo, tampoco a los rusos les gustaría tener ojivas nucleares de la Nato en Ucrania, con este machazo o con cualquier otro al poder. Las guerras continúan a ser una vergüenza para la humanidad, pero los poderosos no lo entienden así. En nombre de la sacrosanta libertad personal y de los negocios, no la de los demás y el respeto por el planeta, continuan a tratar de borrar del mapa un pasado socialista con la habitual rusofobia.
Muy interesante. Me ayuda a comprender el sentimiento trágico, el espíritu de sacrificio extremo de los personajes de la literatura rusa que yo leí
¿Quién ha dicho que la OTAN pensaba poner ojivas nucleares en Ucrania? ¿Putin? ¿El mismo Putin que dijo que esos doscientos mil soldados rusos en la frontera ucraniana estaban de picnic, y que los líderes occidentales eran un puñado de paranoicos por creer que pensaba invadir el país? ¿El mismo tipo que les dijo a su ejército que en Ucrania les recibirían con los brazos abiertos y como a libertadores? ¿El Putin que juró sobre una pila de biblias ortodoxas que nunca usaría a conscriptos en el campo de batalla? ¿Vladímir ‘Pinocho’ Putin?
La Otan nació para oponer militarmente a los países de occidente contra el bloque soviético, militarmente repito. Y si eres socio no puedes negarte a la instalación de ojivas nucleares apuntado a Rusia. Las guerras son una vergüenza para la Humanidad, pero ninguno de los dos bloques tienen el valor necesario para, antes que nada y por lo menos, cancelar el arsenal atómico de cada potencia. Es una lógica perversa, la continuación de una guerra fría de triste memoria pero en la actualidad peor porque sabemos poco de las cada vez más eficientes armas que continúan a desarrollar. Occidente tendría que aceptar una vez por todas que el Oriente tiene otro valores que no son los nuestros, como la China.
«c) formar parte de un juego cuyos participantes asumen que está trampeado.» Esa frase me recuerda algo:
«People in the park
Playing games in the dark.
And what they played
Was a masquerade.
From behind the walls of doubt
A voice was crying out,»
Lo mejor de todo es que nos parecemos mucho. A nosotros, nos salva nuestro feroz individualismo («Yo soy jefe, tú idiota»/»Idiota serás tú»). A ellos sólo les queda la resignación. Lamentable.