Tengo obsesión por la puntualidad, pero suelo llegar tarde a lo importante, a los hitos vitales, para ser exacta; con las citas normales no tengo problemas porque en ese caso los datos suelen estar bien especificados. Lo complicado no es estar en un lugar a la hora acordada de antemano, sino darte cuenta de en qué lugar deberías estar en un determinado momento sin que nadie te lo diga. A Jot Down, concretamente, llegué seis años tarde. O sea, que durante la mitad de la vida de esta revista yo no estuve aquí, solo leía desde fuera.
La ventaja de asistir a un acontecimiento como espectador es que hay matices o una cierta visión de conjunto que suele permanecer oculta o, simplemente, es imposible de ver para los que están dentro. Para mí, ver nacer a Jot Down fue la confirmación de una verdad que durante mucho tiempo ni siquiera pude imaginarme.
En el principio fue la repipi
Cuando has sido una niña con gafas y repipi desarrollas muy pronto un sexto sentido para saber cuál no es tu lugar, principalmente porque convives con el hecho de que, así de primeras, hay mucha gente a la que no le vas a gustar. Afrontémoslo sin acritud, los repipis nunca hemos caído bien. Es más: como crecí en los ochenta viendo en Verano azul cómo hacían escarnio de Piraña, me acostumbré a la idea de que ese lugar reservado para mí que todos soñamos con alcanzar de niños, es decir, un grupo de amigos con los que vivir aventuras en un pueblo de verano, posiblemente no existiese.
Quien ha pasado por la misma experiencia sabe que somos el colectivo más denostado desde la infancia. No hay un personaje repipi en toda la ficción que resulte atractivo, todos son un incordio. Para empezar, nunca son protagonistas, siempre son secundarios con una frase perfecta para hacerse odiar: hablan cuando no deben, advierten de los peligros aunque nadie les vaya a hacer caso y son el personaje que aporta el dato clave para resolver un crimen, pero al que nadie le dará las gracias porque el mérito se lo llevará otro.
Un niño repipi es, en el fondo, una criatura solitaria, alguien que ha aprendido a curtirse en la que sea su pasión: los libros, el arte, la música, la filatelia, los videojuegos, los insectos, la tecnología, los cómics, los superhéroes o la carrera espacial. Esta es la gran verdad tragicómica que se oculta bajo ese relato convencional que se ríe y menosprecia al diferente. Para un buen repipi no existen los límites: cuando algo le interese se preocupará de saberlo absolutamente todo, pasará por encima de las miradas de reprobación, de los padres avergonzados, de las visitas que se incomodan con este niño que dice «efectivamente» en lugar de sí y se sabe el nombre todos los dinosaurios. Sé que dicho así puede sonar exagerado, pero hemos aprendido en la ficción que nadie quiere tener cerca a un repipi y que, en caso de tenerlo, será siempre un fastidio, que no son divertidos ni interesantes. Cualquiera diría que hay una gran conspiración mundial en nuestra contra, una mano negra.
Por todo esto, siento inmediata simpatía por cualquier niño sabelotodo, y más si usa gafas; aunque mucho de ellos sean unos pedantes, estoy dispuesta a perdonárselo. Es inevitable, supongo: reconozco esa soledad. Además, sé que yo también he sido la sabionda de alguien, la niña impertinente. Confieso esto con una proporción de rencor prácticamente inofensiva; en realidad me parece una suerte ser así, aunque eso te inhabilite a veces para gestionar el gustar a los demás. Sumergirte durante horas en aquello que le fascina sin esperar la simpatía de nadie a tu alrededor y sabiendo que no vas a tener donde molar te hace fuerte y libre. Afrontar la vida adulta sin ese entrenamiento previo tiene que ser aterrador.
¿Y tú me lo preguntas? Gafapasta… eres tú
Admitámoslo ahora y ahorrémonos otros diez años dándole vueltas a esta cuestión: todos tenemos algo de gafapastas, incluso aquellos que usan el término para insultar, esos más que ninguno. Cuanto más ofendidos, más aspirantes a gafapasta. Y si no, pensemos por un momento: a quién no le gusta ser el primero en descubrir algo o hablar sin fin acerca de aquello que le apasiona. Forma parte de la naturaleza humana querer estar por delante, y a todos nos reconcome un poco cuando lo que nos hacía especiales pasa a ser de dominio público: nos parece que nadie lo va a entender como nosotros.
Esto incluye también a aquellos que odian con un nivel de vehemencia indistinguible del que mostraría un fan. Esa furia con la que destapan que fueron los primeros en decir que algo estaba sobrevalorado y repetir una y otra vez que lo que escribes no les interesa o que no es para tanto solo oculta un sentimiento de orfandad. Son fanes sin brújula, gafapastas buscando un hogar que te achacan todas las faltas que ellos mismos despliegan en sus ataques.
Aunque parezca una contradicción, tener un cierto impulso gafapasta es ser normal. Lo triste, lo verdaderamente triste, es no tener pasión por nada. No se libran ni aquellos que reivindican lo sencillo o lo popular como lo puro y se erigen en guardianes de las esencias. Suelen adoptar la pose audaz de quien va a decir una boutade, pero solo se comportan como un esnob clásico; dar a algo popular una categoría muy superior a la esperada es una extravagancia de señor decimonónico. Incluyamos en esta categoría a la gente que dice que la gastronomía moderna es un horror y que la cocina de verdad es un buen cocido, a los que se pelean por los ingredientes de la paella, a los que buscan el primer registro histórico de la tortilla de patata para zanjar la discusión de si lleva o no cebolla, a los que defienden que las novelas deben tener exposición, nudo y desenlace, a los que anuncian el fin de la literatura cada año, a los que miran al fútbol de modo intelectual y a los nihilistas que defienden que son veintidós tíos en calzones. Todos se comportan como creen que lo haría un gafapasta. Los delata la necesidad de justificar académicamente cualquier posicionamiento y la falta de ironía.
Un club que admita como socios a gente como yo
El problema o la suerte, según se mire, de ser algo, ya sea panadero, gafapasta o simplemente idiota, es que una vez realizada esa actividad o adoptada esa pose con una cierta consistencia durante el tiempo suficiente se convierte en estilo y, más adelante, en una forma de identidad. Yo diría que diez años después podríamos afirmar ya sin miedo a equivocarnos que la de Jot Down no era una pose o que, en caso de serlo, hace tiempo que se tornó una forma de ser y de estar.
Los repipis nos reconocemos entre nosotros, igual que lo hacemos los que fuimos niños gorditos con gafas. Una se pregunta si esto va a ser siempre así, si acaso ser diferente y sentir que lo que te gusta no le interesa a nadie cambiará en algún momento. En realidad, no cambia, solo que según pasa el tiempo la piel se vuelve cada vez más dura y te inmuniza contra cualquier cosa que te digan. Eso es madurar o, al menos, la mejor parte de madurar: que todo te dé igual.
Sería genial, como hizo Groucho Marx, poder decir que jamás pertenecería a un club que admitiese entre sus socios a gente como yo, pero para eso tendría que manejar, como mínimo, la fortuna de una estrella de Hollywood y su carrera de leyenda. Así que, mientras tanto, si tengo que pertenecer a un club, que sea a uno donde mi carácter y todo lo que me hace diferente sea un valor. Por eso la repipi que aún vive en mí nunca tuvo dudas. Desde el primer momento me reconocí en muchas de las voces que escribían en estas páginas y tuve el convencimiento de que este era mi lugar natural; era fatal como el destino que acabase escribiendo aquí. Y después de cuatro años la experiencia me confirma que el gafapasta cinco estrellas es aquel que antes fue un niño repipi. El gafapastismo nace y se hace.
Rechace imitaciones
La diferencia fundamental entre el repipi que se convierte naturalmente en gafapasta profesional y el arribista de imitación es que al auténtico le va a dar igual que lo entiendan o no, porque ya ha tomado su posición hace tiempo, ya sabe perfectamente quién es y convive bien con que lo ignoren o incluso con que lo ataquen. Si se encuentran a alguien desplegando una pedantería último modelo y, al mismo tiempo, ansias de agradar o de convocar a su alrededor una congregación de fieles, desconfíen, es una trampa. Hay que tener el oído fino y la vista bien graduada para diferenciar el artículo en profundidad de la turra, la retórica de la homilía y el ser del parecer.
Para quienes crecimos sintiéndonos distintos, descubrir que una cualidad de carácter que te llevó al ostracismo te hace molar resulta casi contraproducente y empiezas a desconfiar de si realmente estás siendo tú mismo. Como si fuese un superpoder, que esa misma naturaleza se use para insultarte es casi como volver a casa. La próxima vez que sienta la tentación de atacar a un gafapasta piénselo dos veces. Piense, sobre todo, si quiere quedar como esos niños resentidos que se meten con el gordito, el de las gafas, el diferente. En el fondo no hay tanta distancia entre lo que somos hoy y lo que éramos en el patio del recreo. Ser elegido como blanco perfecto quiere decir que hay algo en ti que incomoda o extraña a los otros. Eso es exactamente lo que significa ser diferente.
A un gafapasta de verdad le da igual, no sigue modas porque esta es su manera de estar en el mundo y detecta perfectamente a los infiltrados, se los ve a la legua y causan el mismo efecto que la ficción a los niños repipis. ¿Quién se acuerda ahora de los hípsters, aquellos que durante años se identificaron erróneamente con los gafapastas, que hoy en día prácticamente han desaparecido y nosotros seguimos aquí hablando de nuestras cosas? Señores atildados como la madre de Brian para ir a una lapidación que ahora estarán planchándose el chándal y poniéndose los oros. Estar en su piel tiene que ser agotador.
Decía Oscar Wilde que la naturalidad es la más difícil de las poses, y yo me atrevo a añadir que es la única que resulta confiable. Por eso, por favor, no dispare al gafapasta y rechace imitaciones.
Un beso muy fuerte, Bibiana.
Yo también soy un gafapasta.
Que se ha empañado con una emocionada lágrima,
Eres genial.
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