Todas las tumbas deberían mirar al mar, que es el morir. Orientarse como una aguja imantada hacia la travesía que comienza. La del cambio de estado, la del cuerpo que vuelve a la tierra como la mierda al ancho azul. Y desde el agua las almas, si es que las hay, verán sus lápidas como cuando los pescadores leían las noticias en las fachadas de sus casas de colores. Una sábana blanca anunciaba la muerte de un pariente. «Lamento que haya muerto». «¿Cómo dice?». «Sí, ¿no ve allí su lápida, al lado de la mía?».
La palabra cementerio deriva del griego koimeterion y significa literalmente «lugar en el que se duerme». El término sustituyó a necrópolis («ciudad de los muertos») cuando el cristianismo impuso su visión de la muerte como un sueño, una sala de espera al más allá. El primer depósito de cuerpos del que se tiene constancia existió hace aproximadamente cien mil años en las cuevas del monte Carmelo (Israel). Las comunidades nómadas que habitaron en ellas empezaron a guardar los cuerpos de sus difuntos en pequeños pozos excavados en la piedra. Las cuevas eran puntos de reunión de los cazadores. «No había distinción entre el espacio en el que vivían, dormían y comían los vivos y donde colocaban a sus muertos», explica Paul Pettit, profesor de Arqueología Paleolítica de la Universidad de Durham (Inglaterra). Los cementerios más parecidos a los actuales surgieron cuando los humanos dejan de ser nómadas, hace unos diez mil años. Los enterramientos reforzaban los lazos de pertenencia con la tierra y eran lugares de conmemoración.
La función de las necrópolis no ha cambiado mucho desde entonces. Aunque sí lo haya hecho la legislación —con indicaciones precisas sobre cómo manipular e inhumar los cadáveres— y el negocio que ha florecido a su alrededor. «Morirse es barato, lo caro es que te entierren», contaba Jesús Pozo durante una visita al tanatorio de la M-30. El escritor sostenía una urna decorada con el escudo de un equipo de fútbol; costaba seiscientos euros hace unos años. La representación del duelo —porque es eso: un teatro, un drama en varios actos— también ha cambiado. Del velatorio instalado en la casa del muerto, con el finado expuesto en la cama durante varios días, hasta la catarsis compartida de las redes sociales. Hace tres años murió uno de mis contactos, tenía veinticinco años. La gente aún sube fotos a su muro de Facebook y le felicitan los cumpleaños.
Los cementerios, como los mausoleos digitales, son lugares para los vivos. «¿Vais a ver a vuestros padres y a vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos?», escribía Larra en su «Día de Difuntos de 1836». El columnista se refería al «cementerio» político que era Madrid en el siglo XIX, pero olviden eso. Larra seguía: «Ellos viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte […]. Ellos, en fin, no reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y esa la obedecen». Ellos no pagan impuestos ni van a la guerra, decía.
Las lápidas, como plantar un árbol, escribir un libro o tener un hijo, son ficciones de permanencia. Si no, ¿qué sentido tiene seguir ocupando espacio en la tierra? El 2015, el 35 % de las personas que fallecieron en España fueron incineradas, más en las zonas urbanas que en las rurales. Hace tiempo leí la historia de una antigua maestra de pueblo que no quiso ni una cosa ni la otra. Como último gesto hacia los vivos rellenó un formulario para donar su cuerpo a la ciencia. Para seguir enseñando después de irse. Eso sí que es trolear a la muerte.
Y ahora muévanse para ver muertos. Pueden empezar por estos ocho cementerios. No son los más vistosos ni los más ilustres, pero todos tienen una historia. Y algunos miran al mar.
Cementerio de Luarca (Asturias)
El mar que siempre está empezando
El de Luarca tiene mucho de aquel lugar que inspiró a Paul Valéry para escribir El cementerio marino (1931). La necrópolis asturiana no comparte historia con la de Saint Charles de Seté, ciudad natal del poeta, pero sus lápidas contemplan los mismos versos en el horizonte:
Ese techo tranquilo —campo de palomas—
palpita entre los pinos y las tumbas.
El meridiano sol hace de fuego
el mar, el mar que siempre está empezando…
¡Es recompensa para el pensamiento
una larga mirada a la paz de los dioses!
El cementerio de Luarca está situado en lo alto del promontorio de la Atalaya, junto a la ermita de Nuestra Señora la Blanca y el faro construido sobre un antiguo fuerte defensivo. Las lápidas blancas dominan el puerto de punta a punta, de la Encoronada a la de Argumoso. En una de ellas descansa el nobel Severo Ochoa. Un pequeño pinar abraza el recinto, construido a principios del siglo XIX en varias alturas, con los mausoleos en la zona más elevada y las balconadas mirando al este. Desde el espigón, los nichos parecen panales blancos. Una tapia alta separa el cementerio de la carretera del faro. Las memorias del general Ángel Ramos (1904-1996) recogen una escena de la guerra civil: «Los reos fueron puestos mirando a la pared del cementerio […]. Iban solamente atadas a la espalda sus manos, teniendo los pies libres. Se formaron los piquetes, el alférez dio la voz de ¡fuego! Los soldados dispararon y los reos, en lugar de caer, salieron corriendo con las manos atadas a la espalda. Se conoce que ningún soldado apuntó a dar. Huyendo se fueron a las rocas de los acantilados cercanos, empezando entonces una cacería humana, persiguiendo a los fugitivos los soldados, algunos guardias y demás personal que habían ido a presenciar la ejecución. Lograron escaparse tres de los reos». Pese al recuerdo de las balas,
¡Qué pura luz en su esplendor consume
tantos diamantes de impalpable espuma
y qué paz entonces se concibe!
Cementerio civil (Madrid)
El club de la lucha
Hoces y martillos tallados en piedra; frases de Lenin sobre mármol; menorás y estrellas de David; inscripciones en alemán, ruso y japonés; epitafios como el de Marcelino Camacho («Ni nos domaron, ni nos doblaron, ni nos van a domesticar») y versos de Miguel Hernández: «Sonreídme, que voy a donde estáis vosotros los de siempre». Todo junto y bien revuelto en la parcela que Madrid puso a disposición de la carne en reposo de ateos, masones, suicidas, comunistas, judíos y protestantes hace un siglo y medio. Descansan, entre otros, Pablo Iglesias (el fundador del PSOE, en un mausoleo de granito rosado), Dolores Ibárruri, Nicolás Salmerón y Francesc Pi y Margall (presidentes de la Primera República), Pío Baroja y Francisco Giner de los Ríos. Quien quizá no descanse tanto sea Johannes E. F. Bernhardt —general nazi que apoyó el golpe militar de 1936 y, tras la Segunda Guerra Mundial, se quedó en España al abrigo impune del generalísimo—. Su cuerpo está enterrado a unos metros de la Pasionaria. Maravillas Leal, una joven de veinte años que se suicidó en 1884, ocupó la primera tumba del recinto civil de la recién construida Necrópolis del Este. Alfonso XII inauguró el recinto el mismo día en que la joven fue inhumada. El conjunto funerario, incluida la parte católica (Nuestra Señora de la Almudena), recibió el sobrenombre de Cementerio de Epidemias por motivos obvios. En 1883, una Real Orden —basada en una ley anterior de 1855— obligó a los municipios de más de seiscientos habitantes a construir cementerios o ampliar los ya existentes con un espacio reservado a los no católicos. La llegada de la democracia acabó con la segregación «obligatoria» de las tumbas.
Aunque no sea vecino de este cementerio, sino del de San Justo, merece la pena recordar que, al contrario que los suicidas como Maravillas, Mariano José de Larra fue enterrado en suelo cristiano. El romántico, muerto mitad por amor y mitad por un disparo en la sien (1837), fue enterrado en sagrado en el cementerio del Norte. Después fue trasladado varias veces, hasta su tumba actual.
Cementerio de San Cristóbal (Comillas)
Gótico y modernista
La historia es bien conocida en Comillas. En algún momento del siglo XVI o XVII, durante una misa de domingo, el administrador del duque del Infantado se enfrentó a los feligreses a costa de unos asientos reservados en la iglesia. Una mujer se negó a levantarse porque en la casa de Dios, mire usted, todos somos iguales. La disputa siguió hasta que el jefe del Concejo abandonó el templo seguido del resto del pueblo. Los feligreses decidieron construir otra iglesia, una «sin privilegios», y el antiguo templo gótico quedó abandonado hasta principios del siglo XVIII, cuando se convirtió en el cementerio de Comillas. Unas décadas después el recinto se quedó pequeño y el marqués de Comillas encargó al arquitecto Lluís Domènech i Montaner la reforma del camposanto. El catalán diseñó un muro bajo, rematado con cruces y pináculos modernistas, que permitiese ver las ruinas originales de lejos. También perforó las paredes del antiguo templo para crear dos grandes arcos que se abren al mar.
Desde lo alto de la iglesia una escultura de Josep Limona vigila las tumbas. Tiene las alas desplegadas y una espada en la mano derecha; si es un ángel guardián o exterminador depende del punto de vista. La Vanguardia publicaba en 1895: «[…] aquella imagen, de actitud descompuesta y de colérica expresión, no representa el ser angélico que custodia con celestial serenidad, tranquilo en la eficacia de su misión divina, sino una criatura huraña y desaforada que, en vez de guardar, acecha, inquieta, provocadora, furiosa […]. Llimona ha padecido una equivocación. Su estatua podía ser, en todo caso, el ángel tremendo del juicio final o el que lanza del paraíso a nuestros primeros padres. Nunca el custodio de las ruinas silenciosas, nunca el que vela la paz de los sepulcros cristianos». En el croquis realizado por Domènech en 1893 había dos ángeles, uno de pie y otro sentado, pero en algún momento cambió de opinión.
Un arco de piedra rosada —blanda, corroída como un rostro con viruela— se eleva sobre la puerta de entrada. A ambos lados hay una invocación a la Virgen y la inscripción AM (Ave María). La cancela de hierro está decorada con lirios y adormideras, invitación al sueño eterno. En la franja superior hay un memento mori que se cae a pedazos, letras góticas recortadas en chapa (Memo resto / juditii mei / heri mihi / hodie tibi) cuya traducción sería: «Acuérdate de mi condición pues esta será la tuya. Yo ayer, tu hoy».
Cementerio alemán de Yuste (Cáceres)
Muertos de otras guerras
A finales de los años 70, una alemana residente en Mallorca recibió un encargo insólito: localizar los cadáveres de unos doscientos soldados alemanes de la Primera y Segunda Guerra Mundial, exhumarlos y llevarlos a un pueblo de Extremadura. Insólito no por la tarea en sí, sino por lo que dice de un país la forma de tratar a sus muertos. Gabriele Poppelreuter recorrió sesenta y ocho cementerios durante tres años, la mayoría de ellos cerca de la costa. En 1983, el embajador alemán en España inauguró el cementerio militar de Cuacos de Yuste: ciento ochenta tumbas colocadas en una cuadrícula perfecta, marcadas con una cruz de granito oscuro, todas iguales, todas rodeadas de alcornoques y olivos. Una placa anuncia a la entrada: «[Los soldados] pertenecieron a tripulaciones de aviones que cayeron sobre España, submarinos y otros navíos de la armada hundidos. Algunos murieron en hospitales […]. Sus tumbas estaban repartidas por toda España, allí donde el mar los arrojó a tierra, donde cayeron sus aviones o donde murieron». De los que acabaron en Yuste, veintiséis participaron en la primera guerra y ciento cincuenta y cuatro en la segunda; veinticinco tumbas están vacías (in memorian) y ocho no tienen nombre. Casi todos rondaban los veinte años.
El cementerio fue creado por la Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge, una organización que recupera y mantiene las tumbas de los militares fallecidos en el extranjero. «Con frecuencia se cree que los muertos de la Legión Cóndor —que bombardeó Guernica— están enterrados aquí. No es así: sus cuerpos fueron llevados a Alemania en 1939 y enterrados en los cementerios civiles de sus familias», aclara. Los alemanes eligieron este lugar porque fue allí, junto al monasterio de Yuste, donde el emperador Carlos I de España (y V de Alemania) se retiró después de abdicar. Estaba corroído por la gota y esperaba que el clima mejorase su salud. Murió de paludismo en 1558. Años después fue trasladado al Panteón de los Reyes en El Escorial.
Cementerio de La Muedra (Soria)
Tumbas sin pueblo
Las verjas de hierro siempre están abiertas. Tras ellas, cerca de treinta tumbas se hunden en la maleza. «Entre las lápidas salen unos níscalos enormes y jugosos», me cuenta un amigo soriano. También hay un mausoleo financiado por los hijos de la aldea que habían emigrado a Argentina. Los indianos, les decían. Hace setenta y cinco años, el pueblo al que pertenecían los cuerpos desapareció bajo el agua. Los últimos vecinos abandonaron sus casas el 30 de septiembre de 1936. «¿Ya vienen los ingenieros a echarnos?», preguntaban desde que empezaron las obras del embalse de la Cuerda del Pozo, que regula el cauce del Duero cerca de su nacimiento. Las casas fueron demolidas, los muedranos recibieron una pequeña indemnización y la mayoría se trasladó a Vinuesa, el pueblo más cercano. Cuando el pantano fue inaugurado en 1941 —con retraso, debido a la guerra civil— lo único que quedó a salvo fue el cementerio, ligeramente elevado sobre una colina. Un pequeño recinto abandonado, con cruces de forja de la antigua fundición del pueblo y un rollo —una columna de piedra coronada con una cruz— frente a la entrada. El símbolo fue trasladado de la plaza del pueblo al cementerio, metáfora de una lápida común para todos sus habitantes. En las pocas fotos que quedan del pueblo, dos mozos con boina se agarran al rollo. Parece domingo. «La gente sigue visitando las tumbas», me explican. Al lado del camposanto, escondidos junto a un camino que discurre en la margen del pantano, quedan otros dos vestigios fúnebres sumergidos en el agua: el campanario de la iglesia, que en años de sequía emerge completo y desnudo (sin campanas, sin reloj), y cinco arcos de piedra de la fundición (la Numantina) que asoman como una serpiente de río.
El cementerio de Teresa (Lleida)
El más pequeño del mundo
Teresa murió hace cien años, pero se había ganado el infierno desde el día en que se juntó con Francisco. Eran primos carnales. La pareja necesitaba una dispensa eclesiástica para «anular» su pecado y casarse en la iglesia. Como no pudieron pagarla no fueron bendecidos por el párroco. En 1916, cuando una neumonía se llevó a Teresa a la edad de Cristo, el cura se negó a enterrarla en el cementerio de Bausén. La ley canónica privaba de sepultura eclesiástica a los apóstatas, masones y excomulgados, a los que se suicidaban «deliberadamente» —por ira o desesperación—, a los que pedían ser incinerados —¿cómo entonces iban a resucitar sus cuerpos?—, a las parejas en pecado y a los matrimonios civiles. El destino de sus restos era, en teoría, un espacio apartado dentro del camposanto (el corralillo). Pero en la práctica muchos cuerpos acababan en un agujero en el monte. «Pretendieron condenarla al olvido y el tiro les salió por la culata», señala la escritora Nieves Concostrina, a quien debo esta historia. Los vecinos buscaron un lugar tranquilo a un kilómetro del pueblo y construyeron un cementerio para ella. Un recinto con su murito de piedra, su cancela de hierro y sus árboles dando sombra a la tumba de Teresa. Dicen que lo construyeron por la noche, a espaldas del cura. La lápida tiene dos inscripciones, la de su marido —«Rercuerdo a mi amada Teresa, que falleció el 10 de mayo de 1916 a la edad de treinta y tres años» (sic)— y la de sus hijos —«A nuestra querida madre». Francisco no reposa con ella. Emigró a Francia tras la guerra civil y a su muerte fue enterrado en Toulouse.
Cementerio de las Columbretes (Castellón)
No man is an island
Illa Grossa es el islote más grande de las Columbretes, un archipiélago volcánico situado a cincuenta kilómetros de la costa de Castellón. En 1892, el hijo de un farero murió después de ponerse enfermo. Tenía dos años. Fue el primer cuerpo de un cementerio que aún no existía. ABC publicó la historia en 1965: «No había teléfono ni radio para solicitar ayuda a nadie. No pasaron barcos aquella mañana. Ni a la mañana siguiente. Ni a la otra… El torrero fabricó un ataúd, cavó una fosa en la caliente arena que se extendía sobre la roca y enterró a su hijo. Luego levantó una tapia alrededor y encima de la tapia colocó una cruz de madera». La inscripción de la lápida es la siguiente: «O. D. M. El ángel Miguel Garau suvió al cielo el 26 de marzo de 1892 a la edad de 26 meses. Sus desconsolados padres le dedican este recuerdo» (sic). En el pequeño cementerio hay otras cuatro tumbas: la de un bebé de tres meses (1907), la de un torrero (1908), la de una niña de once años (1920) y la del artista Alfonso Trillo Capi (1997), que durante un tiempo fue guarda del parque de las Columbretes. España colonizó las islas y construyó el faro a mediados del siglo XIX. Hasta entonces había sido un enclave de pescadores, contrabandistas y piratas. Griegos y latinos lo llamaron Ophiusa y Colubraria, nombres que hacían referencia a la cantidad de serpientes que había en los islotes. En 1975 el faro se mecanizó, el archipiélago quedó vacío y hasta 1982 sirvió como campo de pruebas de los ejércitos español y estadounidense. Seis años después fueron declaradas parque natural.
El cementerio más desolador situado en un islote quizá sea el de la isla del Rey Francisco, en el archipiélago de las Chafarinas. Orientado a la costa de Marruecos, el recinto tiene unas doscientas tumbas cubiertas de azulejos blancos de antiguos habitantes, marineros y presos —políticos y militares desterrados, así como rebeldes rifeños—. La tierra es árida, los muros están enfermos de salitre y las gaviotas han cubierto el suelo de excrementos. Las islas dependen del Ministerio de Defensa, que organiza también las visitas al cementerio.
Cementerio moro (Granada)
Cuerpo a tierra
La rauda de Granada fue construida en 1936 para enterrar a los soldados rifeños que lucharon en el bando sublevado durante la guerra civil. Cerca de cien mil hombres fueron reclutados en el protectorado de Marruecos a cambio de ciento ochenta pesetas al mes, comida y derecho al pillaje. Para el régimen eran voluntarios que «impregnados del amor y la cultura que en ellos ha sembrado España, acudían en socorro inmediato al escuchar los clarines de la llamada de Occidente». Unos veinte mil murieron en combate. Un centenar fue enterrado en la dehesa del Generalife, con vistas a la Alhambra, cerca de aquella otra rauda —cementerio— donde descansan los reyes nazaríes. A la guerra siguió el abandono hasta los años ochenta, cuando volvió a usarse de forma irregular. El Ayuntamiento y la comunidad musulmana llegaron a un acuerdo en 2002 y el cementerio se reformó en 2008. Actualmente está gestionado por la mezquita At-Taqwa («Temor de Alá»). Los entierros siguen el rito tradicional. El cuerpo se lava, se cubre con telas blancas, se coloca sobre el costado derecho, orientado a la Meca y en contacto con la tierra. «De ella os hemos creado, a ella os devolveremos, y de ella os haremos surgir de nuevo», indica el Corán. Pero esta práctica colisiona con las normas de sanidad mortuoria de las comunidades autónomas, que exigen el uso de féretro. Andalucía es la única región que contempla oficialmente «los ritos religiosos del fallecido» siempre que no haya un riesgo sanitario (cadáveres con cólera, rabia o contaminación radioactiva).
Sevilla, Zaragoza y Asturias también tienen cementerios de guerra. El de Barcia, absorbido por el bosque, esconde unos trescientos cuerpos. Los miembros de la Guardia Mora de Franco durante la dictadura fueron enterrados en Griñón (Madrid). El único cementerio islámico del centro de España funcionó al margen de la ley hasta 2014. El Ayuntamiento lo reformó y ordenó el uso de «bolsas estancas o ataúdes de cinc» dentro de fosas revestidas de hormigón. En el resto de la península, los musulmanes tienen espacios reservados en algunos cementerios corrientes. Cuando pueden, repatrian sus cuerpos. Cuando no, echan tierra dentro de los ataúdes para intentar seguir la tradición.
Cementerio de Finisterre (A Coruña)
No es lugar para muertos
La idea quedaba bien sobre el papel: una necrópolis sin muros, sin parafernalia religiosa, integrada en un paisaje sublime, el último cabo de la tierra conocida. Un cementerio que curiosamente es un prólogo (el de un acantilado) y un mirador al llamado «mar de dentro» (el pedazo de Atlántico contenido entre el cabo de Fisterra y la punta dos Carballiños). Una obra con la que César Portela fue finalista del premio Mies Van der Rohe de arquitectura contemporánea: catorce cubos de granito con doce cámaras funerarias cada uno, además de otros tres que albergarían el tanatorio, la capilla y la sala de autopsias. «Esta es la arquitectura en la que me reconozco plenamente: cada vez más desnuda, cada vez más sencilla, cada vez más trascendente, cada vez más personal y a la vez menos personalista […]».
La práctica fue otra cosa distinta. A los vecinos de Finisterre no les convencen los cubos: el nuevo cementerio estaba lejos, disperso, azotado por los vientos de la costa da Morte, cosa mala incluso para los huesos de los difuntos. Portela terminó el cementerio en el año 2000 y desde entonces ha sido un cadáver político. La burocracia y la falta de dinero lo condenaron a la inutilidad. El primer inquilino que tuvo fue un peregrino que en 2011 abrió uno de los nichos, guardó sus bártulos dentro y vivió allí durante dos meses, hasta que el Concello selló la cámara. Algún que otro okupa «de las más diversas latitudes» (Modesto Fraga dixit, portavoz de BNG) se ha dejado caer por allí de vez en cuando.
Al cementerio le falta humanidad. La Topografía, el Silencio, la Ausencia y la Memoria en mayúsculas de las que habla Portela no hacen de los bloques un lugar acogedor. No por ahora. Si hay una tumba que da más miedo que la propia quizá sea la de la tradición. La del lugar reconocible en el mundo. La del hogar en cierto modo. Encuentro una crítica que entronca con esto. Es de una fuente prosaica, un blog de arte cualquiera, pero verán que viene a cuento: «¿Debe la viuda de ochenta años ir a llevar flores en invierno a un lugar sin resguardo en una ladera permanentemente golpeada por el océano? En caso afirmativo, ¿[es] solo para abuelas gafapasta?».
Soy de los que, cuando viajan, procuran visitar algún cementerio. Al fin y al cabo suelen ser lugares hermosos, tranquilos y en los que se puede aprender historia.
Guardo fotos de muchos, pero recuerdo especialmente el de Deià (Mallorca), con su vista al Mediterráneo; el cementerio alemán de Glencree (Irlanda), el primero militar que visité; el cementerio de Howth (Irlanda), alrededor de una iglesia en ruinas, con vistas al mar y con sus cruces celtas; el cementerio judío de Niza (Francia), el primero de esa religión que visité y con vistas al Mediterráneo; el cementerio protestante de Santander, una parcela mínima dentro de la ciudad; el cementerio de la isla griega de Chalki, con velas encendidas por la noche como si los huéspedes fueran a celebrar una verbena, y también con vistas al Mediterráneo; y el cementerio musulmán de Rodas (tambien en Grecia), mi único cementerio de esa religión hasta la fecha y hogar (en vida) del escritor Lawrence Durrell en su momento.
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