«Chicos, no lo intenten en sus casas». Ese era el mantra del programa. Lo repetía Rodolfo Di Sarli, el relator, una o dos veces por bloque. Era un precario disclaimer, una descascarada cláusula de exención de responsabilidad para evitar, sin éxito, que en la semana llegaran al canal cientos de cartas de madres indignadas porque se había lastimado uno de sus hijos imitando a los luchadores.
La gracia estaba en intentarlo en nuestras casas. Probar una «doble Nelson», una «tijera voladora», una «toma manubrio», una «maroma» o un «cortito» con un amigo o un hermano. Somos de la generación que rompimos varios elásticos de camas con las tomas de los titanes.
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Titanes en el Ring era mucho más que un programa de televisión. Era un mundo. Autónomo, con reglas propias, con buenos y malos, con injusticia, con fantasía, con alegría, con incertidumbre. Un mundo en el que una vez por semana nos internábamos. No hubo nada igual, ni antes ni después. Era un evento deportivo, un número circense, un espectáculo, un momento artístico. Todo eso al mismo tiempo. Alguien lo llamó «ficción deportiva». No está mal. Pero habría que aclarar que en la ficción no están en juego los conceptos de verdad y mentira. La ilusión y la energía que provocaban los titanes eran, qué duda cabe, reales.
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Me propuse no buscar vídeos en YouTube. Voy a utilizar como fuente los libros escritos sobre el tema (El gran Martín, de Daniel Roncoli, con sus casi ochocientas páginas es una especie de Biblia de Titanes), revistas viejas y, por supuesto, mis recuerdos. No quiero enfrentarme a lo que creo inevitable. No quiero descubrir que todo estaba mal hecho, que se le veían los hilos, que solo resistía la mirada de un chico de entre ocho y diez años de las décadas de 1970 y 1980 (que, se sabe, eran infinitamente más ingenuos que los actuales).
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Saquémonos rápido de encima los datos duros, la (imprecisa) información biográfica. Martín Karadagián nació en 1922. Era hijo de un matarife armenio y de una española ama de casa. Vivían en el conventillo más populoso de San Telmo. La vida era dura. El padre era muy duro. Martín trabajó desde chico vendiendo carne con él. Después lustró zapatos. Con sus primeros ahorros compró algunos cajones de lustrado y puso a otros chicos a trabajar para él. Un empresario precoz. En el medio descubrió la lucha grecorromana en la Asociación Cristiana de Jóvenes. Era fuerte, más que los demás. Alguien lo llevó a luchar a torneos internacionales. Triunfó en certámenes infantiles y luego fue campeón mundial en la categoría de cadetes. Al tiempo, después de atravesar la adolescencia, se presentó ante el Hombre Montaña, el líder del espectáculo de catch as catch can (así se llamaba la disciplina) que triunfaba varias veces por semana en el Luna Park. No le prestaron atención. Era demasiado bajo.
Hasta que un día golpeó la puerta de la oficina del show, que quedaba en un quinto piso, cargando dos medias reses, una en cada brazo. Le preguntaron cómo había subido. «Por la escalera», respondió con naturalidad. Al día siguiente comenzó a entrenar con ellos. Al poco tiempo era una de las atracciones principales. Hasta que, tras el retiro del Hombre Montaña, Martín Karadagián quedó al mando de la compañía y compró el negocio. Los demás habían menospreciado su ambición. Todavía faltaba para los Titanes en el Ring. Pero ninguno de estos datos son demasiados fiables. Repetimos la leyenda que él construyó.
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En 1962 firmó contrato con Canal 9. Como maniobra publicitaria hizo una pelea en un estadio contra el Capitán Piluso. Esa primera temporada de Titanes fue un éxito. Todavía eran pocos los personajes. Con el paso del tiempo fue ganando en imaginación y fantasía. Karadagián era un empresario voraz. Quería controlar todos los aspectos del negocio. En el ring hacía de malo. Abajo, también. Tenía emprendimientos en la construcción, joyerías, garajes y decenas de propiedades. En 1971 estuvo preso casi nueve meses. Parecía que su carrera se había acabado. Pero al año siguiente produjo con la temporada de unos renovados Titanes uno de los más grandes sucesos de la historia del espectáculo argentino. Los números del rating eran los más altos de su carrera. Salieron figuritas, discos, los muñequitos de los chocolatines Jack, remeras, juguetes. Fue el primer programa de televisión con merchandising. Se presentaba en vivo los fines de semana, hizo temporada en Mar del Plata, cerró el año en el Luna Park y filmó una película. Durante más de una década, ese nivel de actividad y de éxito lo acompañará.
Era ambicioso. No tenía miedo de arriesgar. Cuando se dio cuenta de que pelear contra exboxeadores famosos rendía en la taquilla y le brindaba espacio en los medios, buscó al más importante de todos, a Joe Louis. Pero «el Bombardero de Detroit» ya estaba demasiado deteriorado. Contrató a otro excampeón de los pesados, Primo Carnera. También luchó contra Gatica, cuando «el Mono» estaba en plena caída. En 1976 había iniciado negociaciones con Ringo Bonavena, pero los hombres de Joe Conforte terminaron ese sueño.
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Había tres categorías de luchadores. Por un lado, estaban los buenos: aquellos que siempre cumplían las reglas, los que oficiaban de ejemplo. Los otros eran los malos. Eran capaces de todo. No conocían los límites. Y muchas veces las malas artes, las artimañas y la deslealtad les funcionaban.
En Titanes, como en la vida, no siempre ganaban los buenos. Había trampas, jueces venales, terceros que ingresaban al ring para dar vuelta a una pelea. Algunos nunca cometían una infracción. Otros siempre estaban fuera del reglamento.
La tercera era una categoría de uno solo: Martín Karadagián. Mi Karadagián, el de fines de los años setenta y principios de los ochenta, se daba el gusto de oscilar entre las dos actitudes. Pegaba con los boxeadores tocando las cuerdas, se burlaba de los rivales, aprovechaba cada ventaja y se negaba a aceptar la autoridad del árbitro. En sus inicios en el catch y en Titanes, Martín era el campeón, pero era malo. Luego, tras el nacimiento de su hija, transformó su personaje, se volvió más bueno, pero siempre mantuvo un juego fronterizo entre la trampa y el juego limpio. Eso lo convertía en un personaje con más profundidad e interés que el resto.
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No aguanté. Volví a YouTube. Me dominó la manía por agotar las fuentes, por no dejar nada sin leer o ver. Lo primero que encuentro es una pelea de Karadagián contra «el Diábolo» de 1982. Mi Titanes en el Ring. Estaba en quinto grado y comentaba y discutía las peleas de los viernes a la noche antes de los partidos de fútbol intercolegiales de los sábados a la mañana. Adelanto la presentación de los luchadores de Jorge Bocacci hasta el comienzo del enfrentamiento. Karadagián está viejo, en una malla verde agua; tiene una panza prominente. El disfraz del Diábolo es algo pueril, pero tiene su encanto. El campeón mundial no se puede mover, le cuesta horrores levantarse cada vez que va a la lona. Mete algunos cortitos, su clásico golpe con el antebrazo y siempre hace la misma toma, agarrando del brazo a su rival y simulando que lo tira, pero cualquiera se da cuenta de que es el otro el que hace todo el movimiento, todo el desgaste. En un momento contra las cuerdas, Karadagián lo quiere levantar en brazos para lanzarlo fuera del ring. Pero en la mitad del movimiento se le vencen los brazos, apoya a su rival contra las cuerdas. El Diábolo se agarra como puede. La angustia se clava en mi esternón. Apago el vídeo y trato de seguir escribiendo. Tardo un rato en reconocer esa presencia incómoda en la boca del estómago, esa sensación de tristeza que se instaló en mí.
La construcción de cada integrante de la troupe era una pequeña obra de orfebrería. Tenían que ser sencillos, el concepto debía comprenderse al primer vistazo, pero al mismo tiempo tener cierto espesor, algún matiz. Pero no todo terminaba con el nombre y con que el luchador diera el physique du rôle. Cada uno tenía su canción, su propio vestuario, personajes aleatorios que integraban su séquito, conexiones con otros integrantes de la troupe e incluso tomas propias, exclusivas. Todo eso componía al personaje, conformaba su dramaturgia.
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Martín Karadagián descubrió que los personajes rendían mejor que los luchadores con nombre propio, aunque se tratara de un seudónimo. Ese fue el primer gran vuelco que dio respecto al catch as catch can en el que empezó. Las excepciones duraderas fueron Mr. Chile, José Luis y «el Ancho» Rubén Peucelle.
Recurría a célebres protagonistas de la historia universal (Julio César, Atila, Gengis Kan), de la mitología y las leyendas (Poseidón, Rómulo y Remo) bíblicos (Moisés, David el Pastor, Goliat), literarios (Don Quijote y Sancho Panza, el Gaucho Fierro, D’Artagnan), los que representaban a colectividades o etnias, los puramente ficcionales («la Momia», «el Caballero Rojo», «el Androide») y aquellos genéricos, que servían casi como elipsis para representar una época («el Hippie Hair», «el Pibe 10», «Mr. Moto», «el Ejecutivo»).
A principios de la década de 1970, cuando llegó el gran éxito, incorporó otra categoría: los luchadores que representaban un producto comercial. El primero y el que se convirtió, tal vez, en el más memorable fue Yolanka. Hizo su debut en el Luna Park, descendiendo desde una nave espacial plateada. Después llegaron entre otros Dink C y STP. Pero estas creaciones representaban un problema para la organización. Por lo general no podían perder: los anunciadores no pagaban por una derrota. Y desaparecían de pronto de la plantilla cuando se caía el acuerdo comercial.
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Los personajes podían combatir a cara descubierta o usar un traje y una máscara que ocultaba la identidad de quien lo interpretaba. Estos últimos generaban un gran interés. La mayoría de las veces eran los que más fanáticos tenían. Karadagián los prefería por cuestiones prácticas, traían aparejadas varias ventajas. Permitían crear alrededor de ellos una historia de visos fantásticos, elástica, que oscilaba entre lo absurdo y lo real: todo era posible en la narrativa de esos personajes. Que no se viera la cara aumentaba las especulaciones, las discusiones en la semana, generaba intriga respecto a la identidad del luchador que encarnaba a ese personaje. Durante años se discutió quién era la Momia o el Caballero Rojo. La respuesta a ese interrogante constituye la siguiente ventaja que encontraba Karadagián en los enmascarados. No corría el riesgo de que el luchador asumiera demasiado protagonismo, se fuera a otra compañía o pidiera aumentos de sueldo desmesurados. Podía reemplazarlo cuando quisiera. Los mencionados antes o el Androide fueron interpretados por distintos hombres a lo largo del tiempo.
Rubén Peucelle, el campeón argentino, siempre correcto, a veces se ponía el traje de «la Momia Negra» para poder hacer de malo y perder el control y no estar atado como con su identidad real. La Momia Negra se metía con el público, les robaba la cartera a las mujeres, les rompía los papeles a los jurados.
Hoy, tal vez, sería imposible mantener el secreto sobre las identidades. Las cámaras de los celulares y las redes sociales desvelarían el secreto muy rápido.
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Titanes no se trataba solo de los luchadores. De quién ganaba y quién perdía. Los personajes de alrededor eran muy importantes. Los árbitros buenos y malos. Entre ellos, el más destacado era William Boo. Obeso, con cara de malo, exluchador, histriónico, eligió su apellido artístico para que cuando los chicos lo abuchearan pareciera que lo ovacionaban. Siempre hacía trampa y favorecía a los malos. Estaban también «la Viudita», el misterioso «Hombre de la Barra de Hielo», los jurados, el presentador Bocacci, el entourage de cada participante (el «Rocinante de Don Quijote» era escuálido como el de Cervantes) y muchos otros que no funcionaron y se fueron desvaneciendo.
El gran aglutinador, un personaje imprescindible en la estructura de Titanes, era Rodolfo Di Sarli, el relator. Él hacía mucho más que narrar lo que sucedía en el ring. Era el que iba guiando la dramaturgia del espectáculo, marcaba los tiempos, cubría baches, a través de palabras clave hacía volver a los peleadores al guion. Parecía que contaba lo que estaba pasando, pero en la mayoría de las oportunidades oficiaba de titiritero, lograba que los intérpretes hicieran lo que iba marcando con sutileza y ese vibrato en la voz. Era, también, el que explicitaba el mensaje del programa. Los biógrafos de Karadagián cuentan, también, que el relator era clave en la empresa, hombre de confianza del jefe y nexo con los otros miembros de la troupe.
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Pasaron casi dos días y vuelvo a YouTube. Necesito revancha. Hay una versión remasterizada de la película de principios de los años setenta, la que termina con el show en el Luna Park y la pelea épica con la Momia. También la lucha final del ciclo de 1978. Otra vez contra la Momia. El relator no es Di Sarli, es un chico joven que tiene ritmo, pero se parece demasiado, emula sin esconderlo, a Osvaldo Caffarelli, el gran relator de boxeo de Radio Rivadavia. El juego de cámaras es muy básico, la imagen granulosa. Pero la pelea es sensacional. Hay sangre, humor, cambio de dominio, tensión, épica, y en un momento caen los dos a la vez, anticipándose algo más de un año a Rocky II. Los otros luchadores rodean el ring e ingresan para terminar el combate, para declarar a los dos ganadores. Es un gran momento televisivo. Sigo viendo fragmentos y todos me gustan. El Pibe 10 83 (al original, al del 82, lo echó porque pidió aumento y continuó el personaje con otro luchador y el mismo nombre: solo actualizó el modelo) vuela fuera del ring, se tropieza con la última cuerda y estrella su cabeza contra el piso; lo sacan desvanecido entre cinco. En otra pelea, la Momia Negra y el español José Luis —un gran atleta— se dan con todo.
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«Dicen que lo que hago es tongo. Pero ¿qué cosa hay en la vida que no sea tongo?», le dijo Karadagián a Haroldo Conti en una entrevista de fines de los años sesenta. La construcción del espectáculo se cimentaba sobre la idea de que todo podía ocurrir. Que cualquiera de los participantes podía improvisar y dar un giro en la historia. El principio de incertidumbre de Karadagián. Por eso no grababa sus programas. La adrenalina del vivo era imprescindible. La falta de red, la posibilidad permanente de que la fiesta se convirtiera en un desastre.
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Le preocupaba, y mucho, «la investidura del luchador». O al menos así lo llamaba él. «Mire, mire a un luchador. Lo ve vestido para luchar y no ve nada obsceno. En cambio, en un bailarín…». Las pruebas de vestuario eran estrictas. Debían usar varios suspensores y alguno hasta tenía que fajarse los genitales. Titanes en el Ring era, tal como se decía en la época, «un espectáculo para toda la familia». Era un espectáculo bulto free.
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Karadagián era muy estricto en el manejo de sus hombres. Sanciones disciplinarias, expulsiones, castigos duraderos y poco diálogo. No quería que su creación se le fuera de las manos. Sabía que eran hombres duros. Cuando alguien tenía un problema, lo desafiaba a encontrarse solos, sin testigos, en el gimnasio. Nadie quería pelear con «el Chivo» (como le decían a Martín dentro de la compañía). Era muy fuerte e inclemente. Había muchas reglas. No debían fumar en público, tampoco tomar alcohol. Los chicos no los podían ver en esas situaciones. Tampoco buenos y malos podían mezclarse: ¿cómo nos van a creer si encuentran a dos que se pelean en cada programa tomando un café y riéndose a carcajadas?, sostenía Karadagián. Todas las reglas de conductas públicas tenían el mismo fin. Se debía mantener la ilusión siempre. Nunca revelar los trucos. Como si fueran grandes magos, lo excepcional debía suceder a la vista de todos, pero sin que se llegara a comprender cómo había sucedido.
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Las innovaciones y las torsiones a la rutina fueron varias. Karadagián siempre estaba buscando cómo mejorar su show, cómo sorprender a sus espectadores. En una temporada de la década de 1960, uno de los luchadores estrella fue «el Hombre Invisible». El rival se revolcaba solo, volaba impulsado por nada, simulaba golpes inexistentes. El que guiaba la contienda era el inteligente y engolado Di Sarli desde su cabina: el relator tenía unos anteojos especiales que le permitían ser el único que veía al Hombre Invisible (Karadagián se los robó y así pudo derrotarlo). Fue un pionero e incorporó a Gina, la única mujer sobre el ring de Titanes, en 1967. Pero solo duró dos programas. Al público la novedad le interesó, pero no a sus compañeros de elenco. Ninguno quería ser derrotado por una mujer. Los rumores indican que la chica recibió más castigo del habitual para contribuir a su desaliento. A la Momia Negra, en su arribo al país, la presentaron en los noticieros (o «noticiosos», como se decía en la época) del canal. Desde el puerto, una unidad móvil interrumpía la transmisión de los programas de la tarde para contar las novedades de la llegada del misterioso nuevo integrante. En otras oportunidades, alguno fue secuestrado en la previa de un gran combate y la transmisión era intervenida por los sediciosos que pedían rescate. Hubo también luchas colectivas, en el barro, con sardinas, a ciegas y varias atractivas excentricidades más.
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En su larga trayectoria le surgieron muchos competidores. Exempleados suyos, productores que creían que era un negocio demasiado rentable como para que solo lo usufrutuara Karadagián, luchadores que llegaron a la fama en Titanes y creyeron que era muy fácil instalarse como cabeza de una compañía propia. Nadie lo pudo vencer. Más allá de algún triunfo pasajero, todos quedaban a la sombra de Titanes. Ninguno logró perdurar. Karadagián y su Titanes en el Ring eran irrepetibles e invencibles.
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Rodolfo Di Sarli repetía, cada programa, otro latiguillo: «Si no está Martín Karadagián, no es Titanes en el Ring». Pensada como una admonición para que los chicos no fueran a ver espectáculos de otras troupes —lo más probable es que fueran fruto de cismas de Titanes—, esa frase encerraba una enorme verdad: Martín Karadagián era el cerebro y el corazón de Titanes, sin él no había espectáculo, no había arte.
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Estoy terminando la nota y decido hacer la prueba final. Llamo a Valentín, mi hijo, que está por cumplir nueve años. Pongo en YouTube el programa completo de 1982, de donde estaba extractada esa pelea entre Karadagián y el Diábolo. Valen me mira raro, pero se queda. Sigue la primera pelea con atención. Empieza a hacer preguntas. Quiere saber todo de los personajes. Se estremece con cada caída del ring, se maravilla con las tomas. Las peleas van pasando y el tiempo también. Se enoja con William Boo, no entiende cómo no puede seguir las reglas. Ya tiene sus favoritos. Llega la última pelea, la de Karadagián. Le gustan las canciones. Después del incidente de las sogas que me hizo apagar el vídeo la otra vez, el Diábolo pasa al ataque y patea a Karadagián en el suelo. El antagonista tenía una postura clásica, hacía los cuernitos poniendo sus índices al costado de las sienes. Karadagián lo imita y se burla de él. Valentín sonríe. El Diábolo cae del ring (Martín volvió a intentarlo, le volvió a costar, pero lo logró). A partir de ese momento sucede un extraordinario paso de comedia. Los dos están en el ring side. Karadagián gatea por debajo del ring, busca a su rival, el otro se esconde. Después de más de un minuto de incertidumbre, el campeón mundial persigue al Diábolo con una escoba. Se mete en la tribuna, en medio de la gente, que esquiva los escobazos. Karadagián los acierta casi todos, pero alguno pega en el hombro de un nene o de un padre. Martín sigue. Miro a Valentín. Se está riendo a carcajadas. El Diábolo escapa y, una vez más, gana Karadagián. Los chicos del público suben al ring para abrazarlo. Valentín está feliz. Quiere ver cada vídeo que haya en la web. A la noche vemos la película.
Lo dicho: una vez más, gana Karadagián.
Capítulo aparte eran las presentaciones de los protagonistas, las pequeñas canciones que todos repetíamos después hasta el hartazgo. Incluso el hombre de la barra de hielo tenía la suya: “Es el hombre de la barra de hielo, es un misterio, es un misterio” o Pepino el Payaso, la del Caballero Rojo probablemente la más épica.
Nota: siempre odié a Karadagian, y mi favorito era la momia.
El libro de Roncoli me lo compré la última vez que estuve en Argentina (rebajado además, creo que me costó 3 o 4€ al cambio) y lo tiene mi padre en su casa, que él es más de la generación Titanes (Los Gen X teníamos Lucha Fuerte, con el Ancho Peuchele como máxima estrella). La verdad que la vida de Karadajian es de las que te cuentan en las películas americanas, de tipos hechos a si mismos. Lo que pocos saben es que la Argentina de los 20, 30 y 40 tiene de esas a montones.
¿El de la foto de arriba es el supuesto forzudo Martín Karadagián? ¿El que atemorizaba a todo el mundo?¡Pero si no tengo ni para empezar con ese ese enano bracicorto, hombre! ¡Con esos antebrazos que parecen muslitos de pollo! A él y a otro como él, los agarraba yo, uno en cada brazo, así enrollados como alfombras turcas y los llevaba a su casa, los metía en la camita, los arropaba hasta arriba para que no se enfriaran y si no hacían caso, los molía a palos.
Como en el tango, casi se me escapa un lagrimón, Matias; por los recuerdos que has traído a flote. No hace mucho hubo un polverón en un diario porteño que lo recordaba; hicieron notar que sus personajes, todos masculinos y musculosos por supuesto, y algunos con correas, látigos, máscaras y tachas como el de Pulp Ficción encerrado en un cajón, podía haber despertado ciertos instintos sexuales en los pibes. Andá a saber. Martín daba y da para todo, era un genio porque era el prototipo del argentino, de madre española y padre armenio, la gran riqueza genética que nos hacen los mejores del mundo aunque nadie lo sepa. Disculpen esta pequeña exaltación chovinista. Lo llamábamos el turco Karadagián, y más de un descendiente de armenio protestó defendiendo sus orígenes, pero ¿quién podía saberlo si todos los de esa zona antiguamente bajo el dominio turco llegaban a nuestra Argentina con ese pasaporte? No has nombrado al Indio Comanche y su cancioncita, pero no importa, ”… El Indio Comanche, con sus dedos magnéticos aplica su toma…” Y aparecia mio héroe con su cabellera a lo indio, su vincha autóctona sobre la frente y su campera con flecos. La “terrible” toma era apretarle al adversario los músculos de los hombros. Y dolían en serio, y cómo. Muchísimas gracias por estos recuerdos.
Hola a todos. Gracias por los recuerdos ¡¡¡¡ … En los ochentas me tocó ir a vivir a México (soy de El Salvado). Y allí nadie sabia nada sobre TITANES EN EL RING. Hasta que en la universidad conocí a una argentina …. que emoción poder comentar el programa y todo lo que nos hacía sentir y jugar. Yo tendría 8-9 años cuando a mediados de los setentas lo veía. Lo pasaban los martes a las 6:00 pm … y recuerdo decirle a mi papá que si me moría … me gustaría morirme un miércoles … para no perderme el programa del martes ¡¡¡¡ … Así éramos los niños y niñas de aquellos tiempos.