El erotismo y la pornografía han trabajado siempre con los mismos materiales. Es solo su mirada la que los hace diferentes. Es la forma en que miramos o mostramos las cosas la que delimita esas fronteras. Un simple detalle, otra perspectiva, o el uso de determinados planos pueden llevarnos sin dificultad de uno a otro lado. El periodismo también se ha movido con regularidad en el límite de esas fronteras, en tanto que su oficio es fundamentalmente una cuestión de mirada: una forma de ver y mostrar el mundo.
Cuando uno se dispone a ver una película pornográfica no espera ver en ella la construcción de una historia, la evolución de unos personajes o el sentido de unas acciones. Tampoco espera escuchar unos diálogos bien trabados ni contemplar la originalidad o la belleza de algunas de sus secuencias. A la industria pornográfica no le interesa nada de lo que tenga que ver con el cómo —ni en el plano formal ni en el argumental—, y solo nos muestra lo que hacen los protagonistas en ese momento a través de un primerísimo primer plano. El espectador aquí no ha de poner nada de su parte pues nada está sugerido. Nada queda fuera de ese encuadre fijo. En el porno —es una convención del género— no se trata de construir una historia sino de ir directamente a lo que asombra, lo que escandaliza, lo que sonroja o lo que mueve nuestros instintos. El porno nos muestra la parte de la historia que no significa pero que algunos desear ver y oír.
El periodismo pornográfico sería, pues, todo aquel periodismo al que no le interesa el resto de la historia, un periodismo que no nos muestra diferentes encuadres —solo primeros planos—, y en el que el lector no ha de poner nada de su parte pues nada está sugerido. Se trata de un periodismo que solo busca asombrar, escandalizar, sonrojar o activar los instintos, pero que no pretende contar lo que importa, buscar un significado o entrever un símbolo en la historia que nos narra.
En las películas pornográficas se da un pacto entre productor y consumidor por el que ninguno de ellos pretende otorgar verosimilitud al relato. No persiguen —como ocurre en el cine o el teatro— la búsqueda de una ilusión de verdad. La película pornográfica es una historia falsa y no pretende pasar por verdadera, no aspira a que nos creamos sus personajes y, sobre todo, no desea buscar una verdad, un símbolo o un significado. Es sabido que en el porno los actores fingen o exageran sus papeles, pero no lo hacen para dotar de una mayor verosimilitud a la historia, sino para reforzar la credibilidad del engaño. De esta forma, el engaño resulta creíble y el espectador se regocija en él. Lo mismo ocurre con el periodismo pornográfico, donde productor y consumidor tienen un acuerdo tácito por el que ninguno de los dos pretende buscar algo de verdad: ambos saben que es pornografía y la producen o la consumen como tal. En el peor de los casos —o tal vez deberíamos decir en el mejor de ellos pues estos, al menos, lo hacen de forma inconsciente— el consumidor ni siquiera sabe que está consumiendo pornografía y cree hallarse ante una hermosa historia de amor.
La palabra pornografía es de origen griego: grafía significa «modo de escribir», y porno —procedente de porne— significa «prostituta». El periodismo pornográfico sería, por tanto, el de una escritura que se prostituye, que se vende para conseguir sus objetivos.
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En uno de sus excelentes ensayos —La imaginación pornográfica—, Susan Sontag citaba algunos argumentos con los que la crítica literaria tradicional negaba cualquier valor artístico a la pornografía:
El primero de esos argumentos sostiene que la forma absolutamente obsesiva en que las obras pornográficas se dirigen al lector con el propósito de excitarlo sexualmente entra en contradicción con la función compleja de la literatura. […] La pornografía tiene una sola «intención», en tanto que cualquier obra literaria verdaderamente valiosa tiene muchas.
El segundo argumento, enunciado por Adorno, sostiene que las obras pornográficas carecen de la forma característica de la literatura: comienzo—nudo—desenlace. Un texto pornográfico se limita a pergeñar una excusa burda para el comienzo, y una vez comenzado sigue y sigue y no termina en ninguna parte.
Siguiendo el hilo de estos argumentos, es evidente que el periodismo pornográfico se dirige al consumidor con el único propósito de excitarlo —sobre todo, políticamente— y que no tiene ninguna otra intención más allá de esa. Y en cuanto a la clásica división aristotélica del relato ¿cuántas veces el periodismo se centra únicamente en el desenlace de la historia obviando el resto? ¿Cuántas veces el periodismo solo nos muestra la parte de la historia que no significa pero que algunos desean ver y oír?
El ensayo de Susan Sontag señalaba otros dos argumentos:
Los textos pornográficos no pueden demostrar ningún interés por sus medios de expresión como tales (a la literatura sí le interesan), porque el fin de la pornografía es inspirar una serie de fantasías no verbales en las cuales el lenguaje desempeña un papel envilecido, simplemente instrumental.
El último argumento consiste en que el tema de la literatura es la relación de los seres humanos entre sí, con sus sentimientos y emociones complejos, en tanto que la pornografía, por el contrario, desdeña a las personas íntegramente formadas (los retratos psicológicos y sociales), hace caso omiso de las motivaciones y su credibilidad, y solo describe las transacciones infundadas e incansables de órganos despersonalizados.
Sobre esta cuestión, es claro que el periodismo pornográfico no ahonda en las motivaciones ni en la complejidad del ser humano, y que nunca se ha preocupado de cómo dice lo que dice utilizando un lenguaje cada vez más envilecido y puramente instrumental.
El periodismo pornográfico, pues, vende el cuerpo de su narración para excitar al consumidor y satisfacerlo en sus deseos. Y esta forma de hacer periodismo, esta forma de ver la realidad, resulta obscena porque atenta contra todos los sentidos. Sin embargo, hay una segunda acepción de la palabra «obsceno» que nos remite a lo que está «fuera de la escena» (ob-scenus), y que también nos sirve para definir otra forma de hacer periodismo: un periodismo que se acerca a las historias de otra manera, que trata de comprender las motivaciones y la complejidad del ser humano, que utiliza diferentes encuadres, y que procura buscar un significado a lo que cuenta. Podríamos decir entonces que es un periodismo erótico por su forma de asomarse a la realidad, por su modo de encarar los temas. Y esa forma de ver también resulta obscena —esta vez en su segunda acepción— porque trabaja con el silencio, con lo no dicho, con lo que está fuera de campo, lo que no se ve, pero que es tan importante —o más— que lo que se ve. Las metáforas y los símbolos siempre están ocultos, detrás de las bambalinas, obscenos. Por el contrario, la narración pornográfica es siempre directa, explícita, antimetafórica.
Frente a ese periodismo pornográfico —imperante y mayoritario en todos los medios— está el erotismo de Leila Guerriero, el erotismo de Alberto Salcedo Ramos, de Carlos Manuel Álvarez, de Gabriela Wiener, la obscenidad de Martín Caparrós, la obscenidad de Juan Villoro, de Joseph Zárate, de Juan Pablo Meneses, de Agus Morales, y tantos otros periodistas narrativos que cuentan el resto de la historia, que cuentan lo que se ve y lo que no se ve, que sugieren, que dudan, que saben contar lo que importa, y que, en última instancia, tratan de significar.
También de origen griego, eros significa «amor», «deseo», «pasión». El periodismo erótico sería, por tanto, el de un periodismo deseante —de saber y de decir—, y que ejerce su oficio con pasión por sí mismo (el cómo), y por los demás (el qué).
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Si consideramos —usando las palabras de Robbe-Grillet— que «la pornografía es el erotismo de los demás», pues lo que es erótico para uno cuando lo practica en la intimidad, puede resultar pornográfico para otro que nos mira por el ojo de la cerradura, podemos decir que el periodismo también sufre de la misma subjetividad. Es decir, que mientras el periodismo que pertenece a nuestra ideología política —con el que mantenemos una relación íntima casi a diario— nos parece de una factura erótica, el periodismo de signo contrario —con el que los otros mantienen una relación íntima— nos parecerá pornográfico al contemplarlo desde fuera, por el ojo de la cerradura.
Por lo tanto, como decía Bataille, el erotismo es «cuestión de perspectiva». Y esa perspectiva se traduce, la mayor parte de las veces, en el sesgo político de cada uno. Lo que uno considera erótico al otro le parece obsceno. O dicho de otro modo: «La pornografía caracteriza un punto de vista, no una cosa». Y esas palabras de Steven Marcus resumen la forma de operar de un periodismo cuyos puntos de vista convierten en pornografía todo lo que tocan. El periodismo pornográfico no trata sobre asuntos obscenos en sí mismos, sino que es su enfoque el que logra convertirlos en pornografía.
En una de sus famosas listas, Susan Sontag dijo que las películas pornográficas vistas sin lujuria resultaban un fenómeno camp. Y lo cierto es que si hiciéramos el esfuerzo de ver el periodismo sin lujuria —es decir, sin posicionarse políticamente—, gran parte del mismo nos resultaría camp, entendiendo por camp lo que se muestra de una forma exagerada, artificial, poco seria o de mal gusto.
Por lo demás, es evidente que el periodismo pornográfico abarca todo el espectro político, pero es esa perspectiva de la que nos hablaba Bataille la que hará creer a unos y a otros que lo suyo es erotismo y todo lo demás obscenidad. Leer la prensa bajo ese prisma se convierte en algo muy parecido a una ceremonia, en el sentido que le otorgaban Andrés Barba y Javier Montes en La ceremonia del porno: «Contemplar pornografía no es un acto que se fundamente en la interpretación; no es tampoco el resultado del esfuerzo por llenar de significación algo cuya estructura es banal y vacía, sino que se basa en establecer una alianza con la pornografía, en reconocerle previamente una fuerza de predestinación, de revelación. Esto es lo que sucede cuando optamos por participar en una ceremonia. La pornografía es una ceremonia. Y una ceremonia privada».
Alberto García-Alix, el gran fotógrafo leonés, estaba convencido de que «una forma de ver es una forma de ser». Y esto nos lleva al modo en el que hoy se consume periodismo pornográfico. Porque esta nueva forma de ver, que se ha multiplicado con los nuevos soportes, está cambiando nuestra forma de ser. En el mundo de la pornografía, ya lo hemos dicho, esa particular forma de ver —sin esperar la construcción ni el significado de una historia— no es más que una convención del género. Sin embargo, cada vez más medios están consiguiendo traer esa mirada al periodismo: una mirada absorta que no se cuestiona nada.
Del mismo modo que hemos aprendido a ver pornografía sin hacernos preguntas acerca de la historia que estamos viendo, la sociedad está aprendiendo a ver la realidad sin plantear preguntas, sin desear matices, sin esperar un significado, tal es la forma en la que se ofrece la información. En una sociedad pornográfica ya no serás aquello que leas sino aquello que te atrevas a preguntar.
Me parece aventurada la denominación «Periodismo pornográfico». Por lo menos lo de llamarlo «periodismo». Imagino que la carrera de periodismo desapareció hace algunos años, es lo que deduzco leyendo los periódicos.
Probablemente siempre fue así. Al menos yo no recuerdo otros tiempos. Hace poco murió Balbín y más allá del capítulo de loas pocos quieren recordar lo rendido que estuvo siempre a la ideología del diario «Pueblo» y a su continuidad, la política de González, socialista de nombre, pero CEDA de espíritu.
A propósito del artículo, gracias. No hubiera estado de más reemplazar Susan Sontag por Walter Benjamin.