Hace algunos años, el escritor argentino Marcelo Cohen escribió una nota titulada «Primitivos del futuro», donde decía que el mundo de los que no leen será un mundo, no de incultos, sino de ingenuos, en el sentido de que estarán informados —o sobreinformados, incluso—, pero tomarán las palabras ajenas y propias al pie de la letra, creerán que el lenguaje los representa, desconocerán «el poder del malentendido» y actuarán, en definitiva, «como si los humanos nos comprendiéramos bien», desde una ingenuidad que, si no los anula —dice—, los terminará por volver peligrosos.
Leídas desde la actualidad, y a partir de este fenómeno que se viene llamando cancel culture, o «cultura de la cancelación», sobre el que ahora nos vamos a detener, las palabras de Cohen resultan premonitorias, aunque la situación tal vez sea más grave de lo que plantea, porque el gran problema de la lectura ya no tiene tanto que ver con el aspecto cuantitativo. En realidad, y como han señalado muchos —Roger Chartier, entre tantos—, hoy se lee más que nunca, y no solo mensajes de Whatsapp o posteos de Facebook. En muchos países —España, por ejemplo— las últimas encuestas de lectura arrojaron que también se leen más libros que hace un lustro, o una década, y la mayor parte de esos libros son de literatura. No es difícil suponer, en este contexto, que en la percepción de que se lee menos tal vez se cifre una nostalgia, pero no hacia la lectura, sino hacia un canon literario que, en efecto, sí se ha ido perdiendo; aunque el problema también va más allá de esta pérdida. Digamos que hoy lo que debería preocuparnos no es ni cuánto se lee, ni qué se lee, sino cómo se lee, porque lo cierto es que desde hace un tiempo cada vez son más las personas —no solo jóvenes— que se acercan a los textos de una forma que, a fin de cuentas, no logra preservarlos de esa ingenuidad de la que hablaba Cohen.
Por supuesto, siempre existieron lectores que aplican eso que el crítico Noé Jitrik llamaba «lectura espontánea», donde las palabras vendrían a ser un mero puente hacia el contenido. La diferencia es que ahora, además, se privilegian —y acaso se sobrevaloran— dos aspectos que la crítica especializada siempre soslayó: uno emocional y otro moral. Quienes han frecuentado páginas como Goodreads, o plataformas como Youtube, seguramente habrán visto que las reseñas, o videoreseñas, casi siempre tienen la misma estructura: una síntesis de la trama, que es lo que ocupa el mayor espacio, y al final un comentario que, en general, alude al «efecto perlocutivo», es decir, a lo que la obra les hizo sentir; o bien a las enseñanzas que les dejó. Muy pocas veces se esgrimen argumentos por fuera de este pathos, o de esta dimensión aleccionadora que, por cierto —y vamos a detenernos un poco en esto—, es promovida incluso por la Academia Sueca, institución que, desde hace un tiempo, le da el Nobel de literatura a quienes manifiestan —ellos mismos o sus obras— algún tipo de compromiso social. Uno de los últimos premiados por su escritura, y por renovar las formas de la novela y el drama —aspecto que hoy parece estar en un segundo o tercer plano—, fue Samuel Beckett a fines de los sesenta; aunque también está el caso de Vicente Aleixandre, a quien unos años después se lo dieron porque consideraron que su escritura representa una renovación de formas poéticas. De ahí en adelante, las palabras que se utilizan para justificar la decisión en general reflejan una concepción de la literatura vinculada a la ética que, muchas veces, no está exenta de anacronismos estéticos. Al escritor sueco Tomas Tranströmer, por ejemplo, lo premiaron porque su obra «permite el acceso a la realidad», como si fuera un mérito, y no una obsolescencia poética, compartir la misma perspectiva que los escritores naturalistas de hace dos siglos.
En cierto modo, podríamos decir que, así como hay autores que escriben como si el siglo XX no hubiese existido, en el sentido de que emplean las mismas convenciones que las del realismo decimonónico —algo que, por cierto, y como dice la escritora Paula Pérez Alonso, resulta impensable en la pintura y en otras artes—, también hay lectores, incluso dentro de la Academia Sueca, que leen como se leía hace varios cientos de años, o que en todo caso combinan ese modo leer con algunos otros que han inaugurado las nuevas tecnologías, como ese que consiste en «surfear» por la superficie de la página, hacer una suerte de «barrido» y detenerse en las «palabras clave» que, nuevamente, solo importan en la medida en que sirven de puente hacia lo que de verdad les interesa, que es el contenido.
Así las cosas, uno de los problemas se da cuando estos modos de leer, bajo los que subyace una concepción arcaica y premoderna de la literatura —una especie de terraplanismo literario—, se conjugan con una concepción más bien ingenua de la lengua —ese neonominalismo posmoderno que considera que las palabras crean la realidad—, porque el resultado de esta convergencia suelen ser sujetos que, en algunos casos, tienen cierta propensión a «cancelar» aquellas obras que los afecta de un modo negativo, o cuyo mensaje consideran nocivo para la sociedad. A veces —digámosle a Cohen— ocurre que el mundo de los que leen también puede ser bastante terrible. Una mala lectura puede tener efectos lamentables y la historia, lo sabemos, está llena de casos así.
Pero, por supuesto, no vamos a desconocer que el fenómeno de la cancelación también involucra otras variables. O incluso también otras modalidades de lectura de las que todavía no dijimos nada. Hay que tener en cuenta, por ejemplo, que en general quienes levantan el dedo acusatorio son individuos que, algoritmos mediante, han sido acostumbrados a recibir siempre, o casi siempre, aquellos contenidos con los que están de acuerdo, y esta dinámica a veces los hace devenir «lectores sectarios», etiqueta con la que el editor Constantino Bértolo, en el libro La cena de los notables (2008), se refiere a los que sobrevaloran, ya no el efecto moral o emocional, sino el aspecto ideológico, que pasa a constituirse así en el criterio más importante a la hora de juzgar una obra. Desde luego, se trata de un tipo de lector bastante distinto a los otros, aunque comparte algunos rasgos significativos. Tal vez el denominador común más notable entre todos ellos —además de la subvaloración de los parámetros estéticos— es que en muchos casos actúan, no como lectores, sino como usuarios de redes sociales, eliminando, bloqueando o incluso escrachando todo aquello que les parece pernicioso en uno u otro sentido. De algún modo, es como si fueran usuarios de redes aun cuando —o sobre todo cuando— están fuera de las redes.
En Argentina, uno de los últimos escritores afectados por estos extravíos fue Horacio Quiroga. Hace algunas semanas, se conoció que algunas personas intentaron cancelar su obra porque de pronto descubrieron que algunos cuentos podrían ser «traumáticos». O sea, lo que a fin de cuentas tendría que pensarse como un acierto —porque de un relato de terror uno espera que lo sacuda—, se termina considerando una falta digna de censura, o un desatino que amerita una «advertencia» hacia el lector, como ya hicieron varias universidades de distintos lugares del mundo (la de Northampton, por ejemplo, emitió un aviso en el que alerta que la novela 1984, de Orwell, contiene «material explícito» que puede resultar «ofensivo y molesto»), lo que por cierto nos lleva a lo mismo de antes: no se trata solo de un grupo de jóvenes que se manifiestan a través de las redes, sino de modos de leer y de una concepción de la literatura que atraviesa espacios importantes del campo literario, desde universidades hasta la misma Academia Sueca.
Además, otro elemento preocupante es que se trata de un fenómeno que no solo atañe a las condiciones de recepción de una obra, sino también a las condiciones de producción, con lo cual afecta también a la literatura que se viene haciendo y, en este sentido, podría decirse que, en los últimos años, la actitud de los escritores oscila entre dos extremos. Por un lado, están los que tienen en cuenta a estos lectores y se cuidan de no utilizar expresiones o perspectivas que puedan resultarles ofensivas, lo que da por resultado una literatura pasteurizada e inocua que generalmente carece de valor. Por otro, están quienes exageran la incorrección hasta el punto de que esa incorrección no parece darse como añadidura al ejercicio de la libertad, o de la parresía, sino a partir de una intención deliberada, a tono con el ethos de «escritor maldito» que ostentan desde las redes sociales, y del que paradójicamente terminan siendo presos, en el sentido de que, con el tiempo, no pueden más que escribir desde ese lugar de enunciación cuyo diseño les costó tanto trabajo.
Por supuesto, sabemos que la literatura —al menos esa que siempre valió la pena— no suele estar ni en un extremo ni en el otro. Y ni siquiera en el justo medio aristotélico, porque no es cuestión de colocarse en una posición equidistante. De lo que se trata es de salir de esa lógica y volver a priorizar la libertad. ¿Es algo difícil? Es probable. Pero, ¿cuándo la libertad no fue un ejercicio difícil?
En cuanto a la lectura —volvamos—, hoy la verdadera crisis, como dijimos antes, no reside en que no se lee, o se lee poco. Lo que se está extinguiendo, en todo caso, es ese tipo de lector para el que el discurso no es transparente, ni aséptico, y para quien ni el aspecto moral, ni el ideológico ni el emocional son determinantes en la valoración de un texto literario. Por eso, y como dice la escritora María Teresa Andruetto en el ensayo La lectura, otra revolución (2014), en lo que hay que trabajar es en «mejorar la calidad de los lectores», y para eso hay que actuar sobre los «intermediarios», como insiste siempre la antropóloga francesa Michèle Petit, porque en definitiva lo que está detrás de esta cultura de la cancelación es ni más ni menos que lo de siempre: una educación defectuosa.
Naturalmente, uno no puede decir que la escuela deba impugnar los modos de leer que ya están incorporados, pero sí que tiene que mostrar que hay textos y autores que requieren otros abordajes. Si un lector pretende analizar El ruido y la furia, de Faulkner, en función de la trama, o de las emociones que podría suscitar, o de la posibilidad de identificarse con uno u otro personaje —posibilidad que, como dice Fresán, quizás esté sobrevalorada—, entonces habrá un noventa por ciento de ese Faulkner que se pierde. Lo mismo pasaría con Beckett, o con William Burroughs, entre tantos otros. Hay muchos textos que son impermeables a la paráfrasis y no se pueden leer de la misma manera en que uno lee un best seller. La escuela, entre otras cosas, tendría que poner esto sobre la mesa, pero no para restituir un canon literario, sino para preservar a estas nuevas generaciones hipersensibles de esa —peligrosa— ingenuidad de la que hablaba Cohen.
Los libros (y muchos escritores también) son estáticos, y aunque no su contenido, su estilo va pasando de moda. Los lectores y su modo de leer cambian permanentemente. Por lo tanto, y si en lugar de hablar de «mejorar la calidad de los lectores», los escritores intentaran mejorar ellos mismos, entender a los nuevos lectores, su forma de ser y pensar, y tratar de conectar un poco más con ellos?? Que uno no tenga que morir del aburrimiento o tragarse una jeringosa infumable de 400 páginas para sacar algún concepto interesante, como en el caso de éste artículo innecesariamente tedioso y denso
En mi opinion, el articulo es denso pero no tedioso. Y discrepo absolutamente en todo lo demás: el escritor, el artista, no deben crear arte con un ojo puesto en su obra y otro en el potencial publico, pues corren peligro de terminar bizcos y generar obritas complacientes y, paradojicamente, con una fecha de caducidad mucho mas cercana que aquellas obras clásicas a las que se pretende sustituir por «pasadas de moda».
Por cierto, seguro que ha querido decir «jerigonza» y no «jeringosa». Un saludo.
PD: Perdón por la falta de algunas tildes. Escribo desde un teclado anglosajon y el corrector pone algunas, pero no todas las que debería.
Es un hecho objetivo, no hay nada que acordar. Un ejemplo simple: Si ves una icónica foto de un hippie de los 60, sin comprender el contexto de la guerra de Vietnam y todo lo que ocurrió en ése momento… No entenderías realmente lo que ves. Dirías, y esto que tiene de especial?? Es sólo un loco de pelo largo con ropas raras, y drogado. Que tal vez lo sea, pero también hay mucho más que te estarías perdiendo. Con muchas obras clásicas pasa lo mismo.
Y respecto del artículo en sí, lo realmente denso que debe ser para que ambos acordemos eso… xD La escritura innecesariamente áspera por no decir otra cosa peor, es la otra gran barrera a la «buena» lectura.
Libros estáticos son aquellos cuyo contenido no soporta más de una lectura, esos que pintan muy lindos en las mesas de novedades, pero que en tres meses nadie recuerda. Y esto es lo que reclaman algunos lectores, que es como si fuesen a un restaurante y dijesen: «Quiero papilla, no me den comida de verdad». Por otra parte, el escritor que escribe para entretener a un lector difuso, poco habituado a concentrarse en una lectura e incapaz de ver más allá de la pantallita de su teléfono inteligente (cuando lo inteligente es la prótesis algo nos están queriendo decir, ¿no?), ese escritor se convierte en un entretenedor de simios, sin más. Ese lector que solo espera que se le acaricien los lereles de la evasión con el guante de raso de siempre solo desarrolla una de las muchas posibilidades que se le ofrecen, y además reivindica con malas maneras su derecho a la inanidad. Si solo se busca eso, pasar el ratito con algo vacuo y del todo prescindible, ¿para qué hacer el esfuerzo de leer?
Hace poco leí un artículo en que se analiza a Don Quijote como un caballero musulmán (el amor a la desconocida, el gozo de combatir contra un rival a su altura, etc.) y a Cervantes como un descendiente de musulmanes que escondió pistas de eso (ej.: sabe leer árabe, sugiere que la «traducción» del «original» es inexacta, etc.).
Lo que me asombró no es la teoría y los aspectos de la obra que usa como sustento sino que me asombró que un libro tan leído por siglos y hasta manoseado «admita» esa lectura.
Varios cuentos de Quiroga me traumatizaron (La miel silvestre, brrr, El almohadón de plumas, bbrrrr, La gallina degollada, bbbrrrrrrrrrrr), «Juan Darién» me hizo llorar, en «Anaconda» me puse de parte de Cruzada y las demás en contra de los humanos. ESE es precisamente el talento de Quiroga.
Lamentablemente muchos lectores desean que los autores repitan o confirmen sus creencias. Y muchos se indignan si hay actos o palabras que van contra ellas, a veces ni siquiera entienden que el autor lo hace para mostrar el mal.
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