Imaginen la escena. El protagonista, de nombre Ramiro y apenas un crío en esos primeros bosquejos de la novela, crece junto al hijo de los mayores caciques de la comarca. Todo son risas, juegos, cercanía, bondad y cariño en esa especie de amor infantil que ya nunca más se cata. Las noches en el palacete de los Montella, a la sazón gerifaltes de la cosa, son magníficas: se percibe esa amistad única entre dos niños, dos conciencias condenadas a no olvidar esa patria de Rilke que ya se despliega frentes a sus ojos, todavía inocentes. Pero un día, Ramiro le coloca al palacete un posesivo: «mi palacete». Y entonces algo se rompe. Su amigo Montella le muestra la realidad al otro lado de la niñez: nuestro protagonista no ha nacido para utilizar posesivos en primera persona. Siente de pronto que su mundo se difumina. Las casas que creyó suyas no lo son; tampoco las amistades ni aun las relaciones interpersonales. En última instancia, ni siquiera la propia identidad le pertenece. Siente por primera vez el escalofrío al que te somete la crueldad que corre por los campos de Leontiel cuando el cierzo achucha.
Ahora bien, ¿qué es Leontiel? Podría bastar con decir que es un lugar ficticio pero verosímil, el tablero sobre el que esta novela mueve sus piezas. Pero no. Leontiel es mucho más. Es un espacio narrativo donde el dominio y la obediencia se convierten en un arquetipo novelístico, donde decenas de personajes desnudan los heroísmos y miserias morales que emergen de lo más oscuro de las relaciones por conveniencia, donde el trasunto de aquella escala de valores tiránica que dominó el país brilla con fuerza. En Leontiel se guardan nuestras vergüenzas sociopolíticas con siete llaves, se pone en tela de juicio el carácter de un país anestesiado y dócil, se barajan las cartas de linajes y escudos. Leontiel es, entre otras cosas, un pozo al que asomarnos para ver cómo el imperio de quien manda no obedece a siglas ni a órganos, sino a algo que nadie sabe definir, pero que es lo único que importa. Quizá una atracción. Quizá un azar. Quizá eso que los horteras llaman carisma. Quizás el peso del pasado.
Luis Sanz Irles, garante del estilo allí donde vierte la tinta o la mirada, comprende esto, que la obra, para ser un clásico, ha de contar con un espacio narrativo nunca antes profanado. Por eso surge Leontiel. Y por eso surge con un estilo personalísimo. Por eso dota a los personajes de un lenguaje que desdibuja la realidad. Se acerca a ella, pero cuando la toca, decide amasarla con un estilo que, por barroquizante, deforma a los personajes. Este matiz hace que los leontielianos sean eso que todo personaje quiere ser: parten de una cualidad intransferible, son únicos en algún punto, pero a la vez lucen extraordinariamente universales. Ese mismo estilo hace que el lector penetre en un lugar que es a la vez arcaico y moderno, culto y popular, quijotesco y sanchopancista.
Las primeras páginas de Leontiel se desencadenan como un Génesis moderno. Allí donde las tierras y los pueblos se forman, donde se preparan para las revoluciones políticas e industriales que ha de vivir el país, allí arranca. Los habitantes deben adecuarse a los nuevos roles de la sociedad moderna, que en Leontiel, como en casi todas las pequeñas localidades que salpican los páramos de asceta españoles, básicamente responden a dos tipos: gobernar o ser gobernado. Esta cualidad mueve absolutamente toda la trama: los personajes que aman lo hacen en función de su rol de poder; los que lloran, los que fuman, los que sacan dinero del banco, los que viajan a Avilés o los que buscan la luz tras las puertas del seminario: todos se comportan según la ficha que les ha tocado defender en el ajedrez jerárquico de la comarca.
Los tres personajes con el carácter más atractivo de toda la novela son mujeres. Lideresas con distintos tonos de personalidad, una más conservadora, otra más exótica, otra más moderna, pero todas ellas convergen en el mismo punto: manejan las circunstancias por las que se mueven utilizando para ellos a los leontielianos como polichinelas en un escenario. Un buen ejemplo de guiñol es nuestro protagonista, Ramiro, aquel que párrafos arriba desterraba su idealismo como Quijano en el último capítulo de su novela, quien se verá atraído de una u otra manera por estas tres mujeres, que también de una u otra manera reconducirán su destino. Las tres pertenecen a la caciquísima familia Montella, aunque no todas por herencia de sangre, y esta pertenencia basta para que él se deje llevar como un barco a la deriva en un siglo XX al que no le sobró zozobra.
Porque la novela recorre el siglo XX casi por completo, narrada en primera persona por el propio Ramiro, quien despliega su palabra sobre ella como los evangelistas sobre la página sagrada. Como Cristo en el Evangelio, los Montella dejan en estas páginas su vida y su palabra, dos rasgos que Ramiro asume con paradójico sentir: por un lado, el rencor; por otro, una admiración tácita. No es de extrañar que él sienta repulsión hacia su propia figura, pues esa suerte de desagradable fascinación por ellos hará que nunca termine de alejarse del palacete de los Montella, quienes son capaces por el mismo precio de buscarle una carrera apegada al sacerdocio, de solucionarle la vida económicamente, o de destruir su matrimonio. Tanto da, lo importante para ellos no es el destino de Ramiro ni del resto de gentes, sino sentir que la palmera se dobla cuando ellos deciden soplar.
La novela finaliza en una época donde ya se respira la modernidad necesaria, donde la democracia toca —y a veces mancha— la legendaria opacidad de Leontiel, y donde uno, como lector, empieza a sentir que lo que ha pasado pudiera haber ocurrido o no; que aquel lugar mágico es de nadie, pero a la vez lo llevamos muy dentro; que el conflicto moral al que se enfrenta no sólo está muy lejos de solucionarse, sino que con bastante probabilidad no se solucionará nunca; y que al menos en este que ya cierra la reseña también se halla algo que no solo le pertenece a Ramiro: la camaleónica y triste capacidad del hombre para adaptarse a la dominación. Gracias, Leontiel, por esta catarsis.
Gracias por la reseña. Haberla leído tras terminar la novela me ha hecho ver aún más cosas de las muchas que ya había visto, porque esta novela es casi inabarcable. Hacía mucho tiempo que no leía algo así y esta reseña añade muchas claves de lectura.
Deseando leer esta última novela de Luis Sanz Irles. Sus novelas anteriores y su traducción de La tierra baldía de Eliot son garantía de calidad (y de voluntad de estilo).
Es arrolladora. Te pasa por encima. Novelas como esta solo aparecen muy de tarde en tarde. Gracias!
¡Estupenda reseña! Leontiel es una novela soberbia: levanta todo un mundo con una prosa extraordinaria. Muy recomendable!
Estuve en la presentación de Madrid, que fue fenomenal tanto por parte del presentador y ahora reseñista como del presentado, y ya estoy terminando la novela, que es más fenomenal aún. El estilo de Irles es una lección de alta literatura, Mayoral lo ha plasmado muy bien. Hacía tiempo, es decir, años, tal vez décadas, que no leía un novelón así, con tanta calidad y tan apasionante. Y encima el autor es sexy, muy sexy. Con decir que ni me atreví a acercarme para que me lo firmara…
A ver si era Savater muy disfrazado…