Sociedad

La absolución del mar

absolución del mar

Lo ideal es tener amor, pero si no se tiene amor entonces hay que tener el mar. El mar no suple la ausencia, pero la amortigua. El mar es la gran amortiguación.

Vivo en una ciudad marítima, pero a media hora a pie del mar. Ir a asomarse reconforta. Darse caminatas por el paseo marítimo. Sentarse en chiringuitos al atardecer. La frecuentación del mar. 

No puede compararse, sin embargo, con tener el mar delante todos los días, a todas horas. Este privilegio lo disfruto algunas temporadas del año, en un apartamento que me prestan, mi torre de Montaigne al horizonte azul, y no hay nada igual. Que no sea siempre solo me sirve para idealizarlo.

Esos son los días perfectos. Los días de la amortiguación continua. Se entra en una suerte de hipnosis. El mar siempre al lado. Hasta de noche se siente, negro con alguna luz (de algún barco, la de la luna a veces), el borde blanco de las olas, la humedad invisible, una presencia oscura.

Y de día el azul, la compañía perpetua del azul. Es como una mascota gigante, o un talismán. Es una inmensidad que reconforta y protege. 

Desde el desayuno está ahí. Levantarse en la torre frente al mar y reencontrarlo tras el sueño: algo con la fuerza del sueño. Merece la pena salir del sueño para volver a ver el mar. El desayuno con el mar es un placer de dioses. Ingerir los alimentos aurorales (¡pan con aceite, jamón, quizá un pastelillo!) y el café del despertar. Y el mar como un mantel azul, o que va cobrando el azul desde la plata, dorada a tramos, que sucede al negro. El azul es una ganancia de las horas.

Una vez escribí: «Ventaja de las ciudades con mar: tienen dos cielos». 

Los días junto al mar poseen algo curioso: las sorpresas de vez en cuando. Uno se sumerge en sus tareas, la escritura, la lectura, o simplemente se distrae, por algún pensamiento, por cualquier cotidianeidad, y de pronto, en un vistazo, ve de nuevo el mar. Siempre es una sorpresa. Hay una extrañeza que no se extingue, una admiración, un agradecimiento.

Bañarme me baño poco. Bañarse es un placer peculiar, gozo cuando estoy dentro del agua. Pero me cansa el trasiego de toallas y bañadores, los pies llenos de arena, la incrustación del salitre. Así que termino yendo poco propiamente a la playa. Lo que hago, aparte de contemplar el mar desde mi torre, es recorrer los paseos marítimos, las pasarelas, los malecones. Caminar con el mar al lado, como un perro fiel (ya sabemos: enorme y azul). Esa mancha con sus avances sonoros, el compás de las olas, y la avanzadilla de la brisa, caricias refrescantes de la humedad. Y el sol con sus variantes, de la mañana a la tarde, con su fijeza (también fugaz) del mediodía.

Después de unos pocos días, el mundo se ha desvanecido. O mejor: el mundo es eso, ha quedado reducido a eso. Ha desaparecido su capa fea, han quedado eliminadas sus aristas, su aspereza, su crispación. El barullo de fuera parece irreal. Estar junto al mar es un bálsamo.

Hay quien le teme al mar, o a quien le despierta una pasión inquieta. Son los que imaginan tormentas o aventuras, rutas a lejanos países, asaltos, naufragios. Para ellos ver el mar lleva la idea de adentrarse en el mar. No es mi caso. Yo no sueño con perderme, solo con perder la mirada. Quiero tener los pies en tierra firme y lanzar solo mis ojos en el azul. Situarme en el límite de tierra y desde ahí mirar el mar. Una llanura metafísica que se funde con el cielo, en ocasiones sin línea de demarcación en el horizonte. Por eso para mí el mar es paz y no inquietud.

Sea cual sea el pecado, el mar lo absuelve. Sea cual sea la culpa o el error. Sea cual sea la pena. Están las cosas que expulsa el mar a la orilla y están las cosas, los seres, que expulsa la tierra al borde del mar. Aquí nos paramos, tras el fracaso. Aguardando el último empujoncito.

En la posvida, cuando todo ha sido destruido, por la pandemia y lo que no es la pandemia, cuando se ha terminado el amor, cuando ya no hay vida pero aún hay tiempo, en esa prolongación hueca, ya puramente contemplativa, sin sustancia, hay que tener el mar.

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2 Comentarios

  1. Maestro Ciruela

    Con el mar me pasa algo que voy a exponer aquí y me gustaría que si alguien lo ha experimentado alguna vez, fuera tan amable de compartirlo. Me gusta poder llegar andando tranquilamente a su orilla, como es mi caso, en cosa de 40 minutos. También me embelesa su contemplación desde la playa y me encantan los baños de mar con el agua muy fría, por favor, nada de ese caldo de gallina en que se transforma en julio, agosto y septiembre. Me identifico con el Sr. Montano en lo referente al trasiego de toallas, bañadores y arenilla por todas partes, a lo que añadiría la excesiva aglomeración de personal en algunos lugares y momentos concretos. Bueno, pues a lo que iba y que resulta ser que, me gusta ver el mar siempre y cuando haya un punto de referencia terrestre integrado en el paisaje. Y digo esto porque en cierta ocasión, hace ya muchos años, estando a punto de alquilar un precioso apartamento en una localidad costera, observé que a través de la gran cristalera del salón, solo se veía la enorme y ominosa franja del mar que estaba a unos sesenta metros, cruzando la vía del tren. Me produjo cierto desasosiego melancólico y rechacé la idea de quedarme con el apartamento, decidido a buscar otro cuya vista incluyera, además del mar, un fondo de casas, promontorios y barcas de pesca. Y es que el mar, sólo, en sí mismo, lo percibo demasiado imponente.

    • Ver algo de tierra contemplando la mar cambia la impresión, pero a mi no me produce desasosiego. Tan hermosa me resulta la vista costera desde un alto, que incluya casas o islas, como la inmensidad del océano desde la costa atlántica irlandesa, o un Mediterráneo sin límites desde el Cap de Barbaria en Formentera. Si acaso, estas últimas me provocan una cierta ensoñación, como ganas de subir a un barco y ver qué hay más alla…

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