En los años 50, la publicidad de productos femeninos en Estados Unidos empezó a difundir un temor entre las mujeres. Su marido podía abandonarlas si no cuidaban el olor de su vagina. Lehn & Fink, la empresa fabricante de Lysol, un desinfectante para limpiar baños, aprovechó para lanzar en sus anuncios que su producto también podía utilizarse para lavar el canal de la vagina, eliminar cualquier tipo de mal olor y conservar así a sus maridos. El problema fue que Lysol contenía cresol, un metilfenol que daña la carne humana, especialmente las membranas mucosas. La publicidad animaba a esas mujeres a tratar su vagina como un fregadero sucio. El anuncio insistía: «Llega profundamente a los pliegues». Como resultado, muchas mujeres se hicieron terribles quemaduras y algunas llegaron a morir, pero no hubo denuncias, porque las afectadas se sentían humilladas y no querían que sus casos saliesen a la luz. Fue un ejemplo evidente de explotar la vergüenza del consumidor para venderle un producto. ¿Fue cosa del pasado? No.
En 2020, Vagisil recurrió también al miedo al mal olor vaginal para ofrecer su producto, especialmente en adolescentes, el sector de la población que más sufre de inseguridad. Con una campaña lanzada en redes sociales, sobre todo Instagram, en apariencia reivindicativa, Vagisil lanzó el mensaje de que todas las chicas tenían que estar orgullosas de sus cuerpos. La menstruación era hermosa, no había que estigmatizarla, decía. «El olor vaginal lo tenemos todas, eso no debe impedirte ser tu misma. De modo que la próxima vez que te preguntes si eres la única mujer que huele en pilates, que sepas que no y que no debes avergonzarte». A continuación, se recomendaban unos productos, toallitas y geles, que se habían diseñado en colaboración con otras adolescentes para que sus vaginas estuvieran frescas y oliesen muy bien tras la menstruación. Había un espray, Odor Block, que eliminaba el olor incluso antes de que comenzase. Era, de nuevo, avergonzar al consumidor para venderle un producto, y, otra vez, perjudicial para la salud. Hubo médicos que advirtieron de que echarse ese tipo de lociones en la vagina destruiría el microbioma y crearía una vaginosis bacteriana de verdad, entonces sí que aparecería el mal olor y, lógicamente, el remedio que pensarían esas adolescentes es que tendrían que comprar más Vagisil y echarse más.
Igual de perverso era Goop, la empresa de Gwyneth Paltrow que vende productos para alcanzar el equilibrio y la armonía ¿Y es lo que desafía la perfección de la mujer? Todo lo que es normal e inevitable, como la menstruación. Entre lociones y elixires para eliminar las arrugas, ofertaba un huevo de jade vaginal que servía para regular los ciclos menstruales, equilibrar las hormonas y mejorar el control de la vejiga. El mensaje era que la mujer que experimenta las consecuencias de la regla, como los cambios de humor o el cansancio, era porque no se esforzaba en evitarlos, porque por el módico precio de 66 dólares se podía. Es decir, era una vergüenza sufrirlos. La empresa fue demandada y tuvo que reembolsar a las compradoras porque se demostró en un juicio que no había respaldo científico ninguno para lo que prometía.
La vergüenza de la regla es una constante en el marketing. Hemos visto que en la publicidad de televisión los anunciantes no tenían ni el valor de mostrar que la sangre es de color rojo. Siempre se han vendido soluciones para que no se note que la tienes, para que parezca como que no existe. En los anuncios aparecían mujeres montando a caballo sonrientes el primer día de la regla ¿Acaso es normal querer subirse a un animal de cuatro patas cuando tienes la regla? ¿O montar en bici? ¿Qué mejor solución puede haber a los problemas de la regla que un día de baja en el que te dejen en paz, además de convertir los productos de higiene femenina en de primera necesidad para que sean más baratos? No, lo que te venden es ansiedad por algo que es natural, te envían el mensaje de que si tienes molestias es porque no te has esforzado suficiente o comprado el producto adecuado.
La matemática estadounidense Cathy O’Neil ha publicado un ensayo, Shame Machine: Who Profits in the New Age of Humiliation (Crown, 2022), en el que pone en perspectiva esta maquinaria de hacer dinero. En Estados Unidos, se estima que hay un gasto de cuarenta mil millones de dólares en suplementos para la salud y para conservar la masculinidad o la feminidad. En las últimas dos décadas, la oferta ha aumentado diez veces. Hay unos cincuenta mil productos para evitar que no se pase vergüenza. Por eso, el marketing está encaminado a fomentarla. A destacar la fealdad, supuestas enfermedades, olores, invalidez sexual o vejez de los consumidores. Se aseguran de que no pasen desapercibidos aspectos que debemos odiar de nosotros mismos.
Para O’Neil, la vergüenza es ya una fuerza global con la que no solo se obtienen beneficios económicos, también votos. «Los grandes sectores de la economía están organizados y optimizados para hacernos sentir fatal», opina. Sin embargo, según los psicólogos evolutivos, la vergüenza, al igual que el dolor que es su primo hermano, debería ser un mecanismo que nos proteja. El dolor sirve para estar atentos, por ejemplo, al fuego, a lo que corta, a las avispas. La vergüenza representa otra dimensión del dolor. Es un sentimiento que se administra colectivamente y se modula con reglas y tabúes que están grabados en nuestra mente. Su objetivo no es la supervivencia del individuo, sino de la sociedad. Cuando el individuo siente que no está cumpliendo con unos estándares, experimenta esa clase de dolor. El problema reside en cuáles son esos estándares. Si conductas antisociales o la publicidad que difunde una ficción sobre la perfección a la que debemos aspirar. Lo grave es que el daño puede ser muy profundo, eliminar nuestra identidad y negar la dignidad humana. Hacer sentir a una persona que es inútil.
Si hay que irse a ejemplos evidentes, el del sobrepeso uno de los mejores negocios que se realizan a través de la vergüenza. Dietas, pastillas adelgazantes, cremas contra la celulitis, tratamientos para las estrías, gimnasios, cirugía… Es uno de los sectores económicos más lucrativos. En Estados Unidos, mueve setenta y dos mil millones anuales y no solucionan nada. Se calcula que hay más de cien millones de estadounidenses a dieta y la tasa de obesidad está en el 42 %. Además, se puede llegar a ciclos de vergüenza negativa. La gente puede llegar a automarginarse.
Uno de los directores financieros de Weight Watchers, una de las empresas más poderosas del sector, declaró en The Guardian que el 8 % de sus clientes fracasaba con sus dietas y tenía que volver a empezar y que los ingresos serios de la empresa venían de ahí: De los fracasos. Ahí la vergüenza juega un papel fundamental. Incluso con el alcohol, se demostró en un estudio de 2001 que, en Alcohólicos Anónimos, las mujeres que tenían más altos niveles de vergüenza por su adicción, también eran las que tenían posibilidades más elevadas de recaer.
Aquí la autora pone el caso de su propia experiencia. Era una adolescente con sobrepeso, pero evitaba ir al gimnasio porque le daba vergüenza que vieran su cuerpo en acción. Se sentía ridícula y, al mismo tiempo, no podía ponerse en forma, lo que le llevaba a engordar más. Las personas con sobrepeso, denuncia, en el día a día sufren unas consecuencias psicológicas que pueden pasar desapercibidas para su entorno, pero que marcan su personalidad y les pueden alejar hasta de los centros de ocio y hacer perder oportunidades de divertirse o enamorarse. «Así es como la vergüenza coloniza nuestras vidas», sentencia.
Una situación que tiene también una vertiente en la salud, porque en la espiral de la vergüenza se puede acabar dejando de ir al médico. En este caso, porque el sobrepeso sería la causa de los problemas del paciente y si existe, es porque no se está esforzando lo suficiente por evitarlo. Otro ciclo de realimentación tóxica, que lleva a muchas personas con este problema a buscar la solución en los anuncios televisivos de madrugada o en los rincones más oscuros de Internet. Al final, esa gente acaba perjudicando seriamente su salud, cuando no matándose, por no poder estar delgados. Un familiar de la autora murió por una dieta.
El peso es algo que puede oscilar a lo largo de la vida, sin embargo, el envejecimiento es inevitable por definición. Para O’Neil, en la discriminación o el hacer de la vejez algo vergonzoso, lo que hay es una forma de autodesprecio. Odiamos y le faltamos al respeto a algo en lo que nos vamos a convertir hagamos lo que hagamos. Sin embargo, en Sillicon Valley hay casos de ingenieros informáticos que se ponen botox e implantes de pelo para las entrevistas de trabajo. Tienen que parecer jóvenes a toda costa y se trata de profesionales que tienen… treinta años.
Este sector de avergonzarse por envejecer donde ha encontrado un filón es en las facultades mentales. Las pérdidas de memoria o la agilidad mental pueden hacer que los que nos rodean perciban nuestro declive, eso hay que evitarlo con productos para mantener el cerebro despierto. Por citar uno de los casos más obscenos, este ensayo analiza Prevagen, un medicamento elaborado a través de una proteína de medusa. Su creador, Mark Underwood, no tenía demostrada su eficacia, pero sabía que millones de personas pagarían para no tener pérdidas de memoria, por eso registró Prevagen como suplemento, no como medicamento, lo que tenía menos exigencias —con que no causase daños, bastaba, daba igual su eficacia—. Su empresa, Quincy Bioscience hizo la mayor parte del marketing por teléfono llamando a ancianos y ofreciéndoles una solución a sus problemas de memoria que pasaba por un suministro de 60 dólares mensuales de estas píldoras. Cuando la estrategia fue más agresiva, recurrieron a la vergüenza. Su eslogan era: «Prevagen le devolverá la proteína perdida para que pueda recuperar su dignidad». En los spots de televisión, salían ancianos que estaban avergonzados porque no recordaban los nombres de sus conocidos u otros datos, no se atrevían a decírselo a nadie, reconocían que ni sus mejores amigos lo sabían. Todo hasta que apareció Pravagen en sus vidas. Los juicios por los efectos secundarios, alucinaciones y arritmias, han compensado el negocio.
Podríamos seguir hasta la extenuación enumerando parcelas de la vida que están colonizadas por la vergüenza para que otro haga negocio. O’Neal sigue citando casos incluso dispares como, por ejemplo, la pobreza. Denuncia que en Estados Unidos para recibir ayudas hay que pasar por un proceso despiadado y degradante en el que hay que documentar el bajo estatus, los errores, las decepciones y humillaciones recibidas, y además luego la ayuda, si se recibe, estigmatiza de por vida. «Para muchos, la vergüenza de ser pobres es peor que el sufrimiento que provoca la propia carestía». Esta situación, explica, le viene muy bien a los gobiernos para llamar vagos y avergonzar a los que menos tienen. El mensaje es que los problemas económicos tienen su origen en tus malas decisiones o, de nuevo, en que no te esfuerzas.
En las redes sociales, el análisis de datos sirve para obtener enfoques muy sofisticados de la vergüenza para dirigir la publicidad de forma más eficaz. La vergüenza motiva nuestras acciones en las redes casi tanto como el sexo. Los posicionamientos políticos o sociales y los conflictos que alimentan se basan en avergonzar a los rivales, las redes los alimentan y los promueven. Las famosas cancelaciones están estrechamente relacionadas: «Cancelar a las personas en el sentido actual es algo similar al rechazo religioso: negarse a hablar o incluso a mirar a un antiguo amigo o vecino que ha abandonado la fe».
Nada de esto quita que haya funciones positivas de la vergüenza. A pocos se les ocurriría hoy presumir de haber conducido borrachos como pasaba en los años 70. También sirve para denunciar la doble moral de los que abusan, ya sean políticos o los jefes de una empresa. El gran ejemplo contemporáneo del lado positivo de la vergüenza es la homofobia, antes estaba presente hasta en los grandes medios y ahora lo vergonzoso es caer en ella en cualquiera de sus formas. Igual que en el trato a las personas discapacitadas. En ese punto, cabe recordar a Larry David, que en un capítulo de su serie exigía que no se le llamase normal, que eso era de los 80, sino capacitado. Entretanto, de lo único que podemos tomar conciencia es de que el shaming es un trabajo colectivo que alimentamos entre todos. Todos somos víctimas y verdugos, todos luchamos contra algún estigma mientras reforzamos otro.
Bravo.
Aquí donde yo vivo, hay una publicidad de un antiespasmódico que da de ejemplos para consumir su basura de medicamento, «enfermedades» tan terribles como los nervios ante un exámen, o «mariposas» en la «panza» en el enamoramiento… Dignos discípulos de Goebbels son los publicistas de la industria farmacéutica, qué manera de trivializar los medicamentos. Para qué dejar a fuera a la gente sana. Ellos también pueden consumir medicamentos.
Pero diganselo a quien escribió, también en JotDown e irónicamente apareciendo en Artículos relacionados: «ha llegado el fin de la publicidad…» Dónde dice que la publicidad no es efectiva, y nunca te ha obligado a nada, según ése artículo. Sí cómo no. Dígale a las que se murieron por el desinfectante…