Un nuevo autor compila la literatura de acusaciones y sospechas en torno a Álvaro Uribe Vélez, expresidente de Colombia.
Si Tolstoi hubiera sido colombiano, podría haber iniciado su obra cumbre escribiendo: «Todas las familias de Medellín se parecen». Considérese Medellín como una metáfora de la misma Antioquia, el departamento colombiano de la que es capital y, prolongándolo lo suficiente, de la propia Colombia. Tolstoi especificaba de inmediato que, cada familia desgraciada, lo es «a su manera».
Podría ser el poeta y novelista Darío Jaramillo Agudelo, antioqueño por supuesto, quien en Cartas Cruzadas, plasmó mejor que nadie un friso de familias felices y en desgracia de la Colombia contemporánea: dos amigos, uno en Medellín y otro en Bogotá, se escriben compulsivamente durante toda su vida adulta relatándose sus vidas y recriminándose sus decisiones y actitudes. Las familias respectivas forman parte de las temáticas así como la constante correspondencia entre todos los personajes, que aman, padecen y, cómo no, luchan por la vida.
En un trasfondo de transformación social de los papeles de la mujer, la libertad sexual y el deseo de ascenso social, se contempla poco a poco como todo el entramado de amor, familia y amistad termina contaminado por los efectos del crecimiento del tráfico de estupefacientes. Así, un modesto profesor universitario portador de visa para entrar en Estados Unidos culmina siendo correo de los contrabandistas de drogas porque no soporta no tener el nivel de vida de su amigo del alma, un periodista deportivo que hereda toda la fortuna de su familia pero que deja toda la gestión a sus propios hermanos desheredados y que, casualmente, prosperan sin parar sin que él haga otra cosa que firmar y no preguntar cómo por desprecio al dinero y la tramitología.
Un cuñado que asciende de nivel de vida desde un modesto negocio que no lo hacía presagiar. La sorpresa de una hermana que se ha convertido en la verdadera gerente del negocio del contrabando y, finalmente, la enamorada esposa del profesor universitario que termina sola, sin conocer el destino de su marido, desaparecido para siempre, pero con un espléndido apartamento de una riqueza asombrosa que es suyo sin saberlo y que nadie puede reclamar.
De la felicidad de la riqueza, a la desgracia sobrevenida por la propia riqueza, unos miembros de la familia saben lo que sucede, otros no, hay preguntas pero muchos silencios. Y todos estaban allí, en medio de las casualidades.
Conozcan, por ejemplo, a Álvaro Uribe Vélez y su familia. Alberto Uribe Sierra, su padre, es citado por el periodista Fabio Castillo en su libro Los jinetes de la cocaína —cuya primera referencia bibliográfica aparece en 1987— diciendo que «era un reconocido traficante». Es un libro donde aparecen, entre otros muchos, todos los miembros históricos conocidos por las series de televisión de los famosos carteles de Medellín y Cali. Una anécdota más en el reporterismo sobre narcotráfico sino fuera porque en esa fecha Álvaro Uribe Vélez era senador de la República de Colombia y, antes de eso, había sido alcalde de Medellín y, posteriormente, gobernador de Antioquia. Finalmente, nada menos que presidente (2002-2010).
La familia Uribe Vélez está emparentada con la familia Ochoa. Sí, salen en Netflix. Ambas familias parecen disfrutar mucho de la tauromaquia y los caballos de paso fino, una maravilla equina colombiana. Circunstancias de la vida, los Ochoa son socios de Pablo Escobar y, casualmente, Álvaro Uribe Vélez fue director de la Aeronáutica Civil del Gobierno colombiano y todos los anteriores obtuvieron durante su período de mando pistas de aterrizaje en haciendas y selvas. Matricularon helicópteros y avionetas de la última tecnología, los usaron los unos y los otros y se dice que al antecesor de Álvaro Uribe en la Aeronáutica Civil fue asesinado precisamente porque no concedía estas licencias.
El fallecido periodista Fernando Garavito y el corresponsal —entonces— de Newsweek en América Latina Joseph Contreras, publican en el año 2002 su Biografía no autorizada de Álvaro Uribe Vélez. El subtítulo, mostrado entre paréntesis, es «El señor de las sombras». Hemos avanzado más años, y entre otras nuevas casualidades, se relata la aparición en documentación desclasificada del Gobierno de los EEUU donde se afirma y se muestran dudas sobre el pasado de padre e hijo y se les considera traficantes. Pueden imaginarse el revuelo, pues en 2002 Álvaro Uribe tomó posesión como presidente en medio de los momentos más duros de enfrentamiento civil entre Estado, paramilitarismo y guerrillas revolucionarias. El también periodista Sergio V. Camargo publicó en 2007 el libro El narcotraficante número 82 por ser este el número que ocupa Uribe en una lista que publicó la inteligencia norteamericana con ciento veinte sospechosos. Sí, Pablo Escobar también.
Téngase en cuenta que, Ernesto Samper, quien fue presidente entre 1994 y 1998, fue procesado por recibir financiación del cartel de Cali en su campaña electoral y, aunque el juicio terminó sin probar nada y el Congreso colombiano descartó aplicar cualquier tipo de cargo, los Estados Unidos sí retiraron la visa del presidente procedente del Partido Liberal. Uribe obtuvo una excelente cooperación de las administraciones de Estados Unidos.
Pero, más allá de las drogas, se señala en los nuevos textos a Uribe como sospechoso de fundar, promover, facilitar y prácticamente dirigir los grupos paramilitares desde la misma Gobernación de Antioquia con, de nuevo, extrañas casualidades. El paramilitarismo no es algo menor: no hablamos sólo de la proliferación de acciones de violencia descarnada por estos grupos sino que, con el tiempo, se han ido desvelando no solo como ejércitos privados en contra de la acción guerrillera, sino como estrategas del intento de exterminio (es una buena palabra) de exguerrilleros y militantes de izquierda, al tiempo que de apropiación de tierras de cultivo mediante el desplazamiento de los residentes (pequeños campesinos) y la penetración en las estructuras políticas del estado. Hay hasta una palabra para esto en Colombia: «parapolítica».
Les presento ahora a Santiago Uribe, hermano de Álvaro. El hoy candidato a la presidencia Gustavo Petro, reveló que Santiago había sido el promotor de un grupo paramilitar llamado «Los Doce Apóstoles». La periodista Olga Behar, publicó un extenso libro apoyándose en el testimonio de uno de los comandantes de puesto de la policía en la población de Yarumal, también en Antioquia, explicando la implicación de Santiago. Se pueden imaginar el relato: no solo la planificación y confabulación hasta del cura local en la perpetración de asesinatos, sino en la ocultación de ellos, la financiación de armas y entrenamiento por parte de particulares (entre ellos, Santiago Uribe), la petición de favores para no revelar lo que se sabe y, finalmente, las amenazas y persecución para evitar el testimonio del policía «arrepentido».
Podemos conocer también a Mario Uribe, primo de Álvaro. Fue, siendo senador, descubierto y procesado por sus conexiones con el paramilitarismo en medio de una delirante suma de coincidencias en las que, en medio de todo un tejido social, aparecen abogados vecinos de la familia Uribe que defienden a la familia Uribe y otros narcotraficantes. Acciones, reacciones, familiares y amistades se enredan los unos con los otros en tramas de una complejidad extraordinaria.
Los lazos familiares sorprendentes no terminan aquí. Futuros guionistas tienen material para escribir una saga, así se tome como ficción. Por ejemplo, el notario del último gran narcotraficante detenido (en 2021) conocido como «Memo Fantasma» —una investigación maravillosa del portal Insight Crime— resulta ser hermano de… Mario Uribe. Pero, a su vez, el personaje fue socio del esposo de la actual vicepresidenta de la República, Marta Lucía Ramírez, en una promoción inmobiliaria. Esta a su vez, admitió haber pagado la fianza de su hermano Bernardo, detenido en los EEUU por tráfico de drogas para que pudiera asistir a su juicio en libertad. Fue condenado. Cerrando el círculo, Álvaro tiene una cuñada a la que se conecta con el cartel de Sinaloa. Y así pueden encontrarse un sin número de menciones a vínculos de todo tipo entre familias que terminan conectadas entre sí. Todas las familias ¿felices? se parecen pues.
Una persona cuerda se estará preguntando ahora: ¿Y cómo han reaccionado las autoridades y la propia familia Uribe ante tantas publicaciones comprometedoras? No hemos mencionado las decenas de columnas que en las últimas décadas han ido aportando más coincidencias y sospechas, no hay espacio razonable para ello. Es obvio que han sido negadas o desestimadas con todo tipo de argumentos. Lo cierto es que todo puede confrontarse por la ausencia de documentos concluyentes, testimonios relevantes pero que pueden quedarse en un tú-dices-yo-digo, aclaraciones gubernamentales sobre la deficiente naturaleza de la inteligencia desclasificada, chascarrillos ingeniosos del propio Uribe, etc. Pero también testigos que mueren en, otra vez, extrañas circunstancias, o que reciben amenazas, periodistas que se ocultan y que huyen ante el peligro de sus vidas por… no se sabe quién.
Álvaro Uribe publicó su propia autobiografía hace unos pocos años. El libro, como no puede ser de otra forma, es una encendida defensa de su tarea como presidente y sus grandes logros. Si se le conecta con el tráfico de drogas, él aporta que en su mandato se extraditaron más de mil narcos. Define el narcotráfico como lacra. Dedica párrafos a lo inconveniente de legalizar las drogas, explica las causas de la violencia en Colombia de forma que podría firmar cualquiera. Recuerda que Colombia estuvo a punto de ser considerado un estado fallido. Pone en evidencia que él llegó a un acuerdo para desmantelar el paramilitarismo y que extraditó a sus jefes. Loa la democracia y el derecho. Admite que cometió errores, aunque no los especifica: muchos entenderán que se refiere a los «falsos positivos» (civiles asesinados por el ejército y presentados como guerrilleros). Y nos regala un par de comentarios que permiten desvelar a un hombre y un contexto: «Durante varios años dormí con una escopeta y un revólver a mi lado (en el suelo, debajo de la hamaca)». La periodista Vicky Dávila, afín a Álvaro Uribe, en un libro dedicado al conflicto con su sucesor, Juan Manuel Santos, le cita autodefiniéndose: «Yo soy muy mal político porque el activismo no me deja calcular y en la vida lo que he hecho es proceder en función de lo que creo, sin cálculo».
El contexto de la familia de Álvaro Uribe y de las familias ganaderas y agricultoras de Antioquia, las de toda Colombia, no se puede entender sin las dos vertientes: por un lado, el ascenso del contrabando seguido por el auge del comercio ilegal de marihuana y posteriormente el de cocaína. Y, por el otro, la presión de las guerrillas revolucionarias de extrema izquierda (que también están involucradas en el narcotráfico): el investigador Ariel Ávila presenta en su texto Detrás de la guerra en Colombia cifras que muestran que entre 1997 y 2008 solo las FARC-EP (no solo las FARC han existido) llevaron a cabo un promedio aproximado de mil (1.000) acciones anuales. Si en vez de sólo cifras hablamos del temor a ser secuestrado o extorsionado, tenemos una representación de los miedos y motivos para la reacción de quienes pueden ser secuestrados. Ese cuasi estado fallido que se produjo entre el final del siglo XX y el comienzo del XXI.
El caldo de cultivo no es una prueba. ¿Cómo entonces puede ser que tanta casualidad no genere una conclusión definitiva, incuestionable? En España, desde la Guerra Civil ha pervivido la disputa sobre el grado de responsabilidad de Santiago Carrillo sobre los fusilamientos de Paracuellos del Jarama. Se habla de miles de personas. No se cuestiona que fue un crimen horrible. Pero los historiadores no terminan de demostrar ambas tesis: que no pudo hacer nada y no fue su responsabilidad, o que fuera imposible que no supiera nada ni que no lo permitiera. Carrillo llegó a decir: «¿Se imaginan una ciudad sitiada, bombardeada a diario, en la que mueren niños, mujeres, viejos? ¿Se imaginan el odio que había?».
C. Arteaga Durán se presenta como «un joven estudiante de derecho de 8º semestre en universidad pública, estudié algunos años de algo de artes visuales pero no culminé, me gusta el periodismo de investigación y me identifico con las ideas progresistas». No me quiere dar más detalles personales porque «vivo en Colombia y escribir un libro sobre Uribe en Colombia es una sentencia de muerte». Acaba de publicar por su cuenta un texto que compila todas las fuentes que hemos mencionado y muchas otras. Lo titula: El hombre de las siniestras casualidades. No oculta su sesgo y su dictamen: para él no hay duda. Yo, sin embargo, le pregunto por dónde está la pistola humeante.
«Yo creo que no solo hay una pistola humeante sino muchas. Incluso un arsenal. Pero lo que sucede es que vivimos en Colombia y —algo muy importante a tener en cuenta— somos casi otro estado de EEUU. O una colonia, si se quiere». Hablamos de las familias. Y me recuerda: «Mi libro comienza así: La familia Uribe Vélez tiene sus orígenes en la Antioquia tradicional. Una persona colombiana sabe que esa Antioquia tradicional es ultraconservadora, ultracatólica y campesina».
Decido localizar y preguntar a muchos de los autores que hemos citado aquí. Sorprende la dificultad para localizar a algunos. Publican correos electrónicos pero no funcionan. O no se responde. O los intermediarios preguntan y preguntan. Alguno me sugiere que debo inquirir a antiguos miembros del Gobierno de Juan Manuel Santos o a algún exembajador de Estados Unidos, incluso a los asesores de Obama para América Latina. Lo cierto es que Myles Frechette, embajador de EEUU en Colombia en los años noventa, publicó junto al periodista Gerardo Reyes un libro titulado Frechette se confiesa y que, tras su fallecimiento, la revista Semana resumió, en lo que se refiere a Álvaro, el hijo de Alberto Uribe Sierra, de la siguiente forma: «el Gobierno norteamericano estaba tan satisfecho con la gestión de Uribe que decidió no pararle bolas a los rumores que circulaban en su contra». En el español de Colombia, «parar bolas» es «hacer caso».
El 28 de abril de 2022, la jueza Carmen Helena Ortiz Rassa ha determinado que hay base para juzgar a Álvaro Uribe Vélez por un intento de compra de testigos. El testigo, un exparamilitar, acusa a Álvaro Uribe de ser organizador del Bloque Metro de los paramilitares colombianos. Su acceso a la información se debe a que, siendo un muchacho, residió en la Hacienda Guacharacas, donde Alberto Uribe fue, según la leyenda, asesinado por las FARC. Y, según informaciones críticas, por sus vínculos con el narcotráfico. Daniel Coronell, otro periodista, ha sido esencial al publicar todas las fuentes de datos del sumario. Coronell, quizá la figura más destacada del periodismo colombiano de hoy, vive en Miami porque fue amenazado y lleva años publicando historias repletas de preguntas comprometidas para el expresidente. Tras conocerse esta sentencia, Álvaro Uribe ha declarado: «Han expropiado mi reputación».
Es una secuencia de coincidencias y nudos entre familiares y compañeros del destino que no se agota, y que extiende sus raíces abarcándolo todo. Cada familia desgraciada lo es, «a su manera»: y uno presume que todo este relato no es sino la suma de demasiadas desgracias en un país que tiende a helarte el corazón con demasiada frecuencia.
No sé, me merece crédito, pero no sé. Siempre se obvia la cuestión esencial: sin el dinero enorme que el comercio de drogas ilegales genera la corrupción y violencia en Colombia no desaparecerían, pero se volverían razonables y manejables. Hampa siempre hubo, hay y habrá; la hipertrofia, regándola con la pasta de las drogas, es el enojo de hace ciento cincuenta años. Luego la deshonra es para los Uribe, Escobar, Samper (nombres hispanos); la muerte para los pobres (generalmente hispanos también); la coca y la heroína son menos racistas: anglos e hispanos se la meten lo mismo.
Es un timo y un arma de dominio del norte anglo sobre el sur hispano. Mientras no se señale eso, seguiremos mareando la perdiz.
Obviamente mi comentario no quiere ser racista: muchos norteños abominan de esta farsa y muchos sureños se aprovechan.
Los Bush, Clinton, Obama, Trump, Biden son más basura en este juego que Los Uribe y Samper.
Siempre se a sabido que EEUU tiene a Colombia como su titere por eso acá nunca se va acabar el narcotrafico y no le van hacer nada a alvaro uribe
La doble moral de USA se ve cada dia mas grande , sea quien sea su presidente nunca haran nada contra Uribe porque a ellos solo les interesa el dinero y tener a Colombia como una colonia mas cuando esos que gobiernan a Colombia siempre han sido los lavaperros del momento .
Mientras se pueda seguir usando aquello de «Es un hijoputa, pero es nuestro hijoputa» se seguirá mirando para otro lado.
Y ni les digo que esta gente se perpetúa en el poder gracias a que es «O ellos o Venezuela»
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