En los potreros del barrio Residencial Oeste de la ciudad de Córdoba, gracias a Dios y a la admiración de los adversarios, siempre se cuidó a los futbolistas habilidosos, a los destacados, a los que simplemente jugaban bien.
Ahora, en el barrio, ya no hay más potreros.
Un potrero se puede definir por el espacio físico donde se desarrolla: terrenos baldíos, extensas planicies de tierra abandonada sin césped, plazas sin árboles, arcos improvisados con camisetas.
También se definen por el protagonismo del niño que desarrolla un estilo de juego singular con las ausencias de entrenadores, padres, madres, capitanes, árbitros, tutores o reglamentaciones escritas.
El potrero no es solo un modo de juego, sino también un juego que se escribe mientras se improvisa con alternativas múltiples como la cabeceada, el «co-ca-cola», el gol entra, el fútbol-tenis y eternos desafíos que se disputan hasta cuando se esconde el sol.
El fútbol de potrero es improvisación, habilidad individual, incorporación de códigos tácitos, un duelo de dos equipos sin víctimas, una misa pagana donde es preferible perder con amigos que ganar con perfectos desconocidos, una performance de arte contemporáneo, una escuela de rudeza, un curso rápido del sentido de justicia, el respeto de los pataduras, una película de un cine continuado donde se forjan héroes efímeros en cada caño. En el potrero el fútbol es el jugador y el jugador es el fútbol. Porque en el potrero se respeta a los habilidosos.
Dos décadas atrás, en el barrio Residencial Oeste de la ciudad de Córdoba aún existían potreros. Allí, «gracias a Dios, siempre se lo cuidó» a Lucas «el Chinito» Zelarayán, como recuerda su hermano mayor Carlos Javier, «el Chino». Pero ahora no hay más potreros. Es que el fútbol global —sin potreros— se parece demasiado.
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El primer viaje a Armenia es en octubre de 2021. La selección participa en las eliminatorias para el Mundial de Qatar: doble fecha contra Islandia y Rumania. Cuando Lucas Zelarayán aterriza en Ereván, la ciudad capital con una división administrativa diferente a los diez marzes en que se divide el resto del país, lo tratan muy bien desde el primer momento, se encuentra con gente muy amable y servicial que lo hacen sentir repentinamente uno más del plantel. Lucas dice que tuvo suerte de aprender lo básico del idioma inglés desde que llegó en 2020 al Columbus Crew, equipo de la liga estadounidense donde se transformó en su líder.
El liderazgo se basa en el juego de potrero, pero también se despliega en triunfos, estadísticas y copas que se lucen en las vitrinas del equipo: consiguió el campeonato durante la primera temporada en la Major League Soccer, lo eligieron como el MVP ( jugador más valioso, por sus siglas en inglés) de la final de 2020 por un doblete en el 3-0 frente a los Seattle Sounders, ganó la Campeones Cup en la que vencieron al Cruz Azul y fue elegido jugador del partido. En total jugó 53 partidos con el Crew: 21 goles y 19 asistencias. Sobre fines de 2021, el presidente Tim Bezbatchenko y la comisión directiva decidieron extender su contrato hasta 2024, con opción hasta 2025.
Lucas habla un poco de inglés gracias a su estadía estadounidense, y logra comunicarse con la mayoría de sus compañeros y con los dirigentes de la Federación Armenia. «Eso es muy importante. Así me puedo adaptar rápido». Veinticuatro horas antes de llegar a Ereván, Lucas se sube a un avión en Columbus, la capital del estado de Ohio. El primer trasbordo es en Nueva York y desde allí cruza el Atlántico hasta París, la segunda parada. Luego, recorre los últimos 3418 kilómetros en cuatro horas y cuarenta y cinco minutos desde el aeropuerto de Charles de Gaulle hasta el aeropuerto de Zvartnóts de Armenia, donde se prepara para vivir sus primeros ochos días para los duelos de eliminatorias.
Lucas no probó el jorovats, ni la harisa, ni el dolma —el arroz con jugo de limón envuelto en hojas de vid que se prepara con carne— por recomendación del cuerpo técnico, para que no haya variantes alimenticias en tan poco tiempo de estadía. Lucas concentra, entrena, recorre las calles céntricas de estilo soviético de Ereván, la única ciudad del sur del Cáucaso con más de un millón de personas, y no encuentra nada «tan diferente» a lo que es Argentina. «No encontré diferencias muy grandes a lo que somos nosotros y nuestra cultura. Hay muchas costumbres parecidas, incluso la gente es amable, divertida», dice el jugador que lleva el número 10 en la camiseta del Columbus Crew y el 9 en la selección de Armenia. No es el primer argentino nacionalizado armenio; antes había llegado el jugador del Boca Juniors Norberto Briasco Balekián, pero no fue convocado para el partido contra Islandia.
El jugador que no sabe de qué zona de Armenia llegaron sus ancestros y que dejó de soñar con una convocatoria de la selección argentina se prepara para debutar en el Laugardalsvöllur de Reikiavik en búsqueda de una clasificación para el mundial. En el fútbol global todavía existe algo del fútbol de potrero.
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En los potreros de la ciudad de Córdoba las competencias siempre fueron sanas. Los niños disfrutaban que llegara el mejor de otro barrio para jugar. Entonces, cada vez que llegaba el pequeño Lucas no le pegaban, lo dejaban jugar y trataban de ganarle en buena ley. En los alrededores del barrio Residencial Oeste siempre se admiró al joven que a los catorce pensó en abandonar el fútbol luego de una lesión. «Obviamente que alguna patadita se habrá llevado, pero en el barrio se jugaba así», recuerda en diminutivo Carlos Javier, como apaciguando los golpes que recibía su hermano.
«Mi papá jugaba al fútbol de chico, a él le encantaba, pero a los veinticuatro años entró a trabajar a la fábrica de Renault en Córdoba. Él era oriundo de San Francisco del Chañar, un pueblito cerca de la provincia de Santiago del Estero. Se vino a Córdoba capital a trabajar y dejó completamente el fútbol. Pero él siempre fue futbolero y creo que de ahí todos sacamos el amor por el fútbol», recuerda Lucas sobre la inmigración de su padre del pequeño poblado hasta la capital cordobesa en pleno proceso de industrialización.
Don Carlos trabajó doce años en Renault hasta que, en una época de despidos, dejó la fábrica. «Con mi papá no tenían argumentos para echarlo porque no había faltado nunca a trabajar en más diez años. Hasta que llegaron a un arreglo, mi papá deja de trabajar y con ese arreglo compró el terreno en el barrio. Al poquito tiempo nos vinimos a vivir así nomás, como estaba, sin ventanas, sin puertas, sin contrapiso». Carlos Javier recuerda la casa: las cañerías eran mangueras. Durante las mañanas, el padre se levantaba muy temprano para regar la cocina porque el piso era de tierra. Primero lo barría y luego lo mojaba para que no se levantara el polvo.
«Gracias a Dios, nunca la pasamos mal, nunca pasamos hambre, mis viejos siempre fueron muy laburadores. En poquito tiempo levantaron la casa. Uno que es más grande recuerda más cosas que mis hermanos más chicos. De todo lo que la luchó mi viejo y mi vieja para darnos todo a nosotros». El hermano mayor tiene recuerdos más nítidos del pasado. Ese pasado es la base del apoyo incondicional de la familia a Lucas desde que empezó a aparecer en el fútbol profesional. Ahora ya no hay más tierra, ni en los potreros, ni en la casa de la infancia, aunque todos sigan viviendo en el mismo barrio.
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La familia Zelarayán es muy pasional. Todos son futboleros: papá Carlos, mamá Selva, los cinco hermanos varones: Carlos Javier, Gastón, Martín, Lucas y Marcos; y Gisela, la única hermana. Todos juegan al fútbol, los varones y la mujer. «Todos hacemos deportes y todos pasamos por distintos clubes, algunos siguieron y otros no. La satisfacción de ver a Lucas como profesional es una alegría enorme para una familia futbolera», dice el hermano mayor. Y la alegría se expande porque Lucas debutó y brilló en el club del que toda la familia es hincha: Belgrano.
Cuando Lucas tenía catorce años jugaba en las inferiores de Atalaya, un club de la Liga de Córdoba que estaba gerenciado. Los directivos deciden llevar a cincuenta jóvenes a probarse al Talleres —archirrival del Belgrano—, pero no a Lucas, porque estaba lesionado: un golpe arriba del tobillo con fisura del peroné. Estuvo casi dos meses para recuperarse y en ese ínterin pensó en abandonar el fútbol. Estaba enojado. Todos los hermanos y sus padres insistieron en que no abandonara el deporte para el que tenía talento. Luego de seis meses sin jugar, su padre le dio un ultimátum.
—Si no querés jugar al fútbol, vení a trabajar conmigo.
—Bueno, voy a jugar de nuevo, pero a dónde, si estoy mal físicamente.
—Vamos a probar a Belgrano de una, así como estás. Apenas te vean jugar al fútbol vas a quedar.
A través de un amigo de Carlos Javier, Lucas tiene una prueba en el Belgrano y le dicen que no, que prescinden de él. Había estado toda la semana entrenando. En el camino de regreso de la cancha hacia el vestuario se cruza con un coordinador de inferiores, Julio Castro, que había trabajado en Atalaya. Julio lo reconoce.
—¿Vos sos Zelarayán?
—Sí.
—¿Te acordás de mí? Yo te llevé al mundialito de Brinkmann que jugamos con Atalaya.
—Sí, sí, me acuerdo.
—¿Y vos qué hacés acá?
—Me vine a probar, pero no quedé.
Castro no dudó y fue a hablar con el técnico de inferiores: «Tenelo un mes acá y, si en un mes no te convence, lo dejamos libre». Luego de un mes de entrenamiento, le hicieron el carné, la firma y el fichaje en el Belgrano, el club de sus amores. Cinco años después debutó en la primera división del fútbol argentino con el plantel que venía de vencer a River en la promoción, condenándolo al descenso de la categoría. Fue el 24 de abril de 2012, con diecinueve años y en un partido contra Rosario Central por los octavos de final de la Copa Argentina. En Belgrano jugó 84 partidos, convirtió 10 goles y 7 asistencias. En 2015, antes de partir a los Tigres de México, el 10 del Belgrano jugó su último partido contra Colón, y fue ovacionado por 57 000 espectadores: «El Chino no se va».
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Cuando Lucas empezó en la filial del Belgrano en la Liga Cordobesa, toda la familia trabajaba en un taller de zapatos, un microemprendimiento que montaron los Zelarayán luego de que el padre perdiera su trabajo en la Renault. Cada uno de los integrantes tenía una función. El padre, la madre, los hermanos mayores: Carlos Javier, Matías y Gastón junto con sus respectivas esposas, todos trabajaban. La Argentina de 2005 se reponía de las secuelas de la crisis política, económica, social e institucional de 2001 que causó la renuncia del entonces presidente Fernando de la Rúa. La tasa de desempleo que había alcanzado su punto máximo del 21,5 por ciento había bajado al 9 por ciento. Mientras, en Residencial Oeste, cada día llegaban hasta el taller entre cuarenta y cincuenta pares de zapatos. Tenían un plazo de dos días para armarlos. Un trabajo artesanal. El padre y la madre cosían. Los hermanos martillaban y pegaban, de modo tal que cuando pasara un empleado a retirarlos en una Fiorino estuviera listo el armazón del zapato. Luego, el corte final de la colocación de las suelas y cordones y el lustrado se hacían en la fábrica. El taller funcionaba en la casa familiar y todos se turnaban para llevar a Lucas al entrenamiento.
Por aquellos años, la familia tenía un Peugeot 504 que les traía algunos dolores de cabeza. Debían recorrer 35 minutos por Circunvalación hasta llegar al predio de Villa Esquiú, donde entrenaba el Belgrano. De vez en cuando, el motor del auto se calentaba y debían quedarse a la vera de la avenida para tratar de solucionar el inconveniente. Recuerda Carlos Javier: «Era una incertidumbre salir con el auto en esa época. Tan mal no la pasamos, pero sabíamos que por ahí el viaje se podía complicar».
Don Carlos Zelarayán tenía una idea remota de que era de descendencia armenia, pero no estaba seguro; podía ser armenia o vasca. Con el paso del tiempo, cuando Lucas tramitó el visado para jugar en Europa —en caso de que le tocara— descubrieron que la ascendencia era armenia. El abuelo paterno fue enfermero en una clínica en el norte de la provincia de Córdoba, en San Francisco del Chañar. El abuelo materno trabajaba en una minería en Ojo de Agua (Santiago del Estero). Sus padres se conocieron porque tenían primos conocidos. Ocurrió en una fiesta familiar cuando el papá viajó a visitar a un amigo que era primo de la mamá. Años después llegaron a Córdoba. «Papá se vino de soltero y mi mamá también. Se conocían del norte y después acá siguieron de novios, pero cada uno vino por su parte».
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Durante 2018, mientras Lucas llevaba su tercera temporada en México, comenzaron las conversaciones con los dirigentes de la Federación Armenia. Por aquel entonces, tenía la ilusión de una convocatoria para la selección argentina y no estaba interiorizado en las características de la selección de Armenia. «Pasaron los años, ese contacto se perdió y se volvió a retomar en 2020. Después de hablarlo mucho con mi familia, terminé tomando la decisión porque sentía que era una gran oportunidad para mí. Estoy contento con la decisión que tomé y la experiencia que estoy viviendo en Armenia», dice Lucas. El primero que se contactó fue el presidente de la Federación de Armenia. Luego lo llamó el técnico Joaquín Caparrós. Debutó en la selección por las eliminatorias europeas el 7 de octubre de 2021 con una asistencia en el 1-1 frente a Islandia de visitante. Fue titular en el equipo que dirige el español Caparrós, y a la media hora de juego ejecutó el centro del gol de Kamo Hovhannisyán. Jugó hasta los dieciocho minutos del complemento, cuando fue reemplazado por Bayramyán.
Lucas está casado con Paula y tiene dos hijos: Bautista, de tres años, y Antonela, de uno. Al ídolo del Belgrano, cada vez que vuelve al barrio de Córdoba de vacaciones, le piden fotos y autógrafos. Cada vez que regresa no alquila ninguna casa, no va a ningún hotel: su estadía es en el hogar de sus padres. La gente sabe que está ahí, entonces golpean la puerta, le piden fotos, quieren un pantalón o una media.
En el living de la casa de siempre hay un mural con dos fotos de Lucas. Dos gigantografías. Una retrata su consolidación en la primera del Belgrano en 2014, cuando le convierte un gol polémico a River; un gol que no fue, porque el arquero Barovero saca el balón en la línea. En la foto, Lucas celebra y todo el plantel de River está discutiendo con el árbitro. La otra es un instante de Lucas en un partido en el Columbus el año que salió campeón.
Todos siguen viviendo en Residencial Oeste. Carlos Javier vive a la vuelta de la casa de su padre y describe la geografía familiar: «Mi viejo vive al frente de la plaza, en la esquina de la plaza está mi hermano, al fondo de la cuadra está mi otro hermano y al lado mi hermana. Así que estamos todos cerca».
—¿Es la misma casa de aquel terreno que compró cuando se fue de la Renault?
—Sí, es la misma casa.
En el barrio de los potreros hay cosas que no desaparecen.
Hermoso y conmovedor artículo debido a las cosas que compartimos por ser argentinos, en especial modo con ese barrer el piso de tierra apisonada bien temprano para que no levantara polvo cuando el sol estaba a pico, tener un coche viejo que te dejaba a pie en la mitad del camino y un abuelo que vaya a saber de dónde vino. El potrero se sobrentiende aunque no lo nombre, porque sin ese pedazo de tierra con límites invisibles de común acuerdo nos faltaría una parte para ser argentinos. Siempre pensé que Zelarayán era un apellido español, por la zeta y el acento. Sospecho que el original no se escribía así siendo armenio. Gracias por la excelente lectura.