Viene de «El fugaz resplandor de Mijaíl Tal (1)».
El genio de cristal
Era un hombre inusual. A veces creo que Misha voló desde otro planeta solamente para jugar al ajedrez, y que después voló de regreso a casa. (Sally Landau)
La coronación de Mijaíl Tal fue un canto a la poesía, a la creatividad y la fantasía. Intuición frente a lógica, imaginación frente a cálculo. Se cuenta que una vez Tal le dijo al joven Kaspárov: «Primero haz el sacrificio, ¡y después lo calculas!». La belleza y originalidad de sus partidas lo convirtieron rápidamente en un favorito de los aficionados, en una época donde lo que más se había estado valorando entre los Grandes Maestros era todo lo contrario: el orden estratégico y la disciplina teórica. Tal, por contra, ofrecía partidas excitantes, que eran como películas donde uno nunca sabía por dónde iba a saltar la sorpresa.
Además, su simpatía y su sentido del humor le ganaron rápidamente el cariño del público y la prensa. Incluso sus rivales, aquellos a quienes su ajedrez genialmente caótico sacaba de sus casillas, le profesaban un gran afecto. Tenía elogios para todos. La primera vez que perdió una partida contra Bobby Fischer, a quien había humillado no mucho tiempo atrás con aquel 4-0, le preguntaron qué había sentido al ser finalmente derrotado por el norteamericano. Tal se limitó a sonreír, diciendo: «Es difícil jugar contra la teoría de Einstein». Así era él. Siempre tenía una sonrisa en la boca, siempre una frase ocurrente; quizá por eso mucha gente no consiguió entender su autodestructiva deriva posterior.
Su reinado solamente duró meses. Los problemas de salud, especialmente renales, empezaron a martirizarlo apenas hubo conseguido la corona mundial. La brevedad de su dominio tuvo varias causas. Por un lado, Botvínnik se preparó concienzudamente para la revancha programada el año siguiente de perder la corona frente al joven Tal. Este siempre dijo que Botvínnik le ganó la revancha en buena lid, porque se había preparado más que él… pero a nadie se le escapa que por entonces Tal ya estaba empezando a sufrir los síntomas de la dolencia renal que lo martirizaría de por vida, y que le impedirían rendir a su verdadero nivel en el ajedrez. Aquel iba a ser el sino de su carrera. Estaba destinado a ser una estrella fugaz.
De hecho, tras perder la corona su salud empeoró tanto que nunca más pudo volver a ser un serio candidato al título. Salvo en breves periodos de mejoría, las partidas de ajedrez —que suelen prolongarse por cuatro o cinco horas de máxima concentración— se convirtieron en algo inasequible para él. Sus rivales, consternados, veían cómo el todavía joven Tal se venía abajo después de solamente un par de horas de juego: su cuerpo sencillamente no lo aguantaba. Lógicamente su talento no desapareció, como muestra el hecho de que siguiese siendo un ajedrecista temible en torneos de partidas rápidas, donde la resistencia física ya no contaba tanto y el maltrecho Tal seguía venciendo sin problemas a todos los demás (excepto a Fischer) a base de aquella imaginación imparable.
Pero en un torneo normal tenía considerables problemas para soportar la dureza de la competición. No podía tolerar el ritmo de varias horas de ajedrez al día. Más de una vez tuvo que abandonar un torneo para ser ingresado en el hospital ante la insistencia de sus propios contrincantes, quienes se sentían seriamente preocupados por su estado de salud, especialmente cuando el obstinado Tal se empeñaba en seguir jugando pese a que resultaba evidente que se estaba derrumbando y que parecía a punto de padecer un colapso en cualquier momento.
Aun así, Tal acudió al Candidatos de 1962 tras haber pasado por el quirófano recientemente; apenas estaba en condiciones de competir y sus resultados sufrieron en consecuencia, ya que quedó en último lugar. En 1964 se recuperó lo suficiente como para quedar cuarto en el Interzonal y clasificarse para un nuevo Candidatos, en el cual eliminó contundentemente a Lajos Portisch y se deshizo también de un duro rival, el danés Bent Larsen, pero terminó siendo derrotado por la nueva estrella ascendente, Boris Spassky. El enfrentamiento empezó igualado, pero el cada vez más intratable Spassky se impuso con claridad en las últimas partidas para convertirse en el nuevo aspirante. Fue la última gran oportunidad de que Mijaíl Tal hubiese podido disputar el título de nuevo, pero ya no estaba al cien por cien ni su resistencia era la misma.
Nunca nadie estuvo seguro sobre qué hubiera conseguido Mijaíl Tal de no haber estado enfermo, de haber podido rendir nuevamente a su plena capacidad. Siendo como fue el gran genio del ajedrez de ataque de su generación (y probablemente de todas las generaciones) debió haber rivalizado con Fischer y Spassky. La mala salud congénita se lo impidió. Él, cierto es, apenas hizo nada por mejorar su condición física. Fumador empedernido, comenzó además a beber profusamente, un problema que arrastraría durante el resto de su existencia y que obviamente no ayudaba a sus débiles riñones. Su desordenado modo de vida se convirtió en un constante motivo de preocupación en el mundillo del ajedrez, e incluso sus rivales temían que la combinación entre sus diversas dolencias y un tren de vida caótico pudiesen conducirlo a un temprano desenlace fatal.
Mijaíl Tal era un genio frágil; nunca fue un individuo conflictivo como Fischer, pero era incluso menos pragmático que su colega norteamericano. Tal estaba poco preparado para una vida convencional; su astronómico talento y su mente devota de la poesía abstracta parecían alejarlo de las preocupaciones terrenales. No se desempeñaba bien en tareas cotidianas. Nunca quiso aprender a conducir, por ejemplo, y llegó a regalar algún que otro automóvil recibido como premio porque no se sentía capaz —o no le apetecía— averiguar cómo se manejaba aquel artefacto. Su capacidad intelectual era obviamente superior, pero su personalidad lo llevaba a mostrarse desamparado ante problemas más bien triviales y a menudo necesitaba ayuda para que sus asuntos no terminasen en un completo desastre. Para colmo, aquello que realmente hacía bien, el ajedrez, se resentía a causa de su quebradizo organismo. Es como si Tal se dijese: ya que parece que nada me va a ir bien, contribuyamos a estropearlo un poco más.
Durante algunos periodos, sin embargo, su salud mejoraba, por ejemplo como resultado de alguna cirugía. De repente parecía renacer de sus cenizas: en la década de los 70 conoció algunos inesperados momentos de gloria ajedrecística. En aquellos paréntesis de mejoría volvió a ganar torneos importantes de manera convincente y es, de hecho, el poseedor de las dos rachas más largas sin conocer la derrota de toda la historia del ajedrez: una racha de 95 partidas invicto (49 victorias, 46 tablas) y otra racha de 86 partidas (47 victorias, 39 tablas). Pero estas rachas no se prolongaban lo suficiente como para que pudiese aspirar de nuevo a combatir por el título mundial, el cual se disputa cada tres años después de un largo y trabajoso ciclo de clasificaciones. Por mucho que su condición física mejorase y que su ajedrez volviese a conocer cotas muy buenas, seguía sin ser suficiente como para permitirle aspirar a recuperar aquel trono en el que tan poco tiempo estuvo sentado. Eso sí, durante su carrera acumuló seis títulos del disputadísimo campeonato nacional de la URSS, una marca solo igualada por Mijaíl Botvínnik.
Tras el renacer de los años 70, los problemas físicos volvieron a acosarle durante los años 80. Apenas pasada la cuarentena, Tal se enfrentó a un rápido declive físico. Aún pudo hacerse con algunos torneos menores, pero solía tener problemas en los más potentes porque su salud había comenzado a deteriorarse velozmente. Aunque nunca abandonó el ajedrez de primera línea, su condición iba empeorando visiblemente conforme transcurría el tiempo. Durante sus últimos años llegó incluso a desarrollar una adicción a la morfina después de una de sus múltiples intervenciones quirúrgicas, aunque cuando le preguntaron si se había convertido en adicto respondió con su característica sorna: «Oh, no, solo soy adicto a Chigorin», refiriéndose al antiguo maestro de ajedrez ruso cuyo apellido rimaba remotamente con el nombre de la droga en cuestión.
La estrella del antiguo campeón mundial fue apagándose poco a poco, pero su presencia en el mundo del ajedrez no dejó de ser notada y apreciada hasta su mismo final. Fue uno de los jugadores más queridos y sus problemas personales constituyeron causa de desasosiego, pero también de simpatía. Además, aunque su juego hubiese decaído, siempre quedaba la posibilidad de que se sacase un truco de la chistera y transformase una partida rutinaria en un espectáculo. Finalmente, en 1992, cuando tenía cincuenta y cinco años, su organismo cedió y Mijaíl Tal murió a causa de un último fallo renal.
Su pérdida consternó al mundo del ajedrez, aunque probablemente había vivido más de lo que muchos habían previsto muchos años atrás. No fue el campeón que podría haber sido, eso es algo que todos en el ajedrez saben bien. Su organismo no estuvo a la altura de su genial mente. Su personalidad irresponsable tampoco ayudó a mejorar las cosas. Digamos que Mijaíl Tal no fue el campeón que pudo haber sido, pero que fue sencillamente el campeón que sí fue. Quizá no pudo haber sido de otra manera. Quizá estaba escrito en las estrellas que así fuera. Quién sabe.
«Cada partida es tan única y valiosa como un poema»
Mijaíl Tal fue un romántico en la vida, y también un romántico en el ajedrez. La diferencia, quizá, es que para ser un romántico en el ajedrez y aun así llegar a campeón se necesita un talento casi sobrenatural. Para Tal, el ajedrez era un arte y no otra cosa. La manera en que logró imponer su juego artístico e improvisador sobre el estilo más estratégico y teórico de su tiempo, considerado sobre el papel como superior, es una muestra de hasta qué cotas llegaba la profundidad de su visión y a qué alturas rayaba su fantasía creadora. La vida, en cambio, le impidió desarrollar todo aquel potencial.
Bobby Fischer, el otro genio fugaz de su época, desperdició una buena parte de su inconmensurable talento en una constante pelea con el mundo y contra sí mismo. Para Tal, en cambio, las cosas vinieron impuestas casi de nacimiento; es cierto que nunca se cuidó, pero hablamos de alguien que a los veinticinco años ya no estaba en condiciones de competir a primer nivel, quien tuvo que renunciar al trono después de apenas un año porque sus riñones estaban empezando a fallar. Quizá decidió que, perdido aquello, no tenía mucho más que perder. Es un problema ser un romántico en la vida, porque en el tablero únicamente se pierde una partida. Pero la vida no es un juego y las derrotas son mucho más duras.
La leyenda, por contra, sí suele florecer en mitad de la desgracia y las condiciones adversas. Fischer es una leyenda a causa de su carácter problemático y su tormentosa vida, tanto o más que por la potencia de su ajedrez. Mijaíl Tal, el Mago de Riga, quizá no es tan famoso entre el público general, pero dentro del mundo del ajedrez es una leyenda comparable a la del norteamericano.
La belleza de sus partidas encaja a la perfección con su vida bohemia y desordenada; hubo tan poca lógica en su día a día cotidiano como la hubo en sus indescifrables maniobras sobre el tablero. Además, él tuvo a gala presumir de aquel ajedrez de improvisación, se sentía satisfecho y orgulloso de su búsqueda de la excelencia estética, por más que para ello hubiese de «traicionar» la excelencia matemática que tanto valoraban muchos otros maestros considerándola como la única verdad posible. Para Tal, la belleza era tan verdadera como la corrección. Siempre defendió esa filosofía de juego y sus seguidores han hecho lo mismo.
A menudo se dice que un ordenador no puede entender las partidas de ataque de Mijaíl Tal, porque un ordenador puede calcular infinidad de variantes y se da cuenta al instante de que Tal cometió errores, de que su plan tenía una grieta en alguna parte. Pero, para un ser humano, aquellos «errores» eran la esencia de su juego, lo que le confería originalidad y belleza, lo que hacía que fuese un arte. El ajedrez no tiene corazón cuando se disputa entre dos máquinas. Solo el ajedrez entre dos seres humanos, con sus imperfecciones y cuando sabemos todo cuanto les afecta, tiene alma y resulta auténticamente emocionante. El ajedrez, así, enfrenta no solo a dos movedores de piezas, sino a dos vidas diferentes, a dos personalidades, cada una de ellas con sus condicionantes. No hay misterio ninguno dentro de una máquina; son todo unos y ceros. Pero sí hay misterio dentro de la mente de alguien como Mijaíl Tal. Uno se pregunta: ¿qué pasaba exactamente por su cabeza cuando le surgían aquellas geniales combinaciones? ¿En qué pensaba cuando estaba en mitad de uno de aquellos arrebatos de inspiración creativa? Qué mejor que terminar estas líneas dejando que él mismo nos lo explique:
Nunca olvidaré mi partida contra el Gran Maestro Vasyukov, en uno de los campeonatos de la URSS. Llegamos a una posición muy complicada donde yo quería sacrificar un caballo. La validez del sacrificio no era del todo evidente y había una enorme cantidad de posibles variantes; cuando empecé a analizarlas conscientemente descubrí, para horror mío, que nada bueno iba a salir de esa jugada. Las ideas se me acumulaban unas sobre otras. Mi cabeza se llenó con un montón completamente caótico de movimientos de todo tipo y el famoso «árbol de las variaciones», del cual los entrenadores te recomiendan podar las ramas más pequeñas, creció con increíble rapidez.
Y entonces, de repente, por alguna razón, recordé el famoso poemita de Kornéi Ivánovich Chukovski: «¡Oh, qué difícil tarea la de sacar al hipopótamo del pantano!». Desconozco mediante cuál asociación de ideas el hipopótamo apareció sobre el tablero de ajedrez, pero aunque los espectadores estaban convencidos de que yo continuaba estudiando la posición, en realidad estaba intentando averiguar cómo sacar al hipopótamo del pantano. Recuerdo que en mis pensamientos aparecían burros de carga, palancas, helicópteros e incluso una escalera de cuerda. Tras largas deliberaciones admití mi derrota como ingeniero y pensé rencorosamente: «Bien, ¡dejemos que el hipopótamo se ahogue!». Y de repente, el hipopótamo desapareció. Se marchó tal y como había llegado: ¡por su propia voluntad! De inmediato, la posición sobre el tablero ya no parecía ser tan complicada. De algún modo me di cuenta de que no era posible calcular todas las variantes, y de que el sacrificio de caballo era, por su propia naturaleza, puramente intuitivo. Pero dado que el sacrificio prometía producir una partida interesante, no pude evitar hacerlo. Al día siguiente leí en el periódico con mucho regocijo cómo «Mijaíl Tal, después de analizar cuidadosamente la posición durante cuarenta minutos, hizo un certero y calculado sacrificio de caballo…».
Magnifica explicación del proceso creativa la cita final.
Y magnífica la descripción del ajedrez como el enfrentamiento entre dos vidas con todas sus complejidades.
Un neopitagórico diría que la búsqueda de la excelencia estética y la búsqueda de la excelencia matemática son caminos convergentes. Excelente y muy oportuna reivindicación del gran Tal.
No entiendo de ajedrez pero me gustan mucho sus historias