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Bill Walton o la prodigiosa historia del hombre que ganó dos anillos de la NBA jugando con un solo pie

Bill Walton, en su etapa en los Blazers. Foto NBA.
Bill Walton, en su etapa en los Blazers. Foto: NBA.

Bill Walton se despierta de la siesta en Portland, Oregon. Es un 28 de febrero de 1978 y la casa está tranquila. Ni rastro de sus habituales compañeros de charla y rebelión. Ni rastro, por ejemplo, de Jack Scott o de su mujer, «Mickie» McGee, miembros del Radical Sports Movement y amigos en el pasado de Patty Hearst, la nieta del magnate que una vez fue «Ciudadano Kane», secuestrada por el Ejército Simbionés de Liberación en 1974 y miembro activo de dicha banda terrorista durante los dos años posteriores, hasta su detención e ingreso en la cárcel en 1976.

Walton, con sus casi 2.10 metros, su enorme envergadura, su pelo rojo rizado y largo, es el amo y señor de la NBA. Cuatro años después de ser elegido número uno del draft por una franquicia en pañales, los Portland Trail Blazers, y tras multitud de lesiones y molestias de origen desconocido, Walton por fin parece haber desbancado a Kareem Abdul-Jabbar como la referencia entre los pívots de la liga. Walton es más fuerte que Kareem, defiende mejor que Kareem, entiende mejor a sus compañeros y —dicen los malpensados— es mucho más blanco, con todo lo que eso aún conlleva en los Estados Unidos de los años setenta.

Son dos «bichos raros», en cualquier caso. Dos estrellas que procuran mantenerse lejos de los focos de la prensa, de ahí que la prensa se muestre siempre recelosa con ellos. Otra cosa son los aficionados. Los aficionados ven con suspicacia a Kareem porque Kareem es el gesto hosco y la mirada perdida ante la petición de un autógrafo. Kareem es la representación de los movimientos islámicos de liberación del hombre negro. Walton es más inofensivo, más juguetón: un vegetariano new age que se piensa libre, que escucha a los Grateful Dead antes de todos los partidos y al que le gusta salir por ahí con los miembros de la banda.

Un radical, sí, pero un radical del «dejadme en paz y aceptadme como soy». Un hippie nacido en la década equivocada. No hay odio en Walton aunque lo habrá con el paso de los años. O, más bien, resentimiento. En febrero de 1978, Walton es el único aspirante al MVP. Los Blazers están intratables. De los sesenta partidos disputados en la temporada regular, han ganado cincuenta. Walton solo se ha perdido dos. Sus números lo dicen todo: 18,9 puntos; 13,2 rebotes; 5 asistencias, y 2,5 tapones. No intenta que el equipo juegue para él, sino que él juega para el equipo y de esa simbiosis se beneficia. Lo que aprendió en California, vaya. Lo que le enseñó John Wooden en UCLA y tanto le gusta a Jack Ramsay.

Walton se despereza poco a poco y pone música. Al pisar en el suelo, vuelve a notar esa maldita molestia, pero decide no dedicarle demasiado tiempo. Si no le hace caso, como los niños pequeños, puede imaginar que no existe. Toca prepararse para el partido y no es un partido cualquiera: los Philadelphia 76ers visitan Portland esa tarde. Con Billy Cunningham ya convertido en entrenador; con Julius Erving y su fabuloso grupo de secundarios: World B. Free, Darryl Dawkins, Doug Collins, Caldwell Jones o Joe Bryant, aún emocionado por la noticia del embarazo de su mujer. A su hijo, que nacerá en agosto, ha decidido llamarle Kobe Bean, en honor a la carne de su hamburguesa favorita.

Tiempos de gloria

Más allá de su calidad, los Sixers no son unos rivales cualesquiera. Reciente está la pugna entre ambos equipos el año anterior, cuando los Blazers olvidaron sus problemas de la temporada regular y eliminaron a Bulls, Nuggets y Lakers (de nuevo, la comparación inevitable con Kareem) para ganar la Conferencia Oeste y plantarse en la final de la NBA por primera vez en su corta historia. Portland, una ciudad pequeña, nada que ver con los grandes mercados como Los Ángeles, Nueva York o la propia Philadelphia, enloqueció durante dos semanas. Adoró a sus ídolos como no había adorado nunca a nadie.

La «cenicienta» del noroeste estadounidense, condenada a vivir siempre bajo la sombra de la cercana y opulenta Seattle, una ciudad con un encanto por construir, sin grandes bahías ni Vancouvers en lontananza, conseguía por fin ponerse en el mapa informativo del país. En el banquillo, dos señores católicos —como Walton—, del mítico St. Joseph’s de Philadelphia, Jack Ramsay y Jack McKinney: sobre la cancha, un montón de tipos unidos por una causa: Bill Walton, sí, pero junto a Bill Walton, un grupo unido y de enorme talento: Maurice Lucas, Lionel Hollins, Bob Gross… jugadores incapaces de liderar una franquicia por sí mismos pero ideales para el concepto de juego en equipo que Walton y Ramsay exigían.

Ganaron los Blazers, por supuesto. En seis partidos, con un final agónico en el sexto, pero ganaron. Bill Walton lo celebró aislándose del mundo, que es lo que mejor se le ha dado siempre. Se fue con Phil Jackson, ya preparado para dar el salto al puesto de jugador-entrenador asistente de los New Jersey Nets, a un campamento en una reserva india. Partidillos contra los chicos y repaso de fundamentos por el día. Marihuana y ácido por las noches estrelladas. A Jackson le llamaba la atención el empeño de Walton por ganar cada partido de verano, su incapacidad para dejarse llevar y disfrutar dentro de la cancha como lo hacía fuera. Jackson no volvió a invitarle. Años después, haría campeón de la NBA a su hijo Luke.

En fin, Philadelphia. Walton sonríe al llegar, con esa boca enorme, desaforada. Al vendarle el pie, Ron Culp le pregunta si le sigue doliendo, y solo con pensar en la respuesta, el dolor vuelve al pie derecho del pelirrojo. Lleva así un mes, desde que en un partido contra Milwaukee se quitara el calcetín buscando la ampolla que le estaba haciendo la vida imposible… y descubriera que no había ampolla. Aun así, ha seguido jugando porque el equipo está haciendo historia y, si Walton es capaz de venirse arriba en un campamento de verano en una reserva india, solo hay que imaginarse de lo que es capaz por un segundo anillo consecutivo.

Solo que, esta vez, no es solo el pie, es toda la pierna. La pierna le pesa. El dolor se mezcla con un cansancio anormal en la extremidad. Siempre se temió por sus rodillas —de hecho, ningún seguro quiso hacerse cargo de ellas cuando salió de UCLA y dio el salto a profesionales— pero nadie pareció darse cuenta de que el problema estaba en el pie, en algún lugar difuso del pie, quizá en su propia forma, en esa necesidad de saltar agachado para hacer fuerza con el mejor apoyo. Después de trece minutos en la cancha, el propio Walton pide el cambio y le dice al doctor, su buen amigo Robert Cook, que no puede más.

Cómo hacer del dolor parte del juego

Hay algo bueno y algo malo en una lesión difusa. Lo bueno es que, en principio, no tiene por qué ser grave. Lo malo es que, en rigor, no sabes exactamente qué te pasa ni cómo remediarlo. Tres días después del partido contra los Sixers, a Walton le extirpan un neuroma del pie derecho, por si hay alguna relación. Las molestias parecen ser neuropáticas, es decir, no se ve una afectación ósea de ningún tipo más allá de la citada malformación del arco del pie, algo que hasta el momento ha pasado inadvertido a casi todos los médicos. Nadie le puede decir a Walton que no le duele nada, pero tampoco le pueden aliviar el dolor porque no saben cómo.

Walton, un hombre querido en el vestuario por su altruismo, por su empeño en hacerse mejor a base de hacer mejor a sus compañeros, empieza a ser visto con cierta desconfianza. ¿Por qué no juega el grandullón si no tiene nada roto? Walton acaba de firmar un contrato desorbitado con la franquicia, prueba, según muchos, de un estatus que va más allá de su condición de estrella y que tiene mucho que ver con su color de piel. Como quedan pocos partidos de temporada regular, el equipo le pone en la lista de lesionados con el sambenito del «day-to-day» al lado de la descripción de las molestias y así van pasando los días hasta que llegan los playoffs.

Portland, que en un momento dado coqueteó con batir el récord de sesenta y nueve victorias de los Lakers de 1972, los de Wilt Chamberlain, Jerry West y Gail Gooldrich, acaban 58-24, es decir, ganan solo ocho de los veintidós partidos sin Walton. Llegan los playoffs y todo el mundo da por hecha la vuelta del pívot… pero el dolor no ha remitido y Walton tiene miedo. Es lógico, pero poco habitual. El dolor forma parte del deporte profesional. El dolor, por sí mismo, no es excusa de nada, y aquí está este chiquito blanco de clase media, criado en un ambiente progresista de California, empeñado en sus luchas políticas, pero negándose a sufrir como sufren sus compañeros, en especial sus compañeros negros.

Walton tiene que luchar, pues, contra un doble rival: el dolor y la exigencia del entorno. Sabe de qué va la historia porque la ha vivido antes. En 1976, durante su segundo año en la liga, aceptó infiltrarse por primera vez. Hasta entonces, siempre había rechazado incluso los antiinflamatorios. Si el cuerpo se quejaba, era por algo, no convenía callarlo a la fuerza. Su hermano mayor, Bruce, había renunciado a una carrera como quarterback en el fútbol americano precisamente por el ansia de los médicos deportivos en solucionar todos los problemas con agujas y analgésicos. Aquel día, Walton consiguió saltar a la cancha, pero acabó el partido con la pierna rota. No volvería a jugar en todo el año.

¿Qué debería hacer ahora? No solo es su ambición, es la ambición de sus compañeros, de la franquicia y de la ciudad. Al haber conseguido el mejor registro de la Conferencia Oeste, los Blazers quedan exentos de la primera ronda, lo que les da algo más de tiempo. Su rival en semifinales de conferencia son los Seattle Supersonics. Los odiados Seattle Supersonics, que han sorprendido a los Lakers en la eliminatoria previa. Un equipo, además, con una cara muy conocida en el banquillo: el entrenador Lenny Wilkens

Wilkens, una leyenda como jugador, empezó su carrera como entrenador cuando aún jugaba en los Sonics, a la manera de Bill Russell en los Celtics. En 1974, coincidiendo con la llegada de Walton a la liga, Wilkens fichó por los Blazers. Duró dos temporadas en las que su estrella se perdió sesenta y ocho partidos en total y el equipo no logró clasificarse para los playoffs. Se marchó en 1976 y llegó Jack Ramsay. Ese mismo año, con Walton relativamente sano, ganaron el anillo. A Wilkens no le hizo ninguna gracia y aquí estaba para demostrárselo a todos, pero especialmente al general manager, Stu Inman, y al dueño del club, Larry Weinberg. Es una cuestión personal y todo el mundo piensa que Walton será capaz de apagar el fuego… pero Walton no está nada seguro de que eso vaya a ser posible.

Cómo romperse por dentro y por fuera

Porque el problema es que el pie de Walton sigue sin responder. No solo eso, sino que el dolor ha pasado, probablemente por intentar compensar el esfuerzo, del derecho al izquierdo, lo que aumenta las suspicacias. Tiene que ser algo psicológico, deciden Cook y Culp, los responsables médicos. Le mandan a varios traumatólogos, pero nadie ve nada. Le mandan a un hipnotista, pero el dolor no remite.

A las veinticuatro horas de empezar la serie contra Seattle, Walton está cojo. Totalmente cojo. Y cojo juega el primer partido, una derrota en casa (95-104) en la que juega treinta y cuatro minutos, anota diecisiete puntos, coge dieciséis rebotes, pero su cabeza está en el dolor, no en el partido. Los Sonics, un buen equipo liderado por Dennis Johnson y con los temibles Marvin Webster y Jack Sikma bajo los aros, se ven en la siguiente ronda. Incluso el veterano Paul Silas salta a la cancha para intentar desgastar al gigante pelirrojo. Como si hiciera falta.

Son horas de pánico en Portland. A Walton le vuelven a ofrecer que se infiltre. Al fin y al cabo, todas las pruebas están dando negativo. No hay esta vez una lesión que pueda empeorar. No hay nada. Tiene que verlo por sus propios ojos en las distintas radiografías. Nada. Nada de nada. Gestión del dolor, solo eso, y el dolor es gestionable anulándolo. Walton y Cook se reúnen y al final Bill se rinde. No siente que pueda hacer otra cosa. El primer pinchazo alivia el dolor casi por completo. Walton está eufórico, se siente de nuevo imbatible, piensa que lo peor ha quedado atrás… pero a las horas se da cuenta de su error. 

https://www.youtube.com/watch?v=CsEhyl960io

El dolor vuelve según pasa el efecto del analgésico y Cook tiene que pinchar de nuevo. Y una vez más. Y otra. Ya no sabe ni dónde ni cuánto porque es todo demasiado vago, demasiado confuso. Parece que hay una zona cerca del tobillo que podría ser el origen de todo, pero no está seguro. Walton comienza el segundo partido como puede, pero aguanta solo quince minutos, ni uno más. Pide tiempo muerto y se retira a los vestuarios. Sus compañeros remontan en una segunda parte fantástica y empatan la serie a uno. Confían en ver a su líder al cien por cien (o casi) en Seattle para seguir juntos el camino hacia el anillo. Mientras, su líder está en el Hospital del Buen Samaritano, donde un equipo de traumatólogos sigue peleándose con las radiografías para encontrar algo.

Tras el décimo paso por la máquina de rayos X, uno de ellos descubre una fisura. No es demasiado grande, pero requiere de tiempo de descanso y una enorme escayola. Se acabó la temporada. Se acabó, de paso, la confianza de Walton en Cook, Culp y los Portland Trail Blazers. Se siente culpable de lo que ha pasado porque él mismo se había prometido no volver a caer en el mismo error… pero también siente que, como le había avisado su hermano Bruce, la presión ha sido excesiva, que nadie ha pensado en su salud. En ese momento, Bill Walton decide que no va a volver a jugar ni un solo partido más con los Portland Trail Blazers. Cuando vuelve en septiembre, aún lesionado, le exige a Stu Inman que le busque un traspaso. Como si fuera tan fácil.

Bienvenido al infierno: los San Diego Clippers

Traspasar a Bill Walton se convierte en una operación casi imposible. De entrada, está lesionado, lo que dificulta mucho el interés de otros equipos. Aparte, hay serias dudas sobre su compromiso. ¿De verdad sigue con dolor, de verdad la lesión es para tanto o simplemente está chantajeando a los Blazers? Eso no es un buen ejemplo para los demás propietarios. Haría falta alguien muy desesperado para arriesgarse con Walton y ceder a cambio —así lo establece por entonces el protocolo de traspasos de la NBA— a varios de sus mejores jugadores. Los que estime el comisionado, que es el que tiene que decidir al respecto.

Walton se pasa toda la temporada 1978/79 en blanco. Aun así, los San Diego Clippers muestran un interés desmedido. El interés de una franquicia en ruinas que quiere salir como sea de la mediocridad. El 14 de mayo, ambas franquicias alcanzan un acuerdo y Walton vuelve a su California natal a cambio de ochocientos mil dólares al año. Se convierte, cojo y todo, en el jugador mejor pagado de la historia de la NBA. A cambio, el comisionado, Larry O’Brien, decide que Kermit Washington —conocido por el desafortunado puñetazo que casi acaba con la vida de Rudy Tomjanovich—, Kevin Kunnert y Randy Smith formen parte de la compensación que recibirán los Blazers, además de la primera ronda del draft de 1982.

Walton está furioso: la liga le ha privado de compañeros de élite. Pese a la mala fama, Washington se había redimido en los Celtics y habría sido una excelente pareja en el juego interior. Sin él, apenas hay nada. Swen Nater. Sidney Wicks. El veteranísimo World B.Free, llegado de Philadelphia junto a Joe Bryant. Walton empieza la pretemporada con ganas, pero pronto empiezan las molestias. Mejor no forzar, eso ha quedado claro. Los Clippers le vuelven a colocar la etiqueta del «day-to-day» y Walton cae en algo muy parecido a la depresión. Siguen sin saber lo que le pasa y así tiene que esperar hasta el 29 de enero para debutar, en Phoenix, ante los Suns. Los Clippers rozan el cincuenta por ciento de victorias y tienen alguna opción de entrar en playoffs. Aquel día, Walton anota ocho puntos y coge cuatro rebotes saliendo desde el banquillo. Falto de ritmo, tras año y medio en el dique seco, acumula cinco pérdidas en quince minutos.

Tras ese partido, llegan otros trece. Walton vuelve al quinteto titular, juega pocos minutos (nunca más de treinta y tres, a menudo en partidos alternos), pero los Clippers no mejoran. Ganan cinco y pierden ocho, pese a que su pívot alcanza las dobles figuras en seis de ellos. El último, contra Los Angeles Lakers de Kareem, una derrota (106-123) que pone fin a su temporada. Han vuelto los dolores. Los médicos de los Clippers le recomiendan parar de nuevo y descubren una recaída en la fractura del pie izquierdo. Hay que operar. La situación se pone fea. Los Clippers han firmado un seguro por si esto pasaba y ha pasado. Ahora quieren cobrar. Para ello, necesitan demostrar que Walton está incapacitado para volver a jugar al baloncesto. 

De California a Boston

Lo que queda es la historia de un hombre atormentado. De un hombre que siempre arrastrará la condena de no haber sido quien todo el mundo pensó que iba a ser. Él incluido. Walton pasa dos temporadas en blanco, luchando con los doctores y con la propia franquicia para intentar volver. En 1982, recibe el visto bueno. Puede jugar, pero solo un partido a la semana. Treinta y tres partidos en total. Los Clippers entran en bancarrota y los salva el excéntrico abogado Donald Sterling… que los traslada de San Diego, la patria chica de Walton, a Los Ángeles. Walton nunca se lo perdonará. Incluso treinta años más tarde, seguirá sintiéndose culpable. «Si no hubiera sido por mí, los Clippers habrían seguido en San Diego». Es mucho decir, pero se entiende: sin su sueldo, sin la marcha de todos esos jugadores que acabaron en Portland, el equipo habría sido económica y deportivamente viable.

Aún le quedan otros dos años a Walton en los Clippers. Ha cumplido los treinta, se cuida, hace mucho gimnasio, procura no jugar más de treinta minutos por partido y, poco a poco, aunque sus medias no son los de la estrella que firmó siete años por casi siete millones de dólares, vuelve a ser un jugador de la NBA. Pese a todos sus problemas, pese a tener que ceder el mando en ataque a Norm Nixon, Derek Smith o Marques Johnson, sigue demostrando una facilidad innata para el tapón, para el rebote, para la defensa… y para la lectura de juego. Con treinta y tres años, aún está para unos minutos en un gran equipo, cree él. No como estrella, pero sí como jugador de equipo, apoyo puntual en momentos complicados. Exactamente lo mismo que piensa Red Auerbach.

Estamos ya en 1985. Los Lakers acaban de ganar el campeonato y Boston se prepara para la revancha. Son los años de Dennis Johnson, Larry Bird, Kevin McHale y Robert Parish. Danny Ainge lleva años llamando a la puerta con fuerza y tanto Auerbach como el entrenador K. C. Jones creen que es su momento. Eso les permitiría, además, ofrecer a Cedric Maxwell a los Clippers, junto a una cantidad importante de dinero. Necesitan a alguien que pueda jugar lo que no juegue Parish y que a su vez libere a McHale y le aleje de la canasta y la lucha bajo aros. Necesitan, además, quitarse de en medio a un jugador cada vez más problemático.

Walton puede ser ese hombre. Walton es un hombre que parece nacido para jugar en los Celtics: blanco, pelirrojo, competitivo, con un fuerte sentido de equipo y de una determinada manera de jugar al baloncesto por encima de las individualidades. Walton, además, está sano. O eso parece. Para concretar el traspaso, necesita pasar las pruebas médicas, pero aparecen problemas por todos lados. Las radiografías solo muestran cicatrices y fracturas mal curadas. Los médicos no saben qué hacer. ¿Quién le va a explicar a Red Auerbach que ese hombre no está ya para estos trotes? 

El penúltimo baile de los Boston Celtics

Solo que Red Auerbach no es idiota. Ya sabe que Walton es un desastre físico. Ya sabe que lo que está haciendo va en contra de toda lógica, pero aun así está dispuesto a hacerlo. Desoye todos los consejos y le firma por tres años y más de un millón de dólares en total. Un dineral para los Boston Celtics, siempre estrictos con su uso del dinero… pero menos de la mitad de lo que cobraba Walton en los Clippers. Larry Bird está contento. «Es el mejor pasador que he visto en mi vida», le dice a Auerbach y Auerbach da otra calada a su puro y sonríe. Hay que mantener al chico en forma, hay que evitar que se lesione, hay que cuidarle como un jarrón de porcelana hasta que lleguen los playoffs.

Es un año mágico para los Celtics y eso supone un año mágico para Walton. Defensa, rebote, visión de juego y experiencia. Eso es lo que buscan en Boston y es lo que encuentran. En liga regular, Walton consigue jugar ochenta partidos, su cifra más alta como profesional. Los Celtics ganan sesenta y seis. Son una máquina perfecta que no necesita más de quince-veinte minutos de su pívot suplente (en dos ocasiones llegó a veintiocho, solo en una a treinta). A Larry Bird le nombran MVP de la temporada (la tercera consecutiva) y Bill Walton, un poco sorprendentemente, se lleva el premio al mejor sexto hombre.

Más allá de los merecimientos concretos, es un homenaje a su constancia, un homenaje al hombre que pudo ser y no llegó a ser jamás. Al pívot que hizo suya la NCAA de 1972 a 1974. Al que llevó a los desahuciados Blazers a la perfección durante aquellos meses mágicos de 1977 y 1978. El que se pasó años y años entre dolores, depresiones y dudas de sus compañeros, de sus entrenadores, de sus propietarios. Por supuesto, los Celtics acaban ganando el anillo. No contra los Lakers, pero sí contra los Rockets de Bill Fitch, Hakeem Olajuwon y Ralph Sampson. Walton es clave en el cuarto partido, el que pone el 3-1, y en el sexto, el que cierra la serie.

https://www.youtube.com/watch?v=nMFLJfKEXjY

Ya está. Ya hay paz. Nueve años después, disfruta de su segundo anillo y sabe aún mejor que el primero. Los Celtics —tres títulos en siete años— sueñan con una dinastía, pero los Lakers del «Showtime» vuelven a cruzarse en su camino en 1987 y luego, sencillamente, envejecen demasiado deprisa. Arritmias de Reggie Lewis y sobredosis de Len Bias. Pasarán veintidós años hasta el siguiente anillo. En cuanto a Walton, se vuelve a romper el pie en la pretemporada y no puede debutar hasta el mes de marzo. Juega diez partidos de liga regular y doce de playoffs. En ninguno supera los veinte minutos ni los diez puntos. Es una sombra de sí mismo.

Su último partido como profesional llega el 14 de junio de 1987. Es el quinto partido de la final ante los Lakers. Su presencia en la rotación ya es anecdótica. Ese día juega diez minutos y anota dos puntos. No puede hacer nada ante Mychal Thompson, su compañero habitual de baile. Justo el jugador que eligieron los Blazers como número uno en el draft de 1978 para acompañar a Walton en la pintura y que, en su segunda temporada, se rompió la pierna. Walton, Thompson y Bowie, la santísima trinidad de los pívots de Portland. Por no mencionar a Greg Oden.

En fin, que los Celtics pierden en el Forum y luego pierden en casa (Walton no juega ni un segundo) y tienen que ceder el testigo como campeones. Walton aún formará parte de los Celtics la siguiente temporada, pero las molestias le impiden disputar un solo partido. Acompaña y poco más. No se viste de corto y apenas entrena. El 1 de julio, fecha del fin de su contrato, anuncia su retirada. Tiene treinta y cinco años y cuatro hijos. Le queda toda una vida por delante. Una vida errática, de altos y bajos, de sonrisas que esconden tristezas. En 2002, le rescata la ESPN y le pone a comentar partidos. Es un exitazo, pero se aburre. Walton no quiere la fama. Walton, por un momento, quiere volver a ser «Spider», el niño tímido por el que se peleaban todos los institutos, todas las universidades del país. En 2009, se marcha. En 2012, vuelve. Y así todo. Arriba y abajo es mucho mejor que la tristeza, que escribía Ray Loriga

Como la Mary Jane de la canción de Tom Petty, Walton es incapaz de estarse quieto. De vez en cuando, sigue comentando partidos de la NCAA. Es famoso y querido por sus hipérboles y sus camisetas desteñidas de los Grateful Dead. Recientemente, le eligieron entre los setenta y cinco mejores jugadores de la historia de la NBA. Del listado, nadie había jugado menos minutos que él. No es el cuánto, es el cómo. Absolutamente nadie puso en duda la elección. Solo faltaba.

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4 Comentarios

  1. Muy buen articulo.

    La desintegracion de los Blazers de Walton, aquellos que iban a marcar una epoca y se quedaron en la cuneta como su estrella, la cuenta David Halberstam en su fantastico libro «The breaks of the game».

    A mi Walton siempre me ha parecido, de las estrellas historicas, las mas sobrevalorada de largo. Siempre se le juzga por su cortisimo momento en la elite, por ese fantastico pico de juego, y no por su carrera como a los demas. Walton esta idealizado por lo que pudo haber sido mucho mas que por lo que fue. Sera porque es blanco? porque su imagen con los Blazers del 77 es iconica? Lo mas probable es por su apoteosica carrera universitaria, que fue lo que de verdad le hizo famoso. En su epoca la NCAA tiraba mucho mas que la NBA.

    Como comentarista/periodista siempre tiene una opinion sobre cualquier tema que salga, aunque no tenga ni la mas remota idea de los que habla, es muy cansino. Y escribio la peor autobiografia de la historia del baloncesto, mucho mas centrada en sus correrias con los Grateful Dead que sus experiencias con las canastas.

    • Dan Issel

      Totalmente de acuerdo con tu valoración. Walton, admitiendo su calidad, siempre me ha parecido un jugador sobrevalorado. Aunque también hay que reconocer que fue la clave para ganar la final de 1977, probablemente una de las mayores sorpresas de la historia de la NBA, y la primera de la serie de tres derrotas de los Sixers antes de ganar el anillo en 1983. Poco balance para un equipo -Filadelfia- que en el período 1976-1983 acumuló el mejor porcentaje de victorias de la liga.
      Por cierto, en el artículo hay un dato erróneo: en 1987 los Lakers ganan el título en el Forum LA, no en Boston. Es en 1985 cuando ganan el anillo en el Boston Garden.

    • Bill Walton fue el único pívot capaz de hacerle frente a Kareem en los 70, aparte de un otoñal Wilt. Era capaz de jugarle de tú a tú al mejor del mundo, que tenía los mismos anillos que él hasta que se le sumó Magic. Es cierto que las lesiones le lastraron, pero cuando no fue así era la estrella de la liga. Nada que ver, por ejemplo, con otro gigante atormentado por las lesiones, Ralph Sampson, que ni cuando estuvo bien fue el jugador que se esperaba. Walton sí lo fue, aunque con destellos porque la salud no se lo permitió.

      Walton no estaba sobrevalorado, era un pedazo de jugador que aportaba en defensa y ataque y no era nada egoísta, lo que tiene más mérito en aquella NBA de chupones. Hay vídeos de su trayectoria en Portland, y parece un Larry Bird de 2,13. Jugando al 50 por cien y a ratos, fue un espectáculo su participación en los Celtics del 86, posiblemente el equipo que mejor ha jugado en toda la historia.

      Enhorabuena a Guillermo Ortiz, gran artículo.

  2. Óscar Villares

    Wilkens dejó unas declaraciones proféticas cuando fue destituido, y al día siguiente anunciaron la contratación de Jack Ramsay. «¿Y si ahora Waltonbse mantiene sano y son campeones?». Wilkens estaba convencido que era lo único que le faltaba a los Blazers para poder mostrarse como un equipo contender, que Walton evitara las lesiones durante la mayor parte de la temporada. Wilkens solo pudo contar con él la mitad de los partidos y en ocasiones intermitentes.

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