Viene de «Un antojo (1)».
Después, a fines de enero, me fui de vacaciones con Diego a Córdoba. Hacía cinco años que no tomaba vacaciones, ni siquiera descansos cortos. Había decidido hacerlo en mayo de 2020, y pasó lo que se sabe: pandemia.
Al volver de Junín sentí una sed rara: necesitaba más piscina, más parque, más libros. Me hubiera gustado ir a la Mesopotamia, a Misiones, una provincia roja y caliente. Estuvimos con Diego por última vez hace años, en diciembre. Encontramos un club de pescadores en un pueblo donde se organizaba la cena de fin de año. Había parrilla, había piscina y había río. Nos pareció un gran plan. Reservamos dos lugares, volvimos al hotel, nos duchamos, nos pusimos ropa buena y volvimos al club a las nueve. El asado estaba atrasadísimo. La comida llegó casi a medianoche, cuando ya estábamos borrachos. Como a los demás, no nos importó. Comimos, brindamos, bailamos. Habíamos llevado una botella de champán así que, mientras todos seguían festejando, bajamos a la playa y bebimos hasta que salió el sol.
Seguimos viaje al día siguiente hacia lo profundo de la selva, en el centro de la provincia. Llegamos a la hora de la siesta a un pueblo cuyo nombre no recuerdo, y vimos un cartel que anunciaba «Serpentario». Tocamos timbre. Salió un hombre descomunal con gafas de sol y el pelo atado en una coleta. Nos comunicó el valor de la entrada, nos dio indicaciones. Teníamos que ingresar por una puerta contigua, una voz grabada nos hablaría sobre las víboras y nos indicaría el camino. Pagamos. Nos indicó la puerta y se fue. Abrimos. Al otro lado había una sala asfixiante que, de pronto, quedó a oscuras. Comenzó a sonar una música estruendosa y una voz explicó lo que íbamos a ver: yararás, cascabeles, cobras, corales. En todo caso, mucho veneno. Cuando la grabación terminó, se abrió una puerta con un bufido neumático y nos encegueció la luz del sol.
Al otro lado, bajo lo que recuerdo como un toldo y que seguramente era otra cosa, había peceras. Torres, pilas, edificios de peceras donde vivían las víboras. Las peceras estaban sucias, las víboras adormecidas. Algunas de las tapas estaban corridas y Diego dijo: «Mirá dónde pisás». La posibilidad de que hubiera víboras sueltas parecía alta. Yo estaba fascinada por el horror. Podía ser la casa de un asesino serial y, nosotros, dos incautos que por divertirse iban a terminar despellejados. Nadie en el mundo sabía que estábamos ahí. Había un olor picante, mezcla de calor, víboras, vidrios calientes, polvo. Al final, no pasó nada. Salimos por el otro extremo y nos metimos en el auto, que había quedado al sol y era un incendio. Esa tarde paramos en un hotel de los años sesenta, hermoso y decadente, aireado y fresco, y dormimos una siesta larga de la que nos despertó el canto de las ranas.
Me hubiera gustado volver ahí. Buscar ese pueblo, ese serpentario que quizá ya no exista. Pero Misiones queda demasiado lejos. Así que fuimos a Córdoba. Que también queda lejos, pero menos. Yo estuve muchísimas veces en Córdoba a mis cuatro, seis, ocho años. Tengo fotos tomadas allí: con mi madre y un burro, con mi padre y dos burros, con mi hermano y un lago, con mi madre y mi padre y un cerro y un burro. Es una provincia de sierras bajas, de arroyos y ríos que pueden ser feroces cuando crecen, pero que, en general, son agradables y mansos. Hay una zona, Traslasierra, en la que se alinean pueblos pequeños que son ahora el destino de intelectuales y artistas. No fui allí, donde se supone que hay que ir, sino a una ciudad muy turística con restaurantes a montones, centenares de tiendas de suvenires, almacenes de productos típicos, y me hospedé en un hotel de diseño con spa, parque, piscina al aire libre, piscina cubierta, gran desayuno, vista al cerro. Quería desentenderme. Quería que la realidad dejara de aullar. Que se apaciguara.
Estuvimos quince días, leí ocho libros, nadé, tomé sol, subí cerros, caminé bajo la lluvia en medio de un bosque amable, compré morillas, aceitunas, aceite de oliva y hongos de pino, viajé a pueblos no tan cercanos, me di masajes, dormí en una cama pluscuamkingsize, salí al balcón a beber vino al caer la tarde, cené en un restaurante diferente cada día, comí postres de chocolate con helado de mandarina. Me reí cuando, perdidos en medio de la nada, los conductores de los autos a los que intentaba detener pidiendo ayuda no se detenían. Me reí cuando entré a una farmacia en un pueblo a comprar gotas lubricantes para los ojos y el empleado trajo, silente y avergonzado, un lubricante vaginal. Me reí cuando fuimos a cenar a un restaurante decorado con imágenes de los enanos de Blancanieves (donde me tomé una foto con el más gruñón). Y me pinté las uñas.
Cuando me pinto las uñas me abduce otra personalidad. Las manos se me llenan de movimientos ajenos, densos, muy específicos. Eso me produce una felicidad simple. No tengo muchas. Siempre busco otras, más grandes. La felicidad compleja que se alcanza después de escribir, por ejemplo, que convive con momentos de una congoja precámbrica: ganas de llorar infantiles. (Diría que hace años que no lloro, aunque no es del todo cierto. Lloré un poco, apenas, el 20 de marzo de 2020, un día después de que decretaran el confinamiento en la Argentina. Hablaba con mi padre por teléfono y me dijo: «Querida, estás triste». Yo no estaba triste, solo furiosa y desorientada. Lo que me hizo llorar, apenas, fue el hecho de que me dijera «querida», porque él no me dice así y sentí que esa palabra inusual era una premonición de la deformidad en la que viviríamos muy pronto). Como decía, la felicidad de escribir —de haber escrito— se desvanece rápido. Es inmediatamente atropellada por una sensación vacío, de pérdida total de la razón de ser, un sentimiento licuado y ominoso. Sin embargo, buscar esa felicidad efímera fue lo que hice durante todo este tiempo. Lo que me mantuvo viva.
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Cuando digo que en febrero volví a Buenos Aires y me puse a escribir, soy literal.
Llegué el 8 y el 9 empecé a escribir un texto cuyo proceso de investigación había empezado en diciembre. Tenía más de sesenta entrevistas, decenas de artículos leídos. Por delante, dos semanas libres de toda obligación. Los días en los que tomo un compromiso son días perdidos para la escritura, aunque sea un compromiso breve como encontrarme con alguien en un café. Esa interrupción inminente repiquetea en mi cabeza, insufla contaminación en una atmósfera que debe ser despreocupada. No muchos lo entienden. Ni siquiera personas que se dedican a lo mismo: «Pero dale, si es a las siete, tenés todo el día para trabajar». Eso es mentira: con la interrupción al acecho no tengo todo el día para trabajar. El cineasta norteamericano David Lynch, además de hacer cine, pinta. En su libro Atrapa el pez dorado habla de lo que hace falta para pintar un cuadro. Sobre todo, disponibilidad y ausencia de interrupciones: «Si sabes que dentro de media hora tendrás que estar en alguna otra parte, no hay manera de conseguirlo. Por tanto, la vida artística significa libertad de tener tiempo para que pasen las cosas buenas». Por eso me pregunto cómo hice para escribir durante el año que pasó. Porque no hubo nada más invasivo, nada que se colara tanto por todos los resquicios, nada que fuera una interrupción tan permanente como este tiempo momificado, repugnante e inmóvil en el que —se supone— hay que vivir.
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Ahora, tormentos.
Una semana antes del confinamiento, mi casa estuvo a punto de inundarse. Se soltó el caño que conecta un artefacto del baño a la pared, y el agua empezó a salir con la potencia de una manguera de incendios. Ochocientos litros bajando directo desde el tanque a mi baño, y de allí a mi estudio, al pasillo que conecta los cuartos, a los cuartos, al living. Diego corrió a la terraza y cortó el suministro de todo el edificio. Ya se hablaba de la importancia de lavarse las manos, de mantenerlo todo limpio por el virus, y de pronto, un sábado a la mañana, nosotros dejábamos al edificio sin agua. Pudimos encontrar al plomero, que vino rápido. Bastó con comprar un repuesto, ajustar roscas. En una hora estaba arreglado. Pero poco después, ya en pleno confinamiento, se perforaron dos caños. Hubo que destrozar baldosas, levantar pisos de madera. Durante meses, la casa no paró de aullar catástrofes: se rompía una canilla, se caía una lámpara, se estropeaban los electrodomésticos. Empezamos a usar el lavarropas con cautela. Tratábamos con cuidado las teclas de la luz. Controlábamos el techo para ver si había filtraciones. Un día alguien, en los pisos superiores, arrojó algo por las cañerías. Los departamentos se inundaron. Salía agua ponzoñosa por las rejillas y los inodoros. Diego intentó desatascar con un alambre y un cable, pero las dos cosas quedaron tan enganchadas a la cañería como lo que fuere que ya estaba ahí. Entonces llamamos a un destapador. Vino con su maquina alienígena, destapó todo en un minuto, desatascó el alambre y el cable, nos cobró un precio moderado.
Esas catástrofes cotidianas nos dejaban aturdidos, con una sensación de inminencia. Pero había en eso una complicidad exultante. A veces siento nostalgia por aquellos días en los que estábamos tan solos, él y yo, flotando en esa isla primitiva donde la supervivencia dependía de nosotros. Limpiábamos la casa una vez por semana. Hacíamos gimnasia en horarios similares. Organizábamos las compras. Salíamos a caminar kilómetros. El paisaje parecía entristecido a trompadas, machucado a pesar del sol. Las persianas de los comercios estaban bajas. No había bicicletas ni autos. Cuando pasábamos junto a un policía, le mostrábamos una bolsa de compras que llevábamos como salvoconducto: «Salimos a comprar». Todo transcurría en un silencio agarrotado y deprimente. Pero cuando regresábamos a casa y disponíamos las cosas para el té, y yo ponía en funcionamiento el lavarropas, sentía que eso era todo lo que estaba bien en el mundo. Ese transcurrir mínimo. Alivios como recovecos.
Mientras tanto, trabajaba mucho. Escribiendo, editando, y también dando talleres. Alcancé a dar dos o tres clases presenciales en mi casa a comienzos de marzo. A la última, una semana antes del confinamiento, vinieron pocos. Yo había colocado las sillas a gran distancia, había alcohol en gel, las ventanas estaban abiertas. Anuncié que seguiríamos online, pero que aún no sabía cómo. Una de las participantes me dijo: «Yo averiguo». Más tarde, al despedirlos, pensé que era probable que no volviera a verlos en un año o dos. Esa misma noche la participante me envió la solución por correo: «Zoom, lo usan todos», me dijo. Me suscribí de inmediato. Mandé instrucciones. Empezamos a vernos así. Semana tras semana. Sin feriados. Hasta la mitad de diciembre.
Comencé a dar talleres en 2002 o 2004, no me acuerdo, cuando a un par de colegas chilenos se les ocurrió que yo estaba capacitada para impartir uno en su país. Jamás había dado ni tomado una clase de periodismo, así que no sabía cómo era. Pero sabía lo que no quería hacer. Años antes había asistido a una charla que un colega europeo había dado en Buenos Aires. Los periodistas lo escuchaban con devoción, pero él no transmitía ningún conocimiento: solo contaba anécdotas. Hablaba de la vez en que había estado en tal lugar, de cómo había salido corriendo de tal otro. No estoy en contra del uso de la anécdota personal ilustrativa, pero deja de interesarme si solo está puesta al servicio de aportar una cuota más de leyenda al personaje (aunque quizás sea lo que estoy haciendo acá).
Para dar ese taller tenía que crear un método. Así que estudié, escuché clases magistrales de directores de orquesta, entrevistas a directores de cine, escritores, fotógrafos y editores, repasé libros sobre la escritura periodística, leí manuales de estilo de diversos medios, imaginé ejercicios posibles para desarrollar tales y cuales herramientas, forjé una forma posible. Y empecé. Y descubrí lo que ya sospechaba: que el andamiaje teórico y práctico funciona, pero que la única manera de poner a vibrar la escritura como algo que merece, a la vez, dominación y respeto, es transmitiendo el entusiasmo enervante por hacerlo bien. ¿Era posible hacer eso en el Zoom? ¿Había manera de transformar la pantalla en un sitio razonablemente contaminado por la circunstancia pandémica, pero, a la vez, cercano a ese más allá donde se agita la pulsión de la escritura? Eran momentos en los que, para escribir, había que sobreponerse —más que nunca— al miedo, a la incertidumbre, a la angustia, a la pérdida de sentido, al encierro, al agotamiento.
Sin embargo, se pudo. La escritura de todos sufrió una transformación impactante. Se volvió más contundente, más osada, más insidiosa, más ruda, más drástica, más enérgica, más vital, más severa, más precisa, más resuelta, más temeraria, más sofisticada. Pero no sucedió gracias al Zoom, ni porque esta fantástica desgracia resultara inspiradora. Sucedió porque la escritura era el único sitio en el que podían —podíamos— respirar. El escritor sueco Stig Dagerman —nota al pie: se suicidó a los treinta y un años— escribió un texto llamado Nuestra necesidad de consuelo es insaciable. Hacia el final, dice: «El mundo es más fuerte que yo. A su poder no tengo otra cosa que oponer sino a mí mismo, lo cual, por otro lado, lo es todo […]. Este es mi único consuelo. Sé que las recaídas en el desconsuelo serán numerosas y profundas, pero la memoria del milagro de la liberación me lleva como un ala hacia la meta vertiginosa: un consuelo que sea algo más y mejor que un consuelo y algo más grande que una filosofía, es decir, una razón de vivir». Durante 2020 me pregunté muchas veces cuál es, en un momento como este, el rol de alguien que se planta ante un grupo y dice: «Creo que sé algunas cosas, quizás pueda enseñárselas». La respuesta que encontré fue esta: aguantar para que ellos aguanten. Entonces, a lo largo de todo el año, aguanté. Con mi única herramienta: escribir y hacer escribir. Para que el mundo no fuera más fuerte que yo, que ellos, que nosotros. Hasta alcanzar un consuelo mejor que un consuelo, algo más grande que una filosofía: una razón para vivir.
El esfuerzo me impuso consecuencias duras.
Que no le importan a nadie.
Eso es todo.