Tras ver un preocupante reportaje sobre los «herbívoros» japoneses (soshoku danshi)1, me acordé de un chiste que me contó un amigo gallego y de una concentración de lolitas.
Un encuestador le pregunta a un campesino de la Galicia profunda:
—¿Qué prefieres, masturbarte o follar?
—Eu… prefiro follar —contesta el campesino tras unos instantes de vacilación.
—¿Por qué?
—Se conoce gente…
Hasta aquí el chiste, que en el Japón actual podría ser toda una declaración de principios. En cuanto a la concentración, tuvo lugar hace unos años en Colonia. Estaba yo disfrutando de un sobrecogedor contrapicado de las dos torres de la catedral, que durante siglos fueron las más altas del mundo, cuando de pronto la plaza empezó a llenarse de lolitas japonesas —y de otras nacionalidades— en sus distintas variantes: góticas, clásicas, punkis, piratas, ciberlolitas… No sé si la decisión de reunirse frente a aquellos enormes falos de piedra respondía a un propósito consciente de vindicación y réplica; en cualquier caso, para mí aquella explosión de femineidad oriental insumisa representó la segunda caída de las torres gemelas.
Las lolitas aparecieron en Japón en los años setenta del siglo pasado como expresión estética de una juventud femenina que quería desmarcarse de la ultraconservadora sociedad japonesa tradicional, en la que la mujer quedaba relegada al papel de abnegada esposa, material y mentalmente sometida al marido. Y aunque empezó siendo un movimiento juvenil, en la actualidad es frecuente ver a mujeres de cuarenta o cincuenta años ataviadas como lolitas.
A primera vista, la Lolita fashion podría parecer una forma de huida hacia delante, en la medida en que potencia la imagen de la mujer florero (por no hablar de sus connotaciones fetichistas y pedófilas); pero su misma extremosidad convierte la propuesta estética —y erótica— de las lolitas en una impugnación de lo establecido; su extremosidad irónica y su desenfadado narcisismo, que no busca la aprobación de la mirada masculina. La dimensión contestataria de un movimiento en apariencia tan «cuqui» (kawaii en japonés) fue captada rápidamente por el manga y el anime, que incorporaron a algunas lolitas guerreras a su elenco de heroínas.
No es casual que el repliegue sexual de los varones japoneses haya coincidido con la eclosión de las lolitas y otras formas de autoafirmación femenina; paradójicamente, la impropiamente denominada «revolución sexual» de los años setenta provocó en el Japón hiperpatriarcal una intensa —y extensa— reacción involutiva. Me viene a la memoria, a este respecto, un interesante artículo sobre la anomia de la sociedad japonesa actual2 en el que Santiago Alba Rico hablaba de la relación entre la sexualidad y la pereza (esa pereza que no es la madre de todos los vicios porque les brinde el tiempo necesario para su desarrollo, como creen quienes confunden el esfuerzo con la virtud, sino porque constituye su materia prima); pero habría que hablar también de la compleja relación entre sexo y miedo (las pulsiones más básicas, junto con el hambre). El campesino del chiste prefiere follar porque se conoce gente; por la misma razón, el soshoku danshi prefiere masturbarse, pues no quiere conocer gente: concretamente, no quiere «conocer» (y no deja de ser significativo el doble sentido del término) a una nueva generación de japonesas que no han sido modeladas por y para el deseo masculino. En el fondo (y también en la forma), el «herbívoro» tiene miedo de unas mujeres que, en la medida en que se sustraen a su rol tradicional, lo obligan a cuestionarse su masculinidad; no es un misógino, como podría parecer a primera vista, sino un ginófobo.
Amantes de silicona e ídolos de carne y hueso
Hacia la misma época que las lolitas, irrumpieron en el escenario sociocultural nipón las «idols», cantantes adolescentes de aspecto aniñado que catalizan las fantasías de un público eminentemente masculino que ve en ellas la personificación de una femineidad dulce e inofensiva, el objeto ideal —en el doble sentido del término— de una sexualidad drásticamente reprimida por el miedo a las mujeres adultas y empoderadas.
Algunos han visto en las idols japonesas (también las hay chinas y coreanas, aunque no son equiparables) una versión pop de las geishas, en la medida en que encarnan un estilizado paradigma de belleza y de dulzura femeninas; pero las diferencias son mayores que las semejanzas, pues, mientras que las geishas representan la anacrónica pervivencia de la tradición más rancia y la estereotipación de los roles de género, las idols, al igual que las lolitas, escenifican (nunca mejor dicho) la disolución de la imagen —y la función— de la mujer impuesta por una de las culturas más machistas del mundo. Las geishas son cortesanas3, mientras que las idols son princesas: las primeras agasajan a sus clientes; las segundas son agasajadas por sus admiradores.
Por si no fuera suficiente el mero hecho de llamarlas «idols» para manifestar que son objeto de veneración, sus fans —los wota— a menudo se organizan en grupos de apoyo4 que las acompañan en sus actuaciones y las jalean mediante movimientos y gritos ritualizados —denominados ouendan— que son auténticas coreografías, comparables a las de las animadoras de los equipos deportivos.
Al igual que el «herbívoro» solitario que se encierra en una cabina de masturbación o se compra una amante de silicona5, el fan gregario que acude a los templos de la música para participar en un rito colectivo de adoración de niñas-fetiche, huye de la mujer adulta y autónoma que problematiza su virilidad por el mero hecho de tenderle un espejo. La máxima objetualización de la muñeca sexual y la idealización extrema de la idol adolescente (la desublimación represiva, que diría Marcuse, y la sublimación alienante) parten del mismo miedo y conducen al mismo vacío. Porque, en última instancia, tanto el soshoku danshi como el wota tienen miedo a la libertad; sobre todo a la libertad de las mujeres, pero también a la propia, que solo se puede ejercer realmente en el encuentro igualitario con los —y las— demás. Un miedo a la libertad que, como señaló Erich Fromm, es el heraldo negro del fascismo. Y en el caso de Japón, huelga decirlo, una recaída podría ser fatal.
Notas
(1) La expresión fue utilizada por primera vez en 2006 por la escritora japonesa Maki Fukusawa para referirse, en contraposición a los hombres «carnívoros», es decir, depredadores sexuales, a los que adoptan una actitud elusiva, incluso temerosa, frente a las mujeres y declaran abiertamente que, pese a ser heterosexuales, no están interesados en relacionarse con ellas. Según algunas estimaciones, más de la mitad de los hombres japoneses de entre veinte y cuarenta años son soshoku danshi, lo que ha contribuido de forma significativa a provocar un serio problema de descenso de la natalidad.
(2) Sexo y pereza, Santiago Alba Rico (Rebelión, 2 5 2012).
(3) Entendiendo el término en su sentido literal de «persona que se comporta con cortesanía», no como eufemismo de prostituta.
(4) Estos grupos de apoyo han sido popularizados en varias series de anime, así como en el videojuego de Nintedo Osu! Ttatakae! Ouendan.
(5) En Japón, pese a su elevado precio y a la crisis económica que atraviesa el país, se venden cada año miles de muñecas sexuales, y hay un floreciente mercado de complementos y servicios relacionados con su uso, incluidas empresas que organizan funerales para las muñecas deterioradas.
Es otra liga esto… qué digo, es otro deporte.
Bueno, en realidad el onanismo es un deporte tan antiguo como la humanidad (más antiguo, de hecho, pues muchos otros animales lo practican). Pero en Japón lo han llevado a sus más altas cotas, como han hecho con las artes marciales.
¡Dios mío! Cita a Marcuse y a Erich Fromm… me siento rejuvenecer ?
Una de Wilhelm Reich y vuelvo a ser un niño.
Ambos gozaron de unos años de enorme popularidad y de pronto cayeron en un injusto olvido. Así son las modas culturales (y contraculturales). El caso de Reich es algo distinto: siempre fue un maldito y a la vez un autor de culto.
Artículo interesante, como complemento propongo echar un vistazo a las estadísticas y a por qué existen términos como christmas cake o shokuba no hana para las mujeres trabajadoras (que según las estadísticas, una vez se casan suelen dejar sus trabajos en un 70 %). Sería una visión complementaria muy interesante, a pesar de que podría hacer que hubiera que pensarse parte de este mismo artículo.
Sin duda. La involución sexual es un aspecto -a la vez que un síntoma- de una crisis social mucho más amplia. Y no solo japonesa. Gracias, Miki.
Gracias por la sugerencia, Miki. Lo intentaré.
Los herbívoros japoneses sienten un cierto temor ante el espejo de la mujer relativamente liberada dentro de su, opresiva para ambos sexos, sociedad.
En occidente, con menos represión aunque con igual angustia existencial, muchos hombres empiezan a abrir los ojos. Para qué vestirse con el traje de plomo de las relaciones con el sexo femenino?
Buena metáfora la del traje de plomo. Que remite a dos decisiones difíciles: no ponérselo y atreverse a salir de la zona de confort sin llevarlo puesto.
Aquí viene al pelo un asombroso comentario que un tal Gesualdo tuvo a bien ofrecernos hace tiempo aquí, en Jot Down:
«Te comprendo perfectamente, chico porque yo aún estoy peor que tú! 58 años y sin haber besado con lengua y mucho menos haber mojado el churro. He oído decir por ahí e incluso aquí, en estas páginas que tanto ayudan, que estar con una mujer en el sentido bíblico, parece ser que te da un gustirrinín enorme. Pero a mí, no sé lo que me pasó, se conoce que me fui distrayendo y así, de un día para otro, nos hemos plantado en los 58. Y no creáis tú y este amable club de desoficiados que yo sea feo o algo similar, antes al contrario, siempre he sido y aún soy un galán al que las mujeres han perseguido siempre, incluso ahora. Pero es que además, de todas las edades, mayores que yo y jovencitas de 20 años porque parece ser que soy un hombre terriblemente sexy, por los comentarios e indicios que me han ido llegando a través de los años. En cuanto a orgasmos habré tenido decenas de miles ya que a un promedio estimado de dos diarios y teniendo en cuenta que me puse a ello a partir de los 4 o 5 años sin saber para nada qué era aquello… ¡Ja, ja! Recuerdo que pensaba… ¿Cómo voy a poder hacer esto cuando sea adulto y esté casado con una chica? ¿Qué me dirá…? ¡Ja, ja, ja! Ahora ya empiezo a ser mayor y me da mucha pereza tener siquiera que
pensar en establecer este tipo de relaciones. ¡El buey solo bien se lame, dicen! Y algo habrá de verdad en ello porque yo estoy como una rosa, fuerte como un toro y aparentando casi 15 años menos de los que tengo. Además estoy «forrado» de pasta ya que ninguna hija de puta me ha podido exprimir en ningún sentido y mucho menos ponerme cuernos como los que corren por ahí, así que no os preocupes tanto por vuestra virginidad y recordad que si pensáis con la cabeza en vez de con la polla, os irá mucho mejor en la vida.
¡Salud y buenas pajas!»
¡¡Es mi ídolo!!
Significativa elección de alias, pues Gesualdo fue un famoso compositor italiano del Renacimiento (algunos de sus madrigales son bellísimos) que mató a su esposa y a su (de ella) amante. ¿Recuerdas dónde apareció el asombroso comentario?
Pues resulta que salió en nada menos que en dos ocasiones: «¡Follo una vez más y me voy! : el sexo ya no da por cool» de Fernando Iwasaki, y la segunda, «Estás estupenda, Jackie» de Iker Zabala. Por lo visto, Gesualdo tenía bastante necesidad de expresarse soltando perlas de gran calibre.
Gracias, Luis, los leeré. Y puede que escriba un artículo sobre Gesualdo (el de verdad), un personaje fascinante y terrible.
Pues sí, la posibilidad de no follar nunca es algo que sucede en la vida real. Doloroso, pero cierto. Creo que no es una laternativa voluntaria y que da un poco de vergüenza reconocerlo. Me alegro que Gesualdo (sea su nombre real o tomado del Principe de Venosa) haya encontrado en ello ventajas sentimentales y una base sólida de ahorro. Me atrevo a proponer: https://bit.ly/3PGRGDz
La estereotipación me produce fastidiación.
Bueno ya que nos vamos a poner psicológicos… Ellos y ellas sienten el mismo nivel de soledad, miedo, falta de autoestima, inseguridad, fobia social, y toda esa ensalada de cuestiones de la vida moderna. La única diferencia es la forma de manifestarlo. Los «herbívoros» se esconden y escapan. Las revolucionarias lolys también se esconden. Pero de otra manera. Intentan parecer amenazantes. El exagerado maquillaje y vestuario extravagante es su manera de sacar los dientes, tal como lo haría un animal acorralado que se siente amenazado. Unos se casan con muñecas, otras se disfrazan y fingen ser algo imaginario.
La solución está en enfrentar los miedos, y comunicarse abiertamente, sin huir y sin máscaras. Cosa que obviamente no hacen ni van a hacer pues les aterra la idea.
Cierto. Pero la situación no es simétrica, ni en Japón ni en ningún otro lugar. Los hombres parten de una posición de dominio y las mujeres, hasta hace poco, estaban sometidas a todos los niveles. Ellas se empoderan (o lo intentan) y ellos se aferran a sus privilegios y huyen. Y en el proceso todos y todas sufren. Lo de «ni hacen ni van a hacer» me parece excesivamente pesimista; un sector de la población (en Japón y en todas partes) sí que enfrenta los miedos e intenta comunicarse, y es de esperar que la sociedad evolucione en el buen sentido. Pero la situación podría no mejorar, e incluso ir a peor, no se puede ignorar esa posibilidad.
En cuanto a lo de que las lolitas se disfrazan: ¿y quién no? ¿No es un disfraz el traje-y-corbata de uso obligado en muchos lugares, o los zapatos de tacón y los modelitos de alta costura?
Quizás les interese:
https://www.goodreads.com/book/show/15985426-men-on-strike
Gracias, M. Vi una entrevista a la autora en alguna televisión estadounidense, pero no he leído el libro ni tengo claro cuál es su enfoque. En cualquier caso, parece interesante, al menos desde el punto de vista informativo.