A lo largo de mi vida he escuchado en numerosas ocasiones la frase «No te sientes ahí», pero dicha prohibición solía llegar acompañada de justificaciones banales, como «La butaca está ocupada», «Está sucio», «Esto es una propiedad privada» o «Aún no se ha secado la sangre del cadáver».
En 2017 alguien volvió a espetarme esa misma advertencia justo cuando estaba a punto de tomar asiento, pero esta vez la frase llegó escoltada por una razón inusual: «No te sientes ahí, esa silla cuesta trece mil euros». Cuando aquello ocurrió yo estaba descalzo, visiblemente incómodo, encerrado durante una tormenta en una casa de lujo de la sierra islandesa y rodeado de un equipo de rodaje comandado por John Hillcoat, director de filmes como La carretera o Sin ley. Frente a mí se encontraba, sentada en la posición del loto sobre una cama de matrimonio, Andrea Riseborough, la actriz de cintas tan alabadas como Mandy o Birdman, contemplando mi torpe deambular por la sala en busca de un taburete que tuviese pinta de no costar lo mismo que el PIB de un país de tamaño medio. Ella jugueteaba con un cigarrillo largo y ponía cara de no tener muy claro cómo coño aquel juntaletras que tenía delante y que balbuceaba un inglés de primero de Muzzy había llegado a parar allí, supuestamente para entrevistarla y tomar nota del rodaje.
Lo cierto es que no la culpo, porque yo me estaba preguntando exactamente lo mismo, aunque en mi caso tenía más o menos clara la respuesta: años atrás se me había ocurrido redactar un artículo sobre una serie inglesa, aún desconocida, que rebosaba mala leche y llevaba por título Black Mirror. Lo había hecho desde la habitación de mi casa, probablemente enfundado en la cómoda seguridad que otorga un pijama y presuntamente descalzo porque creo con firmeza que las zapatillas son algo que por lo general les sucede a otros. Pero, ante todo, lo había redactado con las posaderas bien acomodadas sobre una silla que costaba doce mil novecientos ochenta euros menos que aquella otra que hallaría, varios inviernos después, en el set del episodio de Black Mirror cuyo rodaje me tocaría cubrir como consecuencia de escribir sobre series inglesas con mala baba.
En tu casa o en la mía
El 2020 no solo pasará a la historia como el año en el que Miguel Bosé y Victoria Abril abrieron por primera vez Internet Explorer, sino también por haber sido la época en la que la humanidad descubrió que la tecnología actual y las videoconferencias grupales eran útiles para algo más que las maratones onanistas. El año que vivimos confinadamente obligó a la población a adoptar el saludable estilo de vida hikikomori que los japoneses más sabios llevan décadas practicando, y forzó a empresas de todo el planeta a aceptar que sus empleados hiciesen algo tan blasfemo como trabajar desde sus propias casas. Lo gracioso es que lo que se presentó como una novedad revolucionaria para el mundo laboral en realidad no lo era tanto. Porque ejercer el oficio bajo techos hogareños y familiares, ya fuesen los de la vivienda, el garaje o el dormitorio universitario, es un punto de partida clásico para varios de los modernos imperios empresariales.
El ayuntamiento de la ciudad californiana de Los Altos decidió en 2013 que sería bonito estampar la prestigiosa etiqueta de «Lugar histórico» sobre el número 2066 de Crist Drive. Lo sorprendente del reconocimiento, sobre todo para nuestras limitadas mentes europeas, es que en dicha ubicación no se asienta ni un palacio vetusto, ni un Partenón con solera, ni siquiera un puñado de ruinas paganas donde otrora se despellejasen vírgenes alegremente. En realidad, lo que se alza en aquella dirección es otro tipo de templo habitado por esas eternas vírgenes modernas a las que llamamos informáticos: un garaje. El sitio más mundano posible convertido en punto de interés histórico por culpa de una extendida leyenda popular que señalaba a aquella cochera de Crist Drive como el lugar donde, en la década de los setenta, Steve Jobs y Steve Wozniak fundaron Apple y ensamblaron su primer producto: un ordenador que salió a la venta por la satánica cifra de 666,66 dólares. Años más tarde, el propio Wozniak aclararía que todo eso del garaje como origen del emporio de Apple tenía mucho de mito y poco de real, pero a esas alturas ya daba bastante igual, porque la percepción del trastero como una base de operaciones de negocios molones llevaba mucho tiempo formando parte del imaginario colectivo.
A principios del siglo XX, William S. Harley dibujó en su casa los bocetos de un motor ideado para ser acoplado a una bicicleta. Tras hacerlo, se encerró junto a los hermanos Arthur y Walter Davidson en un chamizo de diez metros cuadrados, donde la familia Davidson apilaba trastos despreocupadamente, para dar forma al vehículo imaginado. Dos años más tarde, los chicos emergieron de aquella barraca cabalgando una prometedora motocicleta que petardeó con alegría, y notables dificultades, entre las montañas de Milwaukee. En la puerta de la cabañita, los muchachos habían tenido a bien pintarrajear el nombre de su aventura mecánica casera: «Harley-Davidson Motor Company».
Veinte años más tarde, un jovenzuelo de Chicago se mudó al garaje de su tío en Los Ángeles para garabatear en su interior los fotogramas de una serie de cortometrajes donde se mezclaba imágenes reales con personajes animados. El chico se llamaba Walt, se apellidaba Disney y siempre consideró aquel zulo como su primer estudio de animación oficial.
Bill y David fueron dos competentes zagales que en 1935 salieron por la puerta de la Universidad Stanford, con un par de títulos de ingeniería electrónica bajo el brazo, para introducirse diligentemente y por voluntad propia en un cobertizo con pinta de haber sido residencia de Espinete. Hacinados en aquel garaje, la parejita de técnicos dedicó sus tardes a cacharrear con trastos, fabricando osciladores y voltímetros que se convirtieron en un éxito comercial. A la hora de bautizar el negocio, ambos chavales acordaron lanzar una moneda al aire para decidir el orden en el que colocarían sus respectivos apellidos en el nombre de la empresa: de salir cara, el apellido de Bill encabezaría la marca, y en caso contrario sería el de David el que tuviese aquel honor. Salió cara. Con el paso de los años, la empresa fundada en una chabola por Bill Hewlett y David Packard se convertiría en una destacada fabricante de calculadoras, ordenadores y cámaras digitales. Entre los productos más populares de su catálogo también se encontraba el aparato electrónico moderno que más y mejor jode a sus usuarios, si no tenemos en cuenta la existencia del Satisfyer: las impresoras de tinta.
En el fondo, muchas de las iniciativas empresariales con orígenes caseros parecen estar relacionadas entre sí de una u otra manera. A finales de los años treinta, los ejecutivos de aquella Disney nacida en un cobertizo, una empresa que todavía no se dedicaba a fagocitar nuestras infancias, asomaron la cabeza por la caseta de Hewlett-Packard para encargar una remesa de circuitos con los que equipar los cines para proyectar la película Fantasía en condiciones. Y durante los setenta, un tecno-jipi llamado Wozniak malvendería su calculadora Hewlett-Packard para costear el desarrollo del Apple I que estaba fabricando en un garaje junto a su colega Jobs.
Las nuevas tecnologías reinventarían los inicios humildes, sustituyendo cajas de herramientas por ordenadores y cabañas con olor a aceite de coche por cuartuchos con tufo a hormonas universitarias. Jeff Bezos, en los noventa, tan solo era un calvo afable más y no la encarnación en la Tierra de todos los males del capitalismo. Pero antes de finiquitar la década el hombre intuyó que internet sería el futuro del comercio y convirtió su propia casa en un almacén de libros que vendía online a través de una modesta página bautizada Amazon. En cuestión de meses, Bezos estaba forrado de billetes y su residencia a punto de explotar por culpa de todos los ordenadores que se apilaban dentro para mantener la web en marcha. «No puedo enchufar una aspiradora o un secador sin que salte todo el sistema eléctrico», afirmaba por aquel entonces, intentando hacernos creer que eso suponía algún tipo de drama, y también que usaba el secador para algo.
A Barbara Ackerman le preocupaba bastante que su hijo, David Karp, se tirase todo el día sentado ante el ordenador de su cuarto en el pequeño apartamento neoyorquino donde ambos malvivían. Pero, sobre todo, le inquietaba que el pequeño David pareciera dedicar todo ese tiempo frente al monitor a programar mientras hablaba en un lenguaje extraño y arcano, en lugar de ver porno como haría cualquier adolescente normal y saludable. La confusión de la mujer aumentó poco después, cuando el primogénito anunció a su madre que acababa de fundar algo llamado Tumblr sin salir de la habitación ni quitarse el pijama. Finalmente, a Barbara le quedó claro que aquel nombre impronunciable era una mandanga importante cuando el niño se presentó en casa con un cheque de mil millones de dólares tras venderle el invento a Yahoo.
A Mark Zuckerberg hay que reconocerle un talento extraordinario para haber convertido su follhambre en el negocio más rentable de la historia de internet. El chico tenía pinta de estar compuesto a base de horchata solidificada, y su única función en la vida parecía ser la de servir primero como diana para el bullying y más adelante como carne de terapeuta. Hasta que se le ocurrió montar una página web donde sus compañeros de Harvard podrían votar públicamente sobre el físico de otros alumnos. Aquella tontería se transformó en el germen de Facebook, la red social más exitosa del mundo, y gracias a ello, el nerd alpha pudo por fin fardar de tener cientos de millones de amigos fake. Otros dominios digitales prósperos como WordPress, Snapchat, Reddit o Dropbox nacieron también en las insalubres habitaciones estudiantiles de las universidades de Houston, Stanford, Virginia o el MIT.
Memorias de un redactor en pijama
En 2011, una mujer llamada Mar se puso en modo Nick Fury y comenzó a reclutar redactores por España a lo loco, tirando de agenda telefónica. La propuesta que enarbolaba sonaba a chifladura de un demente: participar en un equipo que se coordinaría para teletrabajar desde diferentes ciudades del país y facturar una revista cultural en una época donde la prensa y los quioscos vivían en un naufragio constante. A la hora de seleccionar a los integrantes de la tropa, a Mar no le importaba si estos vivían en una cochera, en un dormitorio universitario o si pernoctaban en un contenedor y utilizaban un charco como espejo. Tampoco parecía preocuparle lo más mínimo que la experiencia de sus redactores en el terreno periodístico fuese extensa o alegremente amateur. Lo único que realmente le interesaba era que quienes se apuntasen a cruzar ese Rubicón supiesen diseccionar la cultura escribiendo con gracia. O que fuesen capaces de engarzar más de dos mil palabras sobre el gozo de follarse un pulpo a las bravas, eso también le servía.
Para rematar la jugada, el magazine se bautizó Jot Down porque de aquel modo todos sus colaboradores estaríamos siempre muy entretenidos recordando a terceros que «se escribe “Jot” pero se lee “Yot”» en un país donde el único español que habla bien inglés es James Rhodes. La revista comenzó danzando por terrenos digitales y se materializó en papel meses más tarde para regocijo de los que nos embarcamos en aquella locura. Sorprendentemente, diez años después todavía seguimos a bordo. El artículo sobre tirarse a un pulpo, por cierto, fue todo un éxito, y no solo en Galicia.
Cuando la pandemia obligó al mundo a parapetarse en sus domicilios y optar por el teletrabajo nosotros llevábamos casi una década subsistiendo a base de emails, llamadas de teléfono y madrugadas pataleando en pijama delante de una hoja de Word en blanco. Desgraciadamente, la labor periodística también requiere en ocasiones abandonar la comodidad del hogar para asistir a eventos e interactuar con otros seres vivos. Un dato, no demasiado conocido, es que el cerebro humano no está psicológicamente preparado para asimilar el aspecto real de las facciones de todos aquellos que nos dedicamos a esto de escribir, lo que conlleva que para nosotros toda actividad social acabe resultando inevitablemente violenta y confusa.
El primer informe que envié al jefe de redacción tras verme obligado a asistir a una rueda de prensa rezaba lo siguiente: «En la charla había más ponentes que público, la audiencia la componíamos cuatro personas, de entre las cuales al menos una creo que estaba muerta, disecada, o ambas cosas a la vez. Era todo tan íntimo que a los oradores solo les ha faltado encender una hoguera y sentarnos a todos alrededor de ella para vendernos sus mierdas». Otra de las primeras conferencias ilustres a las que asistimos corría a cargo de Javier Mariscal. Y cuando nos sentamos ante el artista, libreta en mano, esperando presenciar un sesudo discurso sobre el mundo del diseño y el cómic, el tío nos voló la cabeza hablando durante una hora sin parar sobre las alegrías que trajeron a la costa mediterránea las felaciones de las chicas francesas en los años sesenta, simulando un exagerado y cómico acento cubano cuando departía sobre su película Chico y Rita, y sentenciando que él, en el fondo, no sabía dibujar. El informe que recibió el jefe de redacción en este caso fue más breve: «Creemos que nos la han colado hasta el fondo y nos han puesto delante a Joaquín Reyes disfrazado de Mariscal».
Desde entonces, se han sucedido los viajes de cientos de kilómetros, las entrevistas de varias horas y los artículos de más de seis mil palabras. Lo nuestro no es un imperio, pero nos mantenemos a flote. Un día te encuentras escribiendo una reseña y al día siguiente volando en avión hasta el otro lado del océano para cubrir un rodaje. Luego te obligan a descalzarte para no ensuciar el set y te colocan delante de una estrella de cine a la que evidentemente le das un poco de pena. Entre medias, aprendes a querer y a odiar a tus ídolos cuando te los encuentras cara a cara, acabas arrastrándote por festivales de cine donde bebes junto a celebridades de Hollywood que te invitan a sus farras playeras, entiendes el poder que puede llegar a tener un artículo, comprendes la inviolabilidad de los secretos off the record y descubres que esto parece una locura fabulosa más que un oficio. Y entonces te preguntas dónde y cómo empezó todo. Pero conoces la respuesta: en tu propia casa. El reportaje sobre Black Mirror quedó estupendo, aunque desde que aquello ocurrió existe otro interrogante que brota de tanto en tanto y no parece tener una respuesta concisa: ¿quién cojones se compra una silla de trece mil euros para sentarse en ella?
Como últimamente eres el articulista que muestra más ingenio, hay algo que quiero preguntarte. La cuestión la leí en un post de «Quora» y no he hallado una respuesta válida aún. Si alguien se hiciera pasar por español, ¿cuál sería la pregunta que podrías hacerle que le revelaría inmediatamente como un impostor?
Lo de que Mariscal no sabía dibujar, lo exponía ya un servidor en el último comentario de esa entrevista de 2012; eso sí, de la forma más elegante posible, faltaría más…