Para dar cuenta de la escritura novelesca que Javier Marías ha desarrollado, creo que es necesario remontarse a los comienzos de su carrera, que se ubica en los últimos años del franquismo. Los elementos atómicos y definitorios de lo que ha sido la poética literaria de Marías y que, en cierto sentido, han funcionado como una matriz de toda su obra posterior, se encuentran ya en sus primeras novelas y relatos. Especialmente, en el período comprendido entre el año 1970, en que se publica la famosa y polémica antología Nueve novísimos poetas españoles, y en que Javier Marías daba por terminada la escritura de su primera novela, Los dominios del lobo (si bien esta no se publicaría hasta el siguiente año, 1971), y 1975, el año de la muerte de Franco y en el que se publicaba también Tres cuentos didácticos, un volumen que Javier Marías firmó junto a otros dos compañeros de generación, Félix de Azúa y Vicente Molina Foix, y en el que incluyó el relato «La dimisión de Santiesteban». Entre los años 1970 y 1975 se había afianzado en el panorama español una nueva concepción de lo literario, lo que no era sino la culminación de un proceso iniciado mucho antes, e impulsado por los integrantes de más de un grupo generacional de escritores, y entre los que cabe contar destacadamente a Javier Marías. Su caso es muy representativo de las transformaciones vividas en el marco de la literatura española en unos años que fueron trascendentales, porque marcarían el rumbo de la producción literaria en España durante las décadas posteriores. Tener en cuenta la esfera social e ideológica española de ese tiempo, y cómo esta se expresa en novelas y escritos narrativos, es imprescindible para poder ver el paso de la cultura de la dictadura a la cultura de la democracia.
Cuando en 1971, Javier Marías publica su primera novela, en España todavía colean las polémicas acerca de la obligatoriedad del realismo estético como vehículo que debe articular el compromiso político de los escritores contra la dictadura. Cosa que en no poca medida instrumentalizaba políticamente la literatura. Recordemos que los años cincuenta y los sesenta han sido los tiempos de la «operación realismo» orquestada por el Partido Comunista y su agente en el interior de España que fue Federico Sánchez (Jorge Semprún), de los muy influyentes trabajos de crítica preceptiva de José María Castellet, como la antología Veinte años de poesía española, Notas sobre literatura española contemporánea, y La hora del lector, y, en un marco más amplio, del prestigio y la difusión de los que gozan las ideas de Sartre sobre el compromiso político de los intelectuales y los escritores. No es posible aquí demorarse en las implicaciones éticas y políticas que conllevó la escritura literaria en España durante la dictadura y que rodearon el «problema del realismo», pero esa es una cuestión que no puede perderse de vista. Lo mismo que no puede obviarse la idea de responsabilidad social a través de la escritura que subyace a la idea del «compromiso».
En este contexto, conviene recordar la relevancia en el marco literario español de los años setenta de los «novísimos» en tanto que «grupo generacional». Con independencia de los méritos literarios de la antología poética de Castellet, que marcaba un sorprendente, y todavía estudiado por los historiadores de la literatura española, punto final a su anterior etapa de defensa y promoción del realismo histórico y la literatura social y políticamente comprometida, y de las polémicas que la rodearon, sobre el carácter de oportunismo mercantil de su lanzamiento, o sobre la nómina de autores incluidos, lo cierto es que puso en el mapa a una generación de escritores que exhibía unas características diferenciadas de las de sus mayores, y que, por las mismas razones, estaban condicionados por unas circunstancias de formación y de crecimiento distintas.
Los escritores de esta nueva hornada se veían hermanados por unas actitudes que recuperaban los planteamientos y la revalorización de una vanguardia artística que había quedado sofocada por las consecuencias de la guerra civil y de la dictadura. Su aparición era un síntoma de las transformaciones sociales en el campo literario que se experimentaban en España en el periodo final del franquismo. A este impulso generacional se habían sumado novelistas que, como Javier Marías, manifestaban la conciencia de pertenecer a una «generación literaria» distinta.
Muchos de los poetas «novísimos» profesionalizaron, además, su escritura en el ámbito de la novela en las décadas siguientes, y a ellos se podría juntar a novelistas como José María Guelbenzu, autor de la emblemática novela El mercurio, de 1968, o incluso a un joven Enrique Vila-Matas, cuya fama como novelista llegaría mucho después, pero cuya primera novela (Mujer frente al espejo contemplando el paisaje) se publicó en 1973, el mismo año que la segunda novela de Javier Marías. Aún más, podríamos ver un equivalente de esta transformación también en el ámbito del pensamiento con el proyecto colectivo En favor de Nietzsche, que juntó los primeros pasos de filósofos y eruditos de la filosofía tan dispares como Fernando Savater, Eugenio Trías o Andrés Sánchez Pascual, descontentos ante el clima de la filosofía académica española de entonces y al mismo tiempo del marxismo, cada vez más residual pero dominante aún en la cultura de la oposición, una situación en todo comparable al hartazgo de muchos poetas y novelistas jóvenes frente a la preeminencia del realismo comprometido.
En 1984, Javier Marías pronunciaba una conferencia en Estados Unidos titulada Desde una novela no necesariamente castiza donde, en mi opinión, con lucidez retrospectiva explicó muchas de las circunstancias de época relacionadas con la publicación de sus primeras novelas. Del mismo modo que con su obra había conseguido captar aquel Zeitgeist de la época, o «aire del tiempo», en expresión del crítico Guillermo de Torre.
Puede resultar útil, para acercarnos a ello, la noción sociológica de «campo literario», en tanto que espacio de lucha por la legitimidad artística, que propuso Pierre Bourdieu, para considerar los elementos más relevantes del estado en el que se encontraba la literatura española en el momento en que Marías hizo su debut. El impulso del novelista madrileño trabajaba en concomitancia y complicidad con los esfuerzos de otros creadores de parecida edad. Así, sus dos primeras novelas, Los dominios del lobo, y Travesía del horizonte, en lo que tienen de entretenidos relatos de aventuras, que subvierten con ironía las estructuras de sus respectivos géneros a la vez que rinden homenaje a sus convenciones (lo mismo que «La dimisión de Santiesteban» imprime una extraña variación al molde del cuento de fantasmas tradicional), preludian la hibridación posmodernista de Eduardo Mendoza en La verdad sobre el caso Savolta, y, de la misma manera, la actitud desenfadada que por la vía práctica demostraba con la escritura de esas novelas entroncaba con la irreverencia ilustrada de Félix de Azúa o Manuel Vázquez Montalbán (y de la que habían dado muestra ya en sus respectivas poéticas «novísimas») o la resabiada recuperación de la sentimentalidad infantil que llevaban a cabo en sus versos y primeras tentativas narrativas Leopoldo María Panero o Ana María Moix, y que encontraría su más brillante explicitación teórica en La infancia recuperada de Fernando Savater en 1976.
Marías no fue el único escritor de su generación en emprender esa senda, ni la suya fue una «ruptura» en un sentido estricto, puesto que contaban con el precedente y el estímulo de algunos autores de la generación anterior, en el caso de Javier Marías con Juan Benet a la cabeza. Un maestro en quien hallaría una fuente de inspiración, un modelo de excelencia literario y una piedra de toque con la que medir la valía de su propia obra. Se ha escrito mucho sobre la «ruptura» o «renovación» en la literatura española de los años sesenta y setenta respecto a las tendencias de la posguerra, y es un asunto que todavía discuten los especialistas, pero creo que es posible desarrollar una línea argumentativa que considera que en la obra de esa generación más joven hay una continuidad, antes que una verdadera ruptura, con las propuestas renovadoras de algunos autores de la promoción anterior, así la obra de no pocos novelistas de la hornada de Javier Marías prolonga los planteamientos inaugurados por gentes como Juan Benet o Luis Martín-Santos, en sus empeños de volatilizar el realismo, o de ponerlo boca abajo. Planteamientos narrativos que habían empezado a iniciarse en la década del cincuenta y que se consolidaron a partir de los sesenta. Es en este movimiento de renovación, iniciado anteriormente, en el que se inscriben los primeros esfuerzos literarios de Javier Marías.
En efecto, hacia 1970, en España se había estado viviendo un momento de «pretransición» (una expresión que tomo del libro La doble transición, de Ramón Buckley), una transición cultural que se anticiparía a la transición política, y que significaría la transformación de una cultura literaria condicionada por el régimen franquista (falta de libertades políticas, represión de la disidencia, censura…) a un campo literario que empezaba a regirse ya por las pautas de las sociedades democráticas avanzadas, aunque la libertad política no hubiese llegado aún a España.
Sean cuales sean las fronteras que se elijan para delimitar este periodo histórico, la Transición, que en la política institucional se inicia con la muerte de Franco pero que culturalmente puede abarcar hasta las primeras décadas de la democracia, es la época en la que la generación de Javier Marías aparece en el panorama literario, y su obra muestra inequívocamente la sintonía con la del resto de países democráticos occidentales antes de que la democracia hubiera llegado a España, y sobre todo, lo mostraba de manera más clara de lo que lo hacía la literatura de la generación anterior.
Marías se inscribe así en una corriente estética imbricada en este período, y que da idea de un espíritu de época. No perder de vista la emergencia de una nueva concepción de la literatura enraizada en un paradigma neovanguardista ayuda a la comprensibilidad general del periodo y de sus ondulaciones. Un espíritu de época que refleja, pues, las transformaciones vividas en el conjunto del mundo occidental tras la Segunda Guerra Mundial y que con retraso afectan también a España. Atender a todas estas circunstancias que otorgan a esos escritores un «parecido de familia», en la conocida metáfora de Wittgenstein, permite hacer extensible el término «novísimo» al conjunto de la generación, un hecho que también han subrayado numerosos estudiosos al englobar a los novelistas, poetas y pensadores surgidos en ese periodo bajo un mismo marbete generacional; y es lo que justifica que un crítico como Juan Antonio Masoliver-Ródenas definiese a Javier Marías en los años setenta como el «novísimo por excelencia».
El humus de crecimiento intelectual y social de esta generación no sería el mismo que el de aquellos escritores que se vieron más directamente afectados por las repercusiones de la guerra civil y lo más duro de la posguerra, los autores encuadrados dentro de la generación del 50 o del medio siglo. Estas circunstancias compartidas de crecimiento y de aparición, que en el ímpetu de su despliegue enlazan con el espíritu de las vanguardias, justifican que se vea en los jóvenes escritores que debutan alrededor de 1970 una nueva promoción diferenciada de la de sus mayores. Un grupo unido en su alborear, antes, como diría el propio Marías, «de que cada cual siguiera su propio camino». Y así se iniciase lo que puede verse como una dispersión estética tras un período inicial de militancia y fidelidad a una concreta visión artística, que no es sino una circunstancia que se dio ya en las vanguardias históricas. Un efecto de dispersión que se acentuaría con la consecución de los objetivos apetecidos: el descrédito del compromiso político en la obra de creación literaria, de las convenciones de la literatura realista y el anhelado final del franquismo.
La corriente principal de la literatura española característica del periodo perteneciente a la cultura del franquismo (tanto la oficial del régimen, como la opositora) es una de las principales modalidades de lo que denigratoriamente Marías va a llamar pues «novela castiza». La crítica de Marías fue a veces desairada, exagerada o injusta, como él mismo reconocería con los años, pero es sintomática del énfasis con que negativamente reacciona ante lo que percibió, hacia 1970, que era todavía el «discurso» sobre lo literario en España. El suyo es el malestar de muchos de los autores jóvenes de aquel tiempo ante lo que creen que es el estado de la literatura española. Esta reacción es fundamentalmente una reacción ante la «noción dominante» de lo que creen que todavía impera en la literatura española. Eso se vio muy claramente en el caso de los poetas «novísimos», pero es perfectamente extrapolable al conjunto de la generación, incluidos los novelistas como Javier Marías.
El rey del anacoluto.
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