Guy de Maupassant dijo: «Un beso legal nunca vale tanto como un beso robado». En un improbable catálogo de besos se podría listar los cordiales de saludo, de despedida, los familiares, besos paternales, los besos de tía, de tío, de abuelo. Besos babeados, limpios, impíos y malvados. Besos con sentido: el beso robado, por ejemplo, tiene una alta carga de coquetería y maldad. Un beso esquiniado es una trampa al destino. Hay besos famosos en la biblia como el beso de Judas y en el arte como el de Gustav Klimt. Hay beso en la mano, beso negro y beso con lengua. Alguna vez una amiga me preguntó qué significaba un beso en la frente. Si te gusta el tipo —le dije— olvídalo. Los besos en la frente tienen la misma intensión de los besos a las mascotas.
Pablo Neruda, que era un poeta cursi irremediable dijo que «en un beso, sabrás todo lo que he callado». Cosas de poetas. A mí siempre me parecieron más románticas las letras del punk.
¿Qué pasa químicamente en nuestro cerebro cuando damos un beso con lengua?
Las placenteras endorfinas segregadas por el hipotálamo y la glándula pineal se disparan, y la excitante adrenalina va subiendo poco a poco, aumentando la presión sanguínea, dilatando las pupilas, acelerando el ritmo cardíaco y la respiración, incrementando el volumen de oxígeno en la sangre y haciéndonos sentir con mucha más energía.
La saliva de los hombres contienen testosterona y hay también evidencias de que un beso largo y apasionado podría aumentar el deseo en mujeres, pero el factor clave es la segregación de dopamina. Se ha dicho que la dopamina es una hormona «embaucadora» porque es como un alucinógeno que distorsiona y exagera lo que sentimos. Algo así como el principio activo de la marihuana, que nos hace más sensibles y propensos a los estímulos. La dopamina, entre otras hormonas, es la encargada de activarnos el bienestar y la tranquilidad cuando, por ejemplo, por fin, terminamos la tesis de grado o cuando ganamos con un buen negocio.
La subida de esta hormona implicada en la sensación del placer, motivación y búsqueda de novedad, genera ansiedad y deseo de besos cada vez más frecuentes. Y si en una relación llegamos a este punto, ya estamos perdidos y enamorados. Un dicho popular dice que «no hay peor ciego que un enamorado». Por otra parte, el cantante Joaquín Sabina, que vendió su alma a los bares y le dieron un sombrerito, tiene razón cuando dice: «Lo bueno de los años es que curan heridas, lo malo de los besos es que crean adicción». Joaquín-sombrero intuía lo que la ciencia ya demostró: en este punto del romance, nuestro cerebro está aprendiendo que una persona le genera gran placer. Es una persona, una sola, y no otra. Es decir, nos volvemos adictos. La ciencia ya lo demostró. Podemos estar con los amigos, con la familia, en el trabajo, incluso con un «arrocito en bajo», pero el cerebro sabe que ninguna de estas personas es quien nos tiene encoñados.
Cuando estamos lejos de esta persona estamos ansiosos, distraídos, sufriendo con los síntomas de abstinencia de cualquier drogadicto sin su dosis. Pero cuando nos volvemos a ver con el encoñe, y volvemos a estar juntos y conversamos y volvemos a cogerle el culo, —porque el culo amado siempre es perfecto—, el vínculo neuroquímico se va fortaleciendo. Todo esto ya lo sabíamos, pero la ciencia explica «por qué sucede». Uno escucha por ahí comentarios al estilo de «esta persona me tiene encantad@» y en efecto, nos tiene embrujados con chorros de dopamina que nosotros mismos disponemos y consumimos. Y si a esto le sumamos unas vibrantes revolcadas, en las que los niveles de dopamina se disparan a sus máximos niveles, el vínculo químico y neuronal se hace más fuerte.
Según estudios de la ciencia, entre los efectos del beso se cuenta con los bajonazos de los niveles de cortisol, la hormona del estrés, tanto que se siente flaquear las piernas. Es decir, el beso funciona como terapia antiestrés. Y es verdad. Todos lo sabemos. Practíquela cuando quiera matar al jefe de la oficina.
¿Pero cómo diablos terminamos los humanos besándonos?
El beso es de las manifestaciones más extrañas en la naturaleza. Y más si es un intenso beso con lengua. El político y escritor irlandés Jonathan Swift algún día preguntó: «Señor, quisiera saber ¿quién fue el loco que inventó el beso?». Muchas especies se lamen u olfatean, pero solo nosotros y los monos bonobos practicamos el beso con fines amorosos. Pero ¿por qué diablos nos besamos? Para la pregunta hay dos respuestas científicas. Una viene por parte de los antropólogos, quienes afirman que es una manifestación cultural relativamente moderna. La otra respuesta la dan los biólogos evolucionistas, quienes apuestan a que el beso es una necesidad de carácter evolutivo.
Los evolucionistas se paran en la raya afirmando que la naturaleza ha ido diseñado nuestros labios de una manera particularmente enfocada al beso: la presentación que tienen nuestros labios orientados hacia afuera, que sean más gruesos en proporción al resto de los animales, que concentren una mayor cantidad de terminaciones nerviosas que otras partes del cuerpo, y que instintivamente consideremos a los carnosos como más atractivos, sugiere que el beso ha tenido un papel evolutivo. Los biólogos argumentan que las hembras besaban al macho para identificar al buen candidato por medio de la intensificación de la función olfatoria. Algunas opiniones de expertos dicen que nos gustan por su parecido con los genitales o como reminiscencia de la lactancia materna. Pero de momento la hipótesis más plausible es que besarse es un comportamiento evolutivo a partir de la olfacción, una manera más sofisticada para calibrar que todo está correcto y que el macho besado es un buen candidato para procrear. Según esta «fría teoría, vacía de magia», como me dijo un amigo poeta, el beso no sería tanto para generar excitación como para eliminar candidatos malos, enfermos o demasiado parecidos genéticamente a nosotros.
Es fría, racional y desmonta todas esas pendejadas que se inventan los poetas, pero la teoría explica varias cosas. Entre otras, aclara por qué hay besos y personas con las que, sin saber por qué, no hay química a pesar de las buenas expectativas que teníamos. A todos nos ha pasado: todo va superbien con esa persona, hablamos rico por teléfono, salimos y se nos va el tiempo volando, tenemos cosas en común, todo marcha en orden hasta que nos acercamos y le damos un beso. Entonces notamos que algo va mal. No es. Hemos caído en la trampa, en el engaño de las miradas. Por alguna razón que no entendemos, pero sentimos, y lo sentimos muy hondo, tenemos la certeza de la huida, del escape. Resulta espantoso, pero cierto.
Por eso quien dijo que «el primer beso no se da con la boca, sino con los ojos», afirmó algo muy poético, pero medio mentiroso, como todo lo de poetas. Porque uno puede besar con los ojos, pero hasta que no besa con la lengua no siente el aliento del otro. Y esto es vital. Hay que sentir el sabor del otro, sin chicles Adams, ni crema dental Colgate. Es tan importante el sabor de la lengua como el olor de la boca. El olor. Y acá podríamos comenzar a hablar de otro gran tema: el olfato. Pero dejemos el tema del olfato en coitus interruptus para otro ensayo . La vaina es que, si no nos gusta el aliento natural del otro, olvídalo. A pesar de todo el tiempo que hasta gastado, del coqueteo y mensajes en WhatsApp, tienes el derecho legítimo de largarte y perderte. No hay miradas brillantes ni sonrisas que cubran un aliento que no te gusta. Luego encontrarás la excusa. Pero, por favor, nunca le digas que fue su aliento.
Y al contrario también nos ha pasado. Es posible que, inicialmente, no estemos pensando nada serio con esa persona. Solo estamos «saliendo». ―Ojo, porque todos sabemos que afirmar «estamos saliendo» es el eufemismo para decir: estamos pichando sin compromiso―. El caso es que, sin mayores pretensiones, besamos a esta persona, la sentimos, la mordemos, y así el interés inicial sea menor, luego de ese primer encuentro la atracción se intensifica más, y con cada beso, y su aliento, su aliento natural y con cada encuentro, cada revolcada, nos sentimos derrotados y felices. La jodida química. Y la seguimos mordiendo. Pero ahora, la mordemos con harta gana. El beso es realmente un momento crítico en el inicio de una historia amorosa. El escritor alemán Emil Ludwig dijo que «la decisión del primer beso es la más crucial en cualquier historia de amor, porque contiene dentro de sí la rendición». Otra cursilería, pero qué le hacemos. Una cursilería cierta, como lo dijo el poeta portugués Fernando Pessoa: «Todas las cartas de amor son ridículas, pues no serían cartas de amor si no lo fuesen».
Luego del primer beso bien apretadito, ojalá en balcón de duodécimo piso, de noche, con susto, con lengua, el terrible vendaval se viene encima y no queremos huir, ni salir corriendo. Entonces estamos jodidos. Jodidos y enamorados.
Pues es cierto mucho de lo expuesto aquí, al menos por lo que he podido experimentar personalmente a través de bastantes años ya. Recuerdo que mi esposa (una belleza excepcional, de esas que captaban la atención de todo el mundo cuando aparecía en una estancia) me decía entre arrumacos que desde los orificios de mis fosas nasales, percibía un aroma absolutamente embriagador que literalmente la enloquecía hasta llegar casi al orgasmo. La primera vez que me lo dijo, creí que me estaba tomando el pelo, pero con el tiempo aprendí a confiar en los dos sentidos que junto con el gusto, tenía desarrollados hasta extremos increíbles: El olfato y la vista. Precisamente los que que yo había tenido siempre algo disminuidos. Poco después, leyendo sobre feromonas y similares, pensé que por ahí debían ir los tiros.
También, tiempo antes, había ido detrás de una muchacha guapísima que se hacía mucho de rogar y con la que salí varias veces a tomar algo, de discoteca, playa, aunque nunca permitía aproximaciones ni efusiones físicas. El caso es que como la chica me gustaba a rabiar, yo seguía, y en una de esas ocasiones en las que estaba haciéndose la remolona, le sugerí que nos fuéramos por si se le estaba haciendo tarde. En ese momento, me atrajo hacia sí como una leona con la boca abierta buscando la mía, mientras yo apenas podía creer en mi, por fin, buena suerte; pero lo terrible fue que al besarnos, un muy agrio aroma procedente de su piel, como de tocino rancio inundó mis fosas nasales logrando que ese anhelado beso, se convirtiera en una de mis más desagradables experiencias sensoriales. Como en algún punto de este artículo se hace hincapié, SUPE al instante que nunca podría tener sexo con aquella joven, a pesar de lo mucho que me había atraído su físico. Aun ahora, después de casi cincuenta años de esto, me entristece pensar que lo que podía haber sido, como mínimo, un episodio o varios de sexo alegre y placentero, se malograra por lo que el Sr. Andrés Delgado ha expuesto aquí, de manera tan certera.
“me decía entre arrumacos que desde los orificios de mis fosas nasales percibía un aroma absolutamente embriagador que literalmente la enloquecía hasta llegar casi al orgasmo” Maestro, con casi todo el respeto que me merece, qué sucedió después de que le pasara eso con esa Ava Gardner que tiene por esposa, ¿Se cayó de la cama y se despertó?
Rafa, lo que a mí me gustaría saber es el por qué ha considerado que mi escrito era una trola. ¿De verdad cree que porque a usted no le ha pasado nada de eso, sea imposible que suceda en otros ámbitos y a otras personas? Mal vamos. Tenga en cuenta que mi esposa, en una excursión en lancha por un río de Costa Rica, en un momento dado exclamó «¡Qué olor a jazmín!», haciendo que todos la miraran con guasa; todos menos el guía y yo mismo. El guía, asombrado, dijo que a varios kilómetros encontraríamos jazmines para aburrir y que era la primera vez en años de llevar gente por el río, que alguien hubiera olfateado eso a esa distancia. Luego está lo de mis fosas nasales y la belleza de mi esposa, todo ello absolutamente cierto. ¿No podría usted, en vez de mosquearse, alegrarse de que a dos personas les pase algo bueno?
Por supuesto que me alegro. Como apuntó Mark Twain en alguna ocasión, la diferencia entre la realidad y la ficción es que la realidad no necesita ser verosímil. ¡Enhorabuena! Quizás lo que me sucedió es que cuando alguien asevera ser irresistible siempre despierta sospechas, resulta más creíble cuando es contado por el seducido y no por el seductor.
«La diferencia entre la realidad y la ficción es que la realidad no necesita ser verosímil». ¡Es cierto! Mientras escribía esta batallita, era consciente de que se podía interpretar como un delirio o una fanfarronada, pero el caso es que no podía hacerlo de otra forma porque las frases se ajustaban como un guante a lo sucedido realmente. El motivo de mi intervención ha sido el texto de Andrés Delgado, que a través de la ciencia, ha desarrollado un apasionante artículo que ha removido en mi memoria un par de anécdotas personales las cuales me han parecido susceptibles de encajar en su propuesta. Saludos.
Me gustó tu artículo. Me pasó con una chica en la universidad, bella físicamente, pero acercarme a ella a menos de 30cm era algo bastante incómodo por su halitosis, que estoy seguro no era falta de higiene bucal, sino a una repelencia química entre nosotros. Muy pero muy acertado. A diferencia de otras chicas donde sin ser tan atractivas generaban mucha excitación de mi parte al acercame.
El beso por excelencia es «Il bacio» de F. Hayez. El del Klimt me da que ella le acaba de decir: «te quiero como amigo». Munch estaría pensando en los contagios potenciales al pintar ese cuadro. Pero el de Hayez lo tiene todo:
https://tinyurl.com/elbesodehayez