Julio Verne huele a los veranos de la adolescencia más temprana, a esos tomos rojos, gruesos, de papel biblia de Plaza & Janés. Si hablo de libro y de olores, por fuerza he de recordar a mi amigo Manolo. Mi amigo Manolo, cuando le enseñaba el tomo que estaba leyendo o que acababa de recibir, lo primero que hacía, antes de que empezáramos a comentar sobre él, era olerlo; después he sabido de otra gente con esa misma costumbre, pero entonces era mi amigo Manolo el que lo hacía, su primer contacto con los libros era meramente olfativo; hace mucho que no sé de él, pero, cuando recuerdo su costumbre, pienso que se sentirá algo perdido en este mundo de Kindles al que yo con tanto entusiasmo he abrazado.
Esos tomos rojos aún están en casa de mis padres. No sé por qué, pero nunca he empujado a mis hijos a su lectura. ¿Me avergüenzo de ello? ¿reniego de Julio Verne? Lo ignoro, pero lo que sí es cierto es que su lectura me proporcionó horas y horas de placer, de aventuras, de viajes: de aire y color como contraste con el mundo gris y opresivo del tardofranquismo, del colegio de curas que ya habían abandonado las negras sotanas, pero que era lo único negro que habían abandonado. Supongo que considero que en el mundo actual las luces de Julio Verne se pueden ver eclipsadas antes por otras maravillas, aunque, pensándolo bien, es posible que, de seguir así, pronto nos volvamos a ver en otro sociedad oscura como aquella de mi adolescencia.
Incluso se me ocurre otra interpretación, de hecho, si lo pienso detenidamente, ya en algunos momentos de su lectura sentí un cierto distanciamiento hacia Verne y, curiosamente, ese distanciamiento no era literario, sino que se originó a partir del trato que daba don Julio (nadie decía Jules, no existían los hípsters) a las matemáticas, a las ciencias en general. En muchas de sus novelas —al fin y al cabo estamos hablando de uno de los padres de la ciencia ficción—, se hace uso de diversos conceptos matemáticos o científicos; a veces esos usos eran correctos, pero otras ya me chirriaban a mí en esa época. El resultado: acabé por dejar de leer a Verne y me hice matemático. Pero, si somos justos, creo que le debo algo, mucho, a Julio Verne; tantas horas de lectura, de placer, de aventuras no se merecen que yo diga simplemente que no siempre usaba correctamente las matemáticas o la ciencias: él se merece alguna explicación. No pretendo ser exhaustivo, me limitaré a dar unos cuantos ejemplos de los que permanecen en mi memoria.
Estoy seguro de que mi primer distanciamiento, y supongo que el ejemplo de colección de errores más evidente incluso para aquellos con espíritu menos científico, fue en la obra conjunta que constituyen De la Tierra a la Luna y su continuación Alrededor de la Luna. Supongo que todos conocemos el argumento de dichas novelas: desde Florida se lanza una bala enorme en la que viajan tres tripulantes, y después de muchas vicisitudes, la nave, perdón, la bala, ameriza en el Pacífico. Estos hechos meramente fortuitos —el lanzamiento desde Florida, los tres tripulantes, el amerizaje en el Pacífico—, han llamado la atención de muchos por sus dotes premonitorias; lo dicho: son casualidades, cada una con su lógica interna, pero centrarnos en ellas nos desviaría de nuestro tema.
Curiosamente, en esas novelas es en las que más detalles científicos se aportan, puesto que Verne se documentó bastante para ellas y pretendía demostrar que dicha hazaña era más o menos posible y trataba de ver los escollos que había que salvar para realizarla; muchos de dichos detalles son válidos, pero otros tantos no lo eran para un niño como yo, que pocos años antes había presenciado en directo la llegada del hombre a la Luna (una madrugada, desde una playa de Cartaya, en Huelva, junto a mi padre, en un pequeño televisor alimentado por baterías de camión), y que había seguido todas las noticias sobre la «carrera espacial» que aparecían en esa época tan a menudo en las noticias.
Como hemos dicho, lo que hacen nuestros protagonistas es lanzar una enorme bala hacia la Luna, así que desde un cañón se ha de dar impulso suficiente para llegar al menos hasta el punto en el que se compensan la gravedad de la Tierra y de la Luna; ese impulso es enorme y desde el punto de vista de los pasajeros les obligaría a soportar una presión tal que los destrozaría en el mismo momento del lanzamiento. Haciendo un poco de trampa, he consultado gente que ya ha hecho los cálculos por mí y resulta que la aceleración que tendrían que soportar los tripulantes de Verne es de 50 000g (cincuenta mil veces la fuerza de aceleración de la Tierra), que creo que queda ligeramente por encima de los 20g que es aproximadamente la aceleración máxima que soportamos los humanos si vamos tumbados; de ir de pie o sentados sería aún peor. Repito: tendrían que soportar una aceleración de 50 000g: esa fuerza es tal que destrozaría incluso nuestras células y, por tanto, los desafortunados pasajeros quedarían literalmente hechos papilla.
Sigamos con los aspectos desagradables para los pasajeros: en un momento dado del viaje, un cuarto pasajero que no hemos mencionado, el perro del protagonista, muere y deciden expulsarlo de la nave. La nave tenía aire, sus tripulantes podían respirar, así que imaginemos lo que podría ocurrir al abrir un pequeño ojo de buey que daba al vacío exterior. Al margen de lo anterior, la bala no consiguió llegar a la Luna y Verne lo achaca a la composición de fuerzas que se originó al expulsar el cadáver del perro; esto no es del todo correcto, pero como yo por aquel entonces no lo sabía, pasemos por alto este detalle. Lo que sí que sabía es que si se abre una pequeña abertura durante una fracción minúscula de tiempo en una nave que viaja o flota en el vacío, las presiones interior y exterior tienden a equilibrarse y, por tanto, todo el aire interior sale violentamente succionando a la vez todo lo que está en contacto con él. Por lo tanto, nuestros viajantes acabarían en el espacio exterior inmediatamente, lo cual no es tampoco demasiado bueno para el éxito de su misión; ya sabéis: si estáis en una nave en el espacio exterior es importante no abrir las ventanas por muy mal que huela en el interior de la nave.
A pesar de todo lo señalado, al menos en la imaginación de Verne nuestros héroes viajan alrededor de la Luna y, contra de todo pronóstico, consiguen volver a la Tierra. ¡Ya lo creo que vuelven! ¡Y de qué forma!:
En aquel instante (era la una y diecisiete minutos de la mañana) y cuando el teniente Bronsfield se disponía a entrar en su camarote, le llamó la atención un silbido lejano y repentino.
Al principio creyeron sus compañeros que el silbido era causado por un escape de vapor; pero al levantar la cabeza, observaron que el ruido se oía en las capas más lejanas del aire.
Aún no habían tenido tiempo de dirigirse una pregunta, cuando el silbido adquirió una intensidad espantosa, y de repente apareció ante sus ojos deslumbrados un bólido enorme, inflamado por la rapidez de la carrera y por el frotamiento con las capas atmosféricas.
¡Aquella masa ígnea fue agrandándose a sus ojos, cayó con el ruido del trueno sobre el bauprés de la corbeta, que quebró al nivel de la proa y se hundió en las olas con un estampido atronador!
Resumiendo: la bala entra en la atmósfera y, en caída libre, se precipita sobre el océano, no se desintegra con la fricción con la atmósfera, pero lo que es peor: imaginemos el terrible choque contra la superficie del agua. No creo que fuera una mala muerte por ser tan instantánea, pero sin duda inevitable (por si alguien no sabe el desenlace del libro: sobrevivieron a todo, no me odiéis por el spoiler). Otra de las cosas que llama la atención es que nadie en el barco que es testigo del impacto (marinos ellos) piense que una bala hueca y hermética, en la que se alojan tres tripulantes, por fuerza ha de flotar y se organiza una compleja operación de rescate en el fondo marino.
La que pretendía ser la novela más de ciencia ficción de Verne resulta que tiene mucho, mucho de ficción y poco de ciencia. En realidad tiene mucho. Tiene muchos cálculos, algunos correctos, pero en la ciencia ocurre como en la religión (muy desafortunada comparación, lo sé): si uno es muy bueno en general, pero tiene un pecado pendiente, ya no se está en gracia; si una demostración matemática es muy buena, contiene razonamientos fantásticos e ingeniosos, pero tiene un fallo, deja automáticamente de ser una demostración. Lo que ocurre con De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna no es que tenga un fallo, no tiene un pecado, tiene muchos, incluso muchos más de los que yo he reseñado aquí.
La lectura de esas dos novelas no me dejó en la mejor de las situaciones para la siguiente que leí, otra de los clásicos, llevada varias veces al cine: Viaje al centro de la Tierra. En realidad. Una aventura tremenda, una montaña rusa en la que casi no da tiempo de respirar, los protagonistas se enfrentan a todo tipo de peligros, desde volcanes a monstruos antediluvianos (¡qué de tiempo que no veía esa palabra! ¡Qué ganas tenía de usarla!) y consiguen superar todos los retos a los que se enfrentan. No voy a entrar en la existencia de una cueva que comunique Islandia con Sicilia (o con la cercana Stromboli), ni en la cadena alimenticia necesaria para mantener a los monstruos albergados en esas profundidades alejadas de la luz del sol y aisladas del resto del planeta. Pero en esa novela, en una ocasión el narrador y sobrino del jefe de la expedición se ve separado del resto de sus compañeros, y en un determinado momento consigue oírlos a través de la roca y tratan de calcular a qué distancia se encuentran para determinar qué hacer. Así que deciden lo siguiente: el tío dice su nombre, y cuando Axel, el sobrino lo escucha, lo repite y así el tío puede medir cuánto tarda el sonido en recorrer dos veces la distancia que los separa:
—Cuarenta segundos —dijo entonces mi tío—; han transcurrido cuarenta segundos entre las dos palabras, de suerte que el sonido emplea veinte segundos para recorrer la distancia que nos separa. Calculando ahora a razón de 1020 pies por segundo, resultan 20 400 pies, o sea, legua y media y un octavo.
Traducido al sistema métrico, 20 segundos por 340 m/s (o 343 m/s, da casi igual) dan 6800 metros y esa era la distancia que separaba a Axel de su tío. La primera pregunta podría ser: ¿cómo se oían a través de casi siete kilómetros de roca? La verdad es que es algo bastante complicado, pero todos hemos comprobado alguna vez que en ciertos sólidos el sonido se transmite mejor que en el aire; pero el gran problema es que, aunque efectivamente se transmite mejor y a mucha mayor velocidad, en el hormigón, que sería algo bastante parecido a la roca que separaba a nuestros protagonistas, es de unos 4000 m/s, así que la distancia real entre ellos era de al menos 80 kilómetros: una distancia excesiva para ser oídos y para recorrerla en poco tiempo y más en una cueva sin luz.
Naturalmente estoy siendo algo injusto con Julio Verne, no pretendo descontextualizarlo: examinar algunos de sus errores a la luz de los conocimientos adquiridos en estos más de cien años es injusto. No, como he dicho antes, no es ese mi objetivo, sino tratar de desentrañar lo que, hasta ahora, era un misterio para mí: buscaba la razón de mi desapego a un escritor que me regaló centenares de horas de entretenimiento, por qué no he incitado a mis hijos a leerlo y, después de este examen, veo que mi distanciamiento no es literario, sino que se debe al trato dado a algunos aspectos científicos. Así que me gustaría dejar alguna puerta abierta, aunque sea una rendija, por no cortar totalmente las amarras con él y les hablaré a mis hijos de que no juzguen con los ojos de hoy lo que alguien podía llegar a imaginar en pleno siglo XIX, que los pioneros siempre están expuestos al error, pero si no es por ellos nunca se produce un verdadero avance.
Creo que sí, que me gustará ver a alguno de mis hijos con un libro de Julio Verne en sus manos: voy a recuperar alguno de esos tomos de lomo rojo de casa de mis padres.
Hablando de errores y despistes: en la cueva de Viaje al centro de la Tierra, el efecto acústico no se produce a través de la roca, sino distribuido por la superficie, igual que pasa en los arcos de del GCD de Nueva York o El Escorial. Es decir, la onda sonora se va propagando siguiendo la curva de la superficie donde se propaga y, por lo tanto, el cálculo de Verne es correcto.
Maravilloso artículo que me devuelve a mi infancia. Yo también tuve esos tomos rojos, con polvo de oro en el filo de las páginas. En concreto el tomo 2º lo tenía machacado (incluía La isla misteriosa y 20.000 leguas de viaje submarino).
Supongo que no tengo un espíritu crítico tan desarrollado: sabiendo que había cosas que no cuadraban las dejaba correr y me centraba en la aventura y la narrativa. (soy de letras, seguro que algo tiene que ver)
Felicidades.
Siempre será bueno leer a Verne, y desde tu punto de vista, puede desarrollar en tus hijos el sentido critico que tanta falta hace ahora, esa inquietud por no creer ciegamente en todo lo que se lee, en no dar por verdadero todo lo que aparece en una publicación, lo cual es otro de los virus de esta epoca.
Saludos.
Los submarinos captan sonidos a mucho más de 80 km. La red SOSUS de la armada americana determino el punto de hundimiento del USS Scorpion escuchando la explosión de un torpedo a 1.600 km de distancia.
Buen artículo. Releeré algunos de mis favoritos. De la Tierra a la Luna, Hector Servadac, la Isla Misteriosa, etc….