Oíamos «el Polo Norte» y evocábamos la nieve, la congelación, los esquimales, los iglús, el oso blanco, las focas, los pingüinos… Pocas expresiones había tan potentes. Era ella la que nos remitía al frío máximo. Con la lógica implacable de los niños, tiránicamente simétrica, sentenciábamos que, si el Polo Norte era eso, el Polo Sur era lo contrario: el lugar del máximo calor. Pronto aprendimos que no, sin que dejara de asombrarnos. Otra pareja de expresiones, «círculo polar ártico» y «círculo polar antártico», apoyaba el nuevo conocimiento: indicaba dos lugares equivalentes de frío. Pero en los pensamientos o en las conversaciones dejamos de utilizar «el Polo Sur» (se prefería, por ejemplo, «la Antártida»), como si el sur estuviese asociado de manera inseparable al calor. Aún es contraintuitivo pensar que al sur del sur hace tanto frío como en el norte.
El sur en el que vivo, el de la Costa del Sol, el de Málaga, tiene una relación curiosa con el frío. Los inviernos suelen ser templados, pero de pronto hay noches en que el frío se cuela y no hay modo de acabar con él. Porque nos pilla descuidados, por la falta de preparación de las ropas y las casas o, sobre todo, por la insidiosa humedad, se trata de un frío que penetra sibilinamente, toma la plaza y nos rinde. Si se mete en el cuerpo, ya no hay nada que hacer. No es frecuente, pero todos los malagueños, y muchos visitantes desprevenidos, hemos sufrido algunas de las noches más frías de nuestra vida en Málaga.
Hay otro frío posible en el sur y que es compatible con los días soleados. Podríamos llamarlo el frío interior, o el frío del alma. El protagonista de Trastorno, de Thomas Bernhard, lo expresa con exactitud: «El frío está dentro de mí, de modo que da igual adónde vaya, el frío entra en mí conmigo». Es el puro frío existencial. En uno de los discursos de Mis premios, Bernhard habla del desencantamiento del mundo: «Vivir sin cuentos de hadas es más difícil, por eso es tan difícil vivir en el siglo XX; solo existimos; no vivimos, nadie vive ya». Más adelante: «Tenemos mareos y tenemos frío. Creímos que, como al fin y al cabo éramos hombres, perderíamos nuestro equilibrio, pero no hemos perdido nuestro equilibrio; y hemos hecho todo lo posible para no tener que helarnos». Y al final:
Estamos asustados de la claridad de la que de repente se compone nuestro mundo, nuestro mundo científico: nos helamos en esa claridad; pero hemos querido tener esa claridad, la hemos conjurado y por eso no podemos quejarnos de la claridad que ahora reina. Con la claridad aumenta el frío. Esa claridad y ese frío reinarán en adelante. La ciencia de la naturaleza será para nosotros una claridad más alta y un frío mucho más crudo de lo que hoy podemos imaginar. Todo será claro, de una claridad cada vez mayor y cada vez más profunda, y todo será frío, de un frío cada vez más espantoso. En el futuro, tendremos la impresión de un día cada vez más claro y cada vez más frío.
La lucidez aporta falta de sentido y, sobre todo, de calor. El Ricardo Reis de Fernando Pessoa escribe en su oda XX (traducción de Ángel Campos Pámpano):
Cuidas, intransitable, que cumples, apretando
tus infecundos, trabajosos días
en haces de yerta leña,
sin ilusión la vida.
Tu leña es tan solo peso que llevas
a donde no hay fuego que te caliente.
Otros dos versos de después: «Poco usamos lo poco que tenemos. / La obra cansa, el oro no es nuestro». Y dos más: «cuando, acabados por las Parcas, seamos / bultos solemnes, de repente antiguos, / y cada vez más sombras». Todo termina, por supuesto, en «la frialdad estigia».
Alguien preguntó si era posible ser pessoano en Málaga. Agradecí la pregunta. Ahora Lisboa es también una ciudad turística, no exenta de sol ni de alegría en las estaciones adecuadas. Aunque la saudade portuguesa empapa el ambiente; y la nostalgia del imperio que, como en los poemas de Mensaje, es metafísica: «Que el mar con fin será griego o romano: / el mar sin fin es portugués». Pero sí, se puede ser pessoano en Málaga, a pesar del Mediterráneo, el mar con fin.
Un amigo me contaba el consejo de su madre, de uso para malagueños: «Cuando estés triste, sal a la calle. En las calles de Málaga, solo con el sol y la gente, con la playa, te animarás». Y sí, funciona a veces, incluso con frecuencia; pero no siempre. Hay días de postal incompleta: se está en un escenario propicio, reluciente, vitalista…, pero en el que falta lo fundamental. Son curiosas las deambulaciones zombis por los espacios soleados. El mar ayuda, lo escribí la otra vez, pero no es suficiente. Hay calores extranjerizantes, como el de El extranjero (o El extraño), de Albert Camus. También lo experimenta la protagonista de La hora de la estrella, de Clarice Lispector, en su extrañeza radical cuando emigra a Río.
En cuanto a la escritura, es una solución fría. Al menos acompaña: hasta el final. Por volver al principio, tiene que ver con el Polo Norte. El prólogo de Ernst Jünger a Radiaciones empieza así:
En estas páginas se alude al diario de los siete marineros que en el año 1633 invernaron en la pequeña isla de San Mauricio en el océano Glacial Ártico. Allí los había dejado, con su consentimiento, la Sociedad Holandesa de Groenlandia, a fin de realizar estudios sobre el invierno ártico y la astronomía polar. En el verano de 1634, cuando regresó la flota ballenera, se encontró el diario y siete cadáveres.
La escritura como las huellas del trineo en la nieve, solo que no llega a ningún sitio: se queda en la página. Hasta que no haya quien escriba ya.