La cineasta Agnès Varda (Ixelles, 1928-París, 2019) decía que todos tenemos un paisaje dentro, y que en su caso, si la abrieran lo que se verían serían playas. No se sabe qué pensaría Éric Rohmer (Tulle, 1920-París, 2010) de esa afirmación, pero es probable que el interior del cineasta fueran también playas. De Saint-Tropez a Normandía y Bretaña, su cine está lleno de playas, en parte por su atención a las estaciones y especialmente al verano. Pero no solo hay playas en sus películas consagradas al periodo estival. Quizá las más evidentes sean Pauline en la playa (1983), la película del verano por antonomasia, y Cuento de verano (1996), pero no son las únicas. Está La coleccionista (1967): ahí las tiranteces entre Adrien, Daniel y Haydée transcurren en una villa en Saint-Tropez, y cada mañana, en su propósito de no hacer nada, de abandonarse y no pensar, Adrien baja caminando a una cala privada y allí se baña en un agua cristalina que deja adivinar las piedras del fondo. También los planos en los que se presenta a Haydée en uno de los prólogos suceden en una playa: Haydée larguísima en bikini, las olas rompen en sus piernas, camina a la orilla del mar, imaginamos la sal en su piel. Como sucede en Pauline en la playa, donde el mar está presente en los bañadores, en la ropa ligera, en la ligera quemazón del rostro de los personajes y en el pelo, también quemado por el sol, no hace falta ver la playa para saber que está. Pauline es la historia de iniciación de la adolescente protagonista, que mientras tiene un primer amor de verano es testigo de los tejemanejes de los adultos, cuya hipocresía descubre. La película, rodada en Graville, transcurre en los últimos días de verano, es la última oportunidad de vivir un amor ligero para los protagonistas. Pauline y su prima llegan a la casa de la playa en el mismo coche con el que las vemos irse al final de la película. La puerta de la casa en la que han transcurrido esos escarceos veraniegos entre adultos, y que han tratado de involucrar a los adolescentes, funciona como un telón.
El bello verano
Algo de ese espíritu de paréntesis de felicidad, que tiene que ver con el verano, la suspensión de las obligaciones y la apertura de un periodo al que se fía quizá demasiado, está en El rayo verde (1986). Ahí se siguen las peripecias de Delphine, cuyos planes vacacionales se han caído en el último momento y trata de acoplarse a los de otros con resultados insatisfactorios. El mar aquí protagoniza el plano final: el destello del rayo verde, que provoca el sol al ocultarse sobre el mar, un fenómeno natural sobre el que Delphine oye al azar que al ver el «rayo verde se es capaz de leer nuestros propios sentimientos y los de los demás», según escucha a un grupo de personas que comentan la novela de Julio Verne que comparte título con la película de Rohmer.
Cuento de verano (1996) es la última película veraniega que rodó Éric Rohmer y se abre en el mar: una lancha en el mar seguida de gaviotas de la que se baja Gaspard, vestido inapropiadamente para la playa y el verano: negro total, vaqueros y cazadora. Además, lleva una guitarra al hombro. Llega a Dinard, donde espera encontrarse con su novia, se hace amigo de Margot y tiene un breve escarceo con Solène. De todas las indecisiones de Gaspard con respecto al amor, ligero o no, es testigo el mar: con las tres mujeres («Eres como un millonario», le dice Margot, la camarera) se encuentra, pasea, se besa, rompe, coquetea, duda en el mar, surcándolo, con él de fondo, mientras las olas rompen de manera suave en la playa inmensa. También a bordo de una barca un acordeonista toca una canción popular mientras Gaspard y Solène le ponen la letra («Voy siempre hacia delante surcando los aires como un cisne»).
Una promesa de felicidad
Cuento de invierno (1991) comienza con una idílica historia de amor en una playa —el principio de Grease es una versión puritana de ese idilio—. La pareja vive el romance al que todos deberíamos tener derecho: comen pescado, se bañan desnudos en la playa —sin que se meta arena por ningún hueco— y el sexo parece divertido y placentero, lo bastante para que se enamoren al menos. Los dos son guapos y están bronceados pero no quemados y el sol les ha quemado las puntas del pelo y son maravillosos. Eso sí, la chica se equivoca al darle su dirección y, después de las vacaciones, el reencuentro quedará en manos del azar.
Queda todavía otra playa en la filmografía rohmeriana: la del final de Mi noche con Maud (1969), esta rodada en blanco y negro. Jean-Louis Trintignant es un puritano que una noche tiene un escarceo con Maud; él es católico y trabaja en Clermont-Ferrand, donde Rohmer fue profesor de literatura. Toda la película transcurre en esa ciudad del centro de Francia. Pero acaba en la playa, con la feliz familia que el protagonista ha formado, cinco años después de la noche con Maud. Ahí se encuentran de nuevo los personajes, en el camino a la playa, descubren que el azar es más caprichoso de lo que imaginaban, pero no importa: el mar todo lo lava, y las letras de fin aparecen en la pantalla mientras la familia corre hacia el agua. Para entonces quién se acuerda de las discusiones sobre Pascal del principio.
La mer, qu’on voit danser
Rohmer, al que acusaron de ser un cineasta literario, en parte por el uso de la voz en off, a propósito de los «Cuentos morales» (ciclo al que pertenecen La coleccionista y Mi noche con Maud), que aparecieron reunidos en un volumen —la edición española es de Anagrama—. Rohmer se defendió en «Carta a un crítico»: «Muestro a gente que actúa y habla. Eso es todo lo que sé hacer, pero ahí está mi verdadera intención. El resto, estoy de acuerdo, es literatura». Sobre esa serie, Rohmer explica en esa misma carta que pensó «muy ingenuamente que podría mostrar bajo una nueva luz algunas cosas —sentimientos, intenciones, ideas— que hasta entonces solo habían recibido una iluminación literaria». También que son morales «porque todo se desarrolla en la cabeza del narrador». Comedias y proverbios, serie a la que pertenecen Pauline en la playa y El rayo verde, es, para Carlos Heredero y Antonio Santamarina, autores del monográfico de Cátedra dedicado a Rohmer, «un fresco casi documental en torno a las costumbres y usos amorosos de la juventud francesa de los años ochenta, y toda la serie está impregnada de un cierto hedonismo característico de la década».
Rohmer se interesaba por sentimientos e ideas, pero también sabía que el paisaje es importante. En una entrevista dijo que en sus películas la meteorología era un factor muy importante: siempre rodaba a la hora en la que se suponía que sucedían las cosas en la película y procuraba no falsear. «Mi necesidad de hacer cine nace de una necesidad de filmar los fenómenos naturales, (…) el amor profundo por la naturaleza y el deseo de representarla». Dedicó un cuarteto a las estaciones, cuatro películas, una por estación. En algunas de sus películas se percibe un interés también antropológico, como lo hay en filmar el paisaje urbano o rural, y también la naturaleza.
Romain Gary escribió que «nada que no sea antes que nada una obra de la imaginación merece la pena ser vivido, si no, el mar solo sería agua salada». No sé si Rohmer buscaba algo en el mar, más allá de filmarlo y de contar historias que sucedían en las playas. No creo que proyectara nada en él ni lo hiciera símbolo de nada. Lo filmaba sabiendo que no era solo agua salada. Tampoco todos los personajes esperaban lo mismo del verano ni de sus días a la orilla del mar. De todos los baños que aparecen en las películas de Rohmer, quizá los que más envidia dan sean los de Adrien en La coleccionista, en parte porque es una cala privada a la que se llega andando desde la villa que le han prestado. En la versión literaria, que la película recoge, escribe:
Al fin estaba solo ante el mar, lejos del rito de los cruceros y de las playas, poniendo en práctica un carísimo sueño de mi infancia, diferido de año en año. (…) Me abandonaba a la mera fascinación de los movimientos de sombra y de luz, sobre el fondo tapizado de erizos violetas y de algas de color marrón, hasta entrar en un letargo que el baño prolongaba. Me gustaba flotar relajado, avaro de mis gestos, y dejarme arrastrar al capricho de las mil pequeñas corrientes que animan el agua del golfo. Este estado de pasividad, de disponibilidad total, parecía hecho para proseguir mucho más allá de la especie de euforia en que introduce el primer contacto anual con el mar.
Y solo ahí puede que Rohmer sí fuera el personaje.
Hay que reconocer que quizá sea la imagen de «La rodilla de Clara», la más evocadora del cine de Rohmer. La ironía es que, aunque la acción (es una forma de hablar) acontece en pleno veraneo, el agua salada y la playa son sustituidas por el agua dulce del lago Annecy y por la verde hierba de esos maravillosos prados. Sí, ya sé que en el artículo no se incluye este film entre los que transcurren entre salitre y gaviotas, pero como la autora ha puesto antes de empezar a escribir, ese pedazo de foto con las corvas y las pantorrillas de Claire, pues eso. Jean Claude Brialy, sí que puede ver desde el ángulo en que se encuentra, la dichosa rodilla y se le percibe extasiado.
No sé, pero a mí me parece que ese fulano lo que le está mirando no es la rodilla, sino lo que hay más arriba.
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