Hubo un tiempo primigenio en que lo más importante era cambiar cromos y desollarse las rodillas.
Hubo un segundo tiempo en que la noche transcurría veinteañera con la única finalidad de que llegase la madrugada.
Hasta que vino un tercer tiempo, como una bahía enorme llena de cetáceos maduros adonde fuésemos a aparearnos: eres padre, un tipo vestido de blanco te dice que beses a tu hijo y allí estás tú, con un gorrito en el quirófano, contándole los dedos y cogiéndolo a cámara superlenta, como un Tedax que transportara una de esas bombas de alta sensibilidad que estallan en cuanto la cagas. Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
El tercer tiempo.
Los partidos se jugaron a lo ancho y largo del cambiador, nos pilló a contrapié el asunto de los cólicos, se llenaba el estadio del salón con las suegras y los tíos, y cada noche acabábamos como Messi después de un marcaje de Ballesteros. Tentándonos la ropa y diciendo: estamos vivos, estamos vivos.
Sudamos la camiseta, vaya que si la sudamos. Cada vez que venían con un regate nuevo («¡papá, a todas las mamás les han cortado el pene!», «papá, yo de mayor no puedo ser policía porque no tengo gorra», «mamá, se te mueve la teta porque debajo tienes el corazón», «mamá, los caballos duermen en cuadras porque no pueden dormir en círculos»), mi mujer decía «mira qué ricos». A mí, con esto del júbilo (qué le vamos a hacer), no solo me salía la risa, sino que me entraban ganas de gritar gol.
Gol. Lo que se dice en barrios decentes como Carabanchel para celebrar algo.
(…)
Cuando Mateo ya tenía cinco años y Martín dos, en casa había tres camisetas del Atleti que no se pusieron jamás, una bufanda del Barcelona virgen, un banderín del Livorno envuelto en su plástico, cuatro raquetas de tenis sin estrenar, tres balones de reglamento nuevos y uno de básquet que acabó deshinchado en el trastero, una pelota de goma con dibujos de dinosaurios y otra con la cara de Batman, y un bate de béisbol de gomaespuma, eso sí, que solo utilizaban para reproducir escenas de La naranja mecánica en el pasillo de casa. Con la imagen del pequeño corriendo detrás del mayor como un velocirraptor. Zas. Zas.
Para un padre que ha crecido viendo a Paulo Futre garabatear sueños sobre la cal del Calderón, la posibilidad del otorgar el libre albedrío a la prole en la materia dejaba abierta una sima de peligros, como un jabalí macho que soltara a los jabatos sin reparar en cepos ni en cotos de caza. Los peligros: 1) que renegaran del fútbol y ya no te dejasen ver más partidos; 2) que quisieran practicar golf (somos de Carabanchel, recuerdo); o 3) que se te hicieran del Madrid.
Mis sueños de Bill Shankly se vinieron abajo cuando supe que Mateo tenía los pies planos, y que por eso se le enredaban las piernas una y otra vez, y que por eso prefería leer a Gerónimo Stilton en el patio antes que echar una pachanga.
Un día vi claro que Martín preparaba su infidelidad: allí, en su habitación, mirando una y otra vez el cromo de nuestro delantero, había encontrado un motivo para renegar del fútbol. «Oyeee, que Forlán es una chica…».
Había que hacer algo y atajar este sindiós. Como un Sazatornil que disparase al cielo al ver una puesta contra natura.
—Deberíamos apuntarles a un deporte.
—¿Para qué?
—Bueno, es que yo siempre hice deporte de pequeño. Fútbol sala. Y eso…
—Ya.
Ana decía «ya», asentía, y luego me miraba la incipiente panza.
Ya.
Es cierto que la experiencia deportiva de la madre se reducía a una coreografía con hula-hop a los doce años (una actuación de fin de curso en su colegio de monjas) y que el mayor logro futbolero de un servidor fue una semifinal de aciago recuerdo contra Los Pajarones FC en la que metí tres goles en propia puerta a mi primo, que hacía las veces de portero. O de algo parecido a un portero. O de algo parecido a un bosquejo de portero.
No era ya que el crío a lo mejor te saliese un Nadal o a lo peor te saliese un Mourinho. La cuestión era que uno creía romántico en la fuerza telúrica del esfuerzo, en el cemento que es hacer equipo y en la liana segura del deporte cuando lleguen la espesura de la adolescencia y otras selvas.
De aquella conversación iniciática con el mayor solo recuerdo el final.
—Vale papá, pero solo una cosa…
—¿Qué, hijo?
—Por favor, no me apuntes al fútbol.
Fue un peregrinar insatisfecho lo que vino, una gymkana sin premio, la búsqueda de un grial incierto.
Mateo, Martín y el dilema de a ver cómo sudábamos.
Efectivamente, en el equipo de fútbol del colegio (por el exceso de demanda) dividían a los críos como reses: estaba el hato de ganado de los buenos y estaba el hato de ganado de los malos. Los primeros pastaban en campos de hierba. Los segundos, en un erial. Los padres almorzaban árbitros crudos y el entrenador era asaeteado desde la banda. Mis hijos dijeron que no.
Con el tenis tuvimos un accidente. A raquetazos se dilucidó un desencuentro y aquello fue una pintura negra de Goya. Mis hijos dijeron que no.
Me los llevé a Vista Alegre para ver balonmano. A la tercera vez, me di cuenta de que solo iban por la bolsa de gusanitos. Mis hijos dijeron que no.
Baloncesto. Judo. Voleibol… Mis hijos dijeron que no. Y podríamos haber seguido con la halterofilia, la gimnasia artística, la lucha leonesa o las sevillanas. Porque el trance definitivo nos esperaba en otra parte.
Fue cuando nos invitaron a participar en aquel torneo en Yuncos (Toledo). La cancha era un prado maravillosamente irregular, con sus margaritas saliendo y todo, como cuando te padre te llevaba de pequeño al campo. Había unos adultos preparando una perola con perritos calientes, porque el partido se celebraba al final. Qué mas daba el resultado. Y en vez de porterías habían unas estructuras en forma de hache.
A la entrada de las instalaciones, estuve leyendo un mural. «No olvide que usted no es el padre del Seleccionador Español en Miniatura». «No olvide que, sin equipo rival, aquí no habría ningún partido». «Los niños juegan para su propio estímulo, divertimento y desarrollo. No para el suyo».
Yo me frotaba los ojos.
Los críos también.
—Papá, el balón es como un huevo Kinder…
(…)
La primera vez perdimos.
8-0 perdimos.
Perdemos casi siempre. 9-2. 7-3. 4-2. Y así.
Pero al que en clase le llaman gordo es el mejor del equipo y ya va más centrado por el pasillo. El de los pies planos vuela por la banda. El más canijo se crece. Ves a tipos de un metro de altura pidiendo perdón. A los que ganan haciéndole pasillo a los que pierden. A los padres llevando merienda para todos. Y a las mujeres/madres/novias de los árbitros, desinhibidas, aplaudiendo a tres bandas…
Martín, que tiene cinco años, apunta maneras de melé y el sábado tiene partido con su hermano en Orcasitas, sonríe mordiendo el protector bucal.
—Cuando uno se cae, tiene que levantarse, eh —masculla.
Se lo ha dicho el entrenador. Como un abracadabra de la vida. Porque esto es rugby.
También se lo dice su padre, todas las noches, justo después del beso de antes de acostarse.
Complicado perder un partido de rugby 9-2 o 4-2. A ver si están jugando a futbito…
Es broma. Bienvenidos al rugby, tú y tus hijos.
Genial
Van a disfrutar como locos
«Dame una sonrisa de complicidad
Toda tu vida se detendrá
Nada será lo mismo, nada será igual
Ya sabes
Feo, fuerte y formal»
Lo dicho, ya nada volverá a ser igual. Pero veo que se han acostumbrado y hasta les gusta. Eso es bueno.
«No vine aquí para hacer amigos
Pero sabes que siempre puedes contar conmigo
Dicen de mí que soy un tanto animal
Pero en el fondo soy un sentimental…»
Vas a encontrar lo mismo que en el deporte nefando , eso si, proporcionalmente, 2 millones de practicantes y 30 de aficionados, contra 30000 practicantes y 1 millón de aficionados. El que el,rugby es diferente, que tiene valores , respeto, … es una chorrada . He jugado 25 años , 16 en primera , la de antes y algo conozco. Pero si mi hijo me pregunta le mando de cabeza al rugby porque algo hay , no tanto como decimos porque imbeciles sobran aquí pero no se esta mal.
Palabras de alguien que ha estado metido en muchas meleés, seguro XD
No olvidemos el dicho, que es una gran verdad: se trata de un deporte de bestias jugado por caballeros… O sea, unos caballeros haciendo el bestia como el que más. Genial para aprender lo que es la vida.
Acaba de verse con la sanción a los leones. Ni valores ni leches, al final trampas y más de lo mismo (¡¡en dos mundiales consecutivos!!).
Yo doy la cara por mi familia y mis buenos amigos, fuera de ahi… está todo quemado, no busques valores donde no los hay.