Lo bueno de que los setenta vinieran después de los sesenta es que ya nadie quería cambiar el mundo sino que podías conformarte con sobrevivir, cosa que, obviamente, tampoco era tan fácil.
Así, si 1977 hubiera sido 1967, o incluso 1984, otra época de reprensión universal pero con hombreras, probablemente a George Roy Hill le habrían pedido encarecidamente que convirtiera a Paul Newman en algo parecido a lo que convirtieron a Robert Redford en El mejor, la historia del exjugador de béisbol que vuelve por todo lo alto y encarna toda la belleza del deporte. Sin embargo, en aquel momento, a nadie le importó que Newman hiciera de Burt Reynolds o al menos entrenara a un equipo de Burt Reynolds, esa panda de perdedores llamada Charlestown Chiefs que vagaban por las ligas menores cosechando derrota tras derrota y apelando al «viejo hockey», a la «vieja escuela».
Para los que no estén acostumbrados a los términos deportivos estadounidenses, conviene aclarar que la «vieja escuela» puede ser cualquier cosa: puede ser el veterano que se mete en mil broncas con el único fin de dar una lección al novato engreído o puede ser el reflejo de lo que un día fue el deporte, su esplendor, algo parecido al «señorío», ese latiguillo confuso de la prensa española. Uno podía esperar de Newman, Roy Hill y Hollywood una apología de la segunda definición, pero no, prefirieron elegir la primera y por ello les estaremos eternamente agradecidos.
El castañazo es la película que refleja todo lo que los niños no deberían saber sobre el deporte profesional. Es la película cazurra por antonomasia, si dejamos a un lado Rompehuesos, la joya del fútbol americano presidiario de 1974. Paul Newman como entrenador-jugador ya veterano —en realidad, el actor tenía por entonces cincuenta y dos años, así que «veterano» se quedaba corto— intentando aleccionar a sus jugadores para que jueguen «inteligentemente», el «hockey de siempre», el que los aficionados quieren ver… y los aficionados cada vez más lejos, el casillero de victorias más vacío y los gerentes del club intentando hacer de todo para captar la atención de la prensa: desfiles de ropa, entrevistas sonrientes en televisión…
Los Charlestown Chiefs intentaban caer bien cuando lo que pedía la gente era lo contrario: caer mal. Muy mal. Terriblemente mal. Enseñar el culo por la ventana del autobús a los aficionados del equipo contrario, patearles los dientes, provocarles constantemente, convertirse en una «puta banda» de verdad, disparar la adrenalina. Fuera guantes, fuera casco, fuera todo tipo de protección, caras ensangrentadas y sonrientes camino del vestuario, gritos primitivos de arenga y en medio de todo aquello, sí, Paul Newman, el buscavidas Paul Newman, encantado de que su «libreto» haya quedado anticuado, encantado de que el equipo gane y que todo sea gracias a esos chiflados que el mánager general contrató a mitad de temporada porque nadie les quería en ningún otro equipo: los hermanos Hanson.
Si el héroe tradicional del cine, el héroe tradicional del deporte moderno es guapo o intenta serlo, viste bien, cuida sus declaraciones, acude a actos solidarios y, como diría Blatter, es el hijo que todos querrían tener, los héroes de El castañazo son tres cretinos con gafas de miope, pelo largo sin peinar, dientes mal ordenados y de una inteligencia mínima, tan escasa que obliga a Paul Newman a llamar nada más conocerles en persona al mánager en cuestión para decirle: «Me has fichado a tres retrasados mentales».
Los hermanos Hanson, con sus juguetes infantiles, con su violencia soterrada y a la vez ese respeto absoluto a la autoridad, al entrenador, que les tiene en el banquillo olvidados hasta que decide «qué demonios, al menos vamos a intentarlo»… Y entonces, los tres Hanson convirtiendo el hielo en un infierno, sus palabras resonando en el vestuario: «Hay que ganar, para eso hemos venido» y las gradas cada vez más llenas, clubes de fans y chicas fáciles, el magnetismo del macho alfa aunque el macho alfa no sea más que un niño malcriado. La épica de la lucha y la épica de las victorias. Un equipo de patilleros perdedores convertido en un candidato al título, cualquier cosa con tal de ganar, cualquier cosa con tal de renovar el contrato o encontrar otro equipo.
Si en Los Goonies la única manera de que a aquellas familias no les quitaran sus casas era mandar a unos cuantos niños repelentes a un mundo de fantasía, en El castañazo los niños llevan sticks, rompen rodillas y están orgullosos de ello, porque al fin y al cabo la situación es la misma y lo dije al principio: sobrevivir. No mejorar la humanidad sino salir adelante. Intentar que el club no quiebre y que la caprichosa dueña —algo parecido a Jane Fonda en The Newsroom solo que con menos ideales, claro, es decir, algo parecido al hijo de Jane Fonda en The Newsroom— pueda vender el equipo sin cerrarlo y con la venta de franquicia, con el posible traslado, mantener el trabajo de todos.
En el fondo, ya ven, podría ser The Full Monty o cualquiera de las películas de mineros de Ken Loach, pero no, es El castañazo y son los setenta, insisto, y aquí no hay dulzuras. Hay ironía, sí, eso siempre, porque no vas a juntar a Roy Hill y a Paul Newman cuatro años después de El golpe y les vas a poner a hacer una película estúpida. Los albóndigas en remojo. No, la tensión está ahí siempre, pero por debajo de la diversión y por debajo de la voluntad de poder, si se quiere. Primero les machacamos, primero dejamos que esos tres hermanos y sus narizotas se dediquen a desconcentrar a los rivales y a volver el reglamento del revés, y, después, nos preocupamos de si lo que hacemos es bueno para el deporte.
Porque, por supuesto, Newman tiene dudas. Por supuesto, escucha a Ned Braden, el chico bueno que se abstiene de intervenir en las peleas, el jugador técnico, de calidad, que se queda en el banquillo, solo, con cara de aburrido, mientras sus compañeros se pegan uno a uno a puñetazos en medio de la pista y los árbitros no saben si separarlos o unirse a la fiesta. Braden como contrapunto de los Hanson, pero nunca como enemigo. Para Braden no vale ganar a cualquier precio porque lo que le importa no es la victoria sino el camino. Braden es Menotti en esto, pero con menos adjetivos, y eso también se agradece.
Braden ve pasar los partidos, ve cómo sus minutos se reducen, ve cómo las masas llenan el campo y piden sangre. Pan y circo, porque eso es el deporte profesional y que nadie se engañe: pan y circo, no necesariamente en ese orden. Braden, que, en el último partido de la película, el último partido del club porque al final, pese a todas las incorrecciones, la franquicia se va a pique, decide completar la burla con un striptease por todo el campo, un striptease sobre patines mientras la banda toca en las gradas una canción de cabaret, de night-club y el comentarista se indigna: «Espero que los niños entiendan que el hockey no es esto», y el Doctor Hook, apodo elegido para una especie de carnicero o gladiador o llámenlo como quieran, le grita al árbitro: «¡Parad eso, es asqueroso, esto es un juego serio!», y el árbitro le responde: «¿Qué quieres decir con un juego serio?» mientras se limpia la sangre que le salpica, «¿De qué estás hablando? Esto es hockey».
Y ahí queda la cosa, entre los que creen que el hockey es un tío dando vueltas en calzoncillos por su mitad vacía de la pista o el hockey son otros quince tíos pegándose como si les fuera la vida a puñetazos en la otra mitad. Esa es toda la licencia que se permite la película. La ironía, decíamos. Los niños no como virginales héroes sino como objeto de comercio y como un objeto no ya manipulable sino bastante puñetero, un objeto que también quiere ver sangre y si no hay sangre que haya música y desnudos. Niños de 1977. Niños que no esperan nada.
A todos nos gusta la belleza. A casi todos, al menos. A mí me gusta ver a Gene Hackman y a sus chicos superándose en cada partido, compartiendo el balón y las esperanzas para que los Hoosiers se acaben convirtiendo en más que ídolos. ¡Hasta el Tano Pasman le pedía a un River Plate moribundo que tocara como el Barcelona! Lo que quiero decir es que no siempre es posible y que en el deporte profesional es altamente improbable. El deporte profesional es negocio y dinero, y las victorias no son más que monedas de cambio, ritos de apareamiento. Ganas tres partidos, lesionas a tres contrarios y ya tienes a cinco chicas en tetas y cuatro moteros con sus Harleys y sus cervezas en las gradas. El deporte es un instituto de secundaria de un barrio conflictivo. Eso es lo que es. Un poco de animadoras pero mucho de navajeros.
El mérito de El castañazo, lo verdaderamente incorrecto de la película —y a la vez lo más correcto, los extremos se tocan tanto en estos temas que es complicado establecer categorías firmes— es que lo único asqueroso de todo lo que pasa es precisamente el negocio que lo rodea. Puede que Braden tenga su idea del hockey y los Hanson tengan otra, puede que Newman sea un entrenador veleta y puede que los aficionados sean unos descerebrados… pero todos disfrutan del juego, sea eso lo que sea, un tío en suspensorios, tres niños convertidos en leñadores o un expresidiario con el puño preparado. Para ellos, eso es serio.
Para los Jane Fonda del mundo, no. Y esa falta de seriedad desde arriba, esa finalidad sin fin en que se acaban convirtiendo todos los mamporros, es lo que lleva a la melancolía, a una cierta nostalgia, a un «para esto, podríamos haberlo hecho bonito»… solo que ellos no eran bonitos, qué le iban a hacer. Eran más bien feos. Setenteros. Passarella no se hubiera llevado a ninguno al Mundial de 1998. Estaban completamente perdidos y ya no buscaban referencias. Ni siquiera en el deporte.
Mucho menos, diría yo, en el deporte.
Y los niños, si quieren, si pueden, que busquen otros modelos. Yo qué sé, algún Teletubbie.
¡Grandiosa apología de Simeone y su Atlético de Madrid!
Ya te digo, incluso tenemos nuestras Janes Fondas particulares, pero en vez de guapas una tiene la cara torcida y la otra lleva peluca, pero robar, roban lo mismo. ¡¡¡Atleti o muerte!!!
Los Hanson siempre me recuerdan a los Ramones.
Y a mí! Peliculón