Hemos cerrado la edición de este número dedicado al drama y al teatro a los pocos días de haber estallado la caprichosa guerra de Putin. El verdadero drama humano es la guerra, con sus consecuencias irremediables sobre las vidas de los civiles mientras Putin calienta su sillón presidencial. Acudimos a los medios, ávidos de noticias, de reacciones de mandatarios que puedan detener a este imperialista ególatra. Y entre ellas encontramos una de las más atrevidas y contundentes, plenamente política: la renuncia a la dirección del teatro estatal de Moscú, el Centro Meyerhold, por parte de Yelena Kovalskaya. Si algo debería tener la cultura es el impulso de edifi car la capacidad crítica en los que la ejercen, y Yelena Kovalskaya lo ha demostrado poniendo en juego su integridad, con su admirable nivel de compromiso: «En protesta contra la invasión rusa de Ucrania, abandono mi puesto como directora del teatro. Es imposible trabajar para un asesino y cobrarle un sueldo».
En el Teatro Real de Madrid, como homenaje, una bandera ucraniana improvisada envuelve el cadáver de Siegfried en la propuesta de Robert Carsen para la ópera El ocaso de los dioses, de Wagner. El teatro siempre brinda sus representaciones para hacer gestos de apoyo a las causas justas. Traer los clásicos al presente es infalible para acercarlos desde lo extemporáneo a lo contemporáneo, como hace Carsen. Provoca un túnel del tiempo directo al ombligo, al yo, del espectador, sacudiéndole en su butaca. Pero un viaje a la inversa, un viaje arqueológico a los modos primigenios de la representación teatral, también sería necesario y enriquecedor.
El teatro está íntimamente ligado, desde sus orígenes, al rito y al mito. La caracterización de los actores se valía de máscaras o de elementos identitarios, cuya función era comunicar roles o estados de ánimo, mezclando movimiento con gestos, música y danza; su función era convocar a la comunidad y reforzar su cohesión. Es en el teatro griego donde el mito y la épica cobran acción frente al público y, por primera vez, el espectador asiste tanto al auge como a la caída del héroe. Y experimenta, en los términos aristotélicos, la catarsis colectiva. Entendamos hoy por catarsis la purga del espíritu y la limpieza de las emociones que tiene lugar en el espacio, que ha devenido sagrado, de la sala de teatro, tras el ritual de las luces apagadas, donde se pausan las vidas de los espectadores para que tenga lugar esa secuencia ordenada de máquina y emoción hasta la liberación de los aplausos y los saludos reiterados.
Para que una pieza pueda considerarse representación debe tener lugar ante la presencia indispensable de un público, sin el cual, el teatro no es teatro. Bajo este principio, la pandemia casi ha tenido el poder de extinguir el hecho teatral. Tampoco un aforo lleno tiene sentido sin representación sobre el escenario. Es un sentido de ser bidireccional. Dos que se miran para ser mutuamente reconocidos. El 2020 fue el año de las cancelaciones. El 2021, el de la resistencia. El 2022 es el año de la recuperación. El teatro, desde su nacimiento, es ocio, deleite y una herramienta para ejercer la capacidad crítica. Es hora de llenar las salas y apagar las luces.
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