Odio a la gente que dice «me encanta viajar». ¿A quién no le encanta viajar? De acuerdo, reformulo. Odio a la gente joven que dice «me encanta viajar». ¿A qué persona joven no le encanta viajar? Odio también a la gente cuyo único propósito es viajar, que está en un viaje y ya está pensando en el próximo; y que no deja de hablar de todos los lugares que conoce. Está en Bangkok y suelta cosas como «me recuerda mucho a cuando estuve en Hanoi»; o le ofrecen un collar en el zoco de El Cairo y hay que oírle, «pues en Jerusalén…». Este tipo de gente viaja como quien ficha. Saca fotos como un árbitro cabreado saca tarjetas y transmite la sensación de que, al ver un sitio, en lugar de disfrutarlo, ha cumplido. «Hala, otra muesca en mi cinturón de viajero».
Odio a la gente que dice «viajar me ha cambiado»; ni hablar si dice «me ha hecho mejor persona». En general, los imbéciles que conozco son todavía más imbéciles una vez viajados (me ocurre lo mismo con los imbéciles leídos). Viajar no cambia a la gente, es un mito. Si acaso la hace más gilipollas. Está bien, eso es un cambio, pero negativo.
Odio, de forma sublime y final, a la gente que se cree que ya lo ha visto todo. «Es que ya no sabemos a dónde ir». No tengo palabras.
En cambio me gusta la gente que viaja por obligación. Tanto los que les gusta como a los que no. De hecho, estos últimos, me encantan de manera especial, ya que los tíos (o tías) se recorren medio mundo, contemplan maravillas, viven experiencias únicas y les tienes que oír quejarse. «Estoy hasta los cojones». «Pero si es genial, conoces medio mundo». «Estoy hasta los cojones».
Me recuerdan a Phileas Fogg. El bueno de Phileas se agarró a dar la vuelta al mundo por una enganchada con sus amigotes del Reform Club de Londres. Algo así como «no tienes huevos de dar la vuelta al mundo en ochenta días», pero en versión educación británica. Phileas, solo por demostrar que sí se podía, cogió una maleta, veinte mil libras (si fuera español también hubiera llevado un queso) y allá se fue con Picaporte, su ayudante. Atravesó el valle del Ganges, entró en una mezquita brahmánica, desembarcó en Hong Kong, vio pasar durante tres horas una manada de bisontes en Norteamérica y cruzó el Pacífico. Entre otras muchas cosas. Pero a Phileas solo le preocupaba cumplir y se dedicaba a mirar su reloj de bolsillo mientras ante él desfilaba el mundo. Cabezota, callado, huraño y extremadamente educado, Phileas vivió el sueño trotamundos por excelencia y ni por un momento lo disfrutó. Es el viajero perfecto.
Con todo esto por delante quiero, a continuación, jugar a ser Phileas. Dado que seguramente soy todo lo que odio, he aquí mi personal, incompleta y nada pretenciosa vuelta al mundo en cuarenta imágenes, esperando que algún día este listado se complete hasta las ochenta, acabe harto y, entonces sí, pueda erigirme en un auténtico Phileas Fogg contemporáneo.
1. Se acercó y, lo admito, me entró miedo. Yo estaba sentado en el bordillo de la acera de una calle de Sarajevo y solo tenía veintiún años. El chaval, algo mayor que yo, me saludó, me contó cosas de su vida, de la guerra y después se levantó la camiseta y me mostró tres agujeros —agujeros— en su torso que aún tengo aquí, en la frente, clavados.
2. Por no llegar tarde a no sé qué rueda de prensa de no sé qué político de la Autoridad Nacional Palestina, el tipo que conducía decidió atravesar la ciudad de Ramala a toda velocidad esquivando toda suerte de dificultades viales, sin dejar de pitar un solo instante y maldiciendo a quien se cruzaba por su camino. No tenía ningún rango de nada, solo nos llevaba, pero no dejó por incumplir ni una sola norma de tráfico y de sentido común. Por alguna razón la policía, en lugar de pararlo y tal vez asombrada por su innegociable decisión, nos abría camino cuando nos veía.
3. Fan reconocido de La lista de Schlinder, puse todo mi empeño en visitar la tumba de Oskar en mi primera visita a Jerusalén. No lo logré, ya que los horarios son algo restringidos (no tanto) y yo soy algo desorganizado (mucho). Tal es así que lo máximo que he conseguido años después es contemplar el cementerio de lejos, apoyado en una verja que siempre está cerrada cuando me acerco y en donde maldigo mi procrastinación.
4. Creo que en ningún momento llegué a entenderlo, pero aquellos ¿arqueólogos? búlgaros me dejaron caminar tranquilamente entre esqueletos de un cementerio medieval recién hallado. Me daban ganas de decirles que yo no debía estar ahí. Me podría haber llevado una calavera. Pero no.
5. Por alguna razón creí que varias calles más abajo del estadio de Maracaná pasarían más taxis. Eran las dos de la mañana. Cuando llegué a la oscura —y vacía— avenida que cruza el barrio de Tijuca en Río de Janeiro, comprendí que no había tenido una buena idea. El primer taxi que pasó me ignoró, el segundo también. En ese momento un tipo con mirada perdida y una cicatriz que le atravesaba la cara me gritó algo mientras se me acercaba decidido. De fondo, otro taxi aproximándose. Levanté el brazo. Si pasaba de largo me quedaba a solas con el tipo de la cicatriz en la calle oscura. Fue un minuto tenso. El taxi paró.
6. Contemplar la plaza Roja de Moscú.
7. En (casi) la cima del volcán Pacaya no hay ningún tipo de control o restricción. Un chaval de unos doce años nos guiaba. Eso era todo. De la hierba pasamos a la tierra; de la tierra, a la roca y de la roca, a la lava petrificada. A pocos metros, un río de lava (esta recién escupida) descendía. Se podía sentir el calor, el color fosforito —nunca antes visto por mí— y la viscosidad. Las plantas de los pies me empezaron a quemar, miré hacia abajo y, a través de una pequeña grieta que discurría entre mis pies, vi lava correr bajo el suelo. «Lo mismo tendríamos que irnos de aquí». Nada más comenzar el descenso estalló una tormenta que nos obligó a detenernos en un refugio: los rayos caían a pocos metros y es entonces cuando comprendes que el ruido que hacen cuando caen a tu lado es completa y estremecedoramente diferente. La lluvia sobre la lava provocaba enormes columnas de vapor. Aquello era el fin del mundo. Un espectáculo inolvidable.
8. Yo veía los tejados de las casitas de Ciudad de Guatemala acercarse vertiginosamente a mi ventanilla. El avión daba bandazos, la gente gritaba. Yo me aferré al asiento. Finalmente aterrizamos. Desconozco si es siempre así.
9. Hablando de aviones y miedo. Sobre el Himalaya, con turbulencias muy generosas, el piloto anuncia que no se puede aterrizar en Lhasa. Hay que seguir hasta Chendún. A lo mejor no fue para tanto, pero con las cumbres ahí al lado y los saltos malditos del avión… Creo que hemos visto demasiadas películas.
10. La ciudad de Varanasi, en la India, daría para un texto ella sola. Templos abandonados se alinean a lo largo del Ganges donde se bañan y purifican hindúes venidos de todas partes, rodeados de vacas, cabras, perros. En uno de los templos queman los cuerpos de los difuntos. Los suben a pilas de madera, huele a carne y madera quemadas, en el templo ennegrecido por el humo gritan los monos. No sé si hemos visto suficientes películas.
11. Lo mejor eran los tipos de espaldas al partido. Solo les preocupaba que la abarrotada tribuna no dejara de cantar, saltar y alentar a River. El Monumental de Buenos Aires bullía y yo con él. Y eso que jugaban contra los últimos. 1-0 para las gallinas.
12. Mi problema, derivado de un exceso de imaginación lectora, es que luego fantaseo. Cada tipo —boina y bastón— que veía en Corleone era un capo. «Mira ese es un capo que conoció a Totò Riina, seguro». Y me venía arriba.
13. En Palermo lo mismo. Cada pegatina de addio pizzo que me encontraba en un comercio me empujaba a mirar alrededor y relamerme por lo cerca que estaba de la mafia. Maldita la gracia que le hará a los locales semejante gilipollez. Después, claro, foto en la entrada del teatro donde mataron a la hija de Michael Corleone.
14. Y Nápoles, para finiquitar. Donde vale todo, no puedes ir a ningún barrio pero tienes que ir a todos. ¿Y la camorra? Por todas partes.
15. Difícil de explicar, lo intentaré: Tren nocturno que nos llevaba —a un buen amigo y a mí— de Hanoi a las montañas del norte. La idea: hacer senderismo. El objetivo: dormir las siete horas de trayecto para llegar descansados. El problema: Tian y Aule, dos vietnamitas equipados a conciencia con cerveza. No hablaban una palabra de inglés, tampoco fue necesario. Si acaso cuando Tian fue a por más cerveza y yo también, sin saber ninguno de los dos a dónde iba el otro. Las provisiones se multiplicaron. No dormimos. No quedó una lata llena. El senderismo bien, gracias.
16. ¡Ah, los enlaces! El mejor, en Londres. Obligado a dormir en un hotel tras catorce horas de vuelo, a la mañana siguiente el tiempo se me echó encima de tal manera que me vi obligado a, atención, correr. Con el piso mojado (Londres, claro) ocurrió. Aún no había amanecido pero me dio por hacer un horizontal y caer de espaldas al asfalto hundido por el peso de la mochila. Cuando vi las cabezas de la gente preocupada dije que estaba bien desde el suelo. No lo estaba.
17. Cruzar Serbia de noche, a través de profundos y balcánicos bosques, a bordo de un tren que se caía a trozos. Si abrías la puerta del compartimento un solo segundo se infestaba de mosquitos. Por ello volé por el pasillo, abrí la puerta del ¿baño? y me encerré. Me bajé los pantalones y cuando ya estaba al asunto sentí una especie de leve rumor, un zumbido. Miré hacia arriba, despacio, como en las películas, y vi una masa compacta de mosquitos que descendían lentamente sobre mi cabeza. La carrera de vuelta por el pasillo fue con los pantalones por las rodillas. No me crucé con nadie.
18. No es cuestión de ponerse dramáticos, pero en Auschwitz se te quitan las ganas de reírte por un buen tiempo.
19. Y hablando de judíos. Junto a un amigo fotógrafo caminábamos por el campo de refugiados palestino de Kalandia acompañados de un local. Nos dirigíamos a casa de una familia que había perdido a dos hijos en la intifada. Llamamos a la puerta y una niña nos abrió. Al vernos, dio un salto hacia atrás y, pálida, gritó algo hacia dentro de la casa. Nuestro guía la tranquilizó hablándole en árabe. «¿Qué gritó?», le preguntamos. «Judíos».
20. Yo iba de paquete en una de las motos. Mi mejor amigo, en otra. Conducían dos haitianos. Atravesábamos Puerto Príncipe a toda velocidad camino de la casa donde una amiga nos hospedaba. «Que no se os haga de noche», nos dijo. No solo ya era de noche; también rompió a llover. Puerto Príncipe no es la mejor ciudad para verte envuelto en una situación así. Absolutamente empapado empecé a dudar del camino correcto. En pocos minutos lo supe: nos habíamos perdido. No solo por las afueras de la ciudad, también una moto de la otra. Yo, con mi piloto, trataba de encontrar algún punto de referencia en la oscuridad. Era evidente que estábamos dando vueltas. Empecé a desesperarme mientras intentaba que el agua dejara de entrar en mis ojos aunque solo fuera por un segundo. De pronto, la luz: recordé que en el bolsillo tenía un papel con el teléfono de mi amiga. Decidimos parar. Cuando saqué el papel, el agua había emborronado la tinta. En ese momento me vi en la oscuridad, chorreando agua como si estuviese bajo la ducha, en sabe dios qué punto de Puerto Príncipe… y me entró la risa. Me dio un ataque de risa junto al piloto de la moto, que se contagió. Al rato me crucé con mi amigo, más desesperado que yo. Un par de vueltas más y encontramos el camino. Final feliz.
21. Fue ahí, en Puerto Príncipe, donde vi un niño de unos tres años beber de un charco junto a una cabra. Ay.
22. En Chipre, concretamente en la República Turca del Norte de Chipre, puedes dormir en un apartamento de madera al pie de una playa paradisíaca escuchando las olas por, aproximadamente, cinco euros la noche. Lo que pasa es que la gente va a Varadero.
23. Ya que sale a relucir Varadero. En Cuba, el amigo de la tormenta y yo perdimos el autobús desde Camagüey a La Habana. Apañamos un razonable precio para que nos dejaran viajar en un autobús de estudiantes. «Está prohibido», nos dijo un tipo que parecía la autoridad del vehículo. «Si sube la policía decís que sois profesores en la Universidad de La Habana ¿de acuerdo?». Mi amigo y yo nos miramos. Muy creíble. No solo por el acento, si no por las mochilas, las camisetas raídas, las barbas y el estar sentados en la última fila, agazapados junto a una madre con su hija, una anciana y dos tipos somnolientos. «Profesores, dice…». No subió nadie al autobús.
24. Condiciones de vida inasumibles. En Haití los campamentos se extendían (y extienden) por todo el país. Cinco meses atrás había tenido lugar el terremoto. Familias de dieciocho o veinte miembros vivían en una tienda de campaña. Cuando llegaba el camión del agua había empujones. En la India pude pasar un par de días en un slum. Miles de chabolas miserables se agolpaban bajo la autopista en tal acumulación de pobreza que costaba mantener la entereza. En el campo de refugiados de Balata, en Cisjordania, cada generación levanta un nuevo piso en el mismo edificio. Cincuenta mil personas en un kilómetro cuadrado. Con todas sus consecuencias.
25. Estar a veinticinco grados bajo cero no es demasiado diferente, en lo que a sensación de frío se refiere, que estar a menos diez. El problema es que, mientras vas caminando, por ejemplo por las calles de Cracovia en diciembre, notas cómo te agotas. Y cómo tu cuerpo pide calorías. Te entra hasta el sueño. Es curioso.
26. Más difícil es saber qué hacer cuando, en Dubai, un bofetón de cuarenta y siete grados pringado de humedad te golpea. Desesperante.
27. Ya era de noche, pero no tarde. Estábamos sentados esperando a Tian, una amiga suya, en la romana plaza de San Pedro. Ya no quedaba nadie. La plaza, con su imponente columnata, estaba vacía. Ni una persona. En un momento de silencio completo rompieron a sonar las campanas y las palomas levantaron el vuelo. En realidad, eso fue todo.
28. Pintada con espray en el muro de un baño semiderruido, estaba la altitud: 5248 m. Era lo que me tenía mareado. Las vistas sobre el Himalaya, con el Everest emergiendo, también. Las banderitas budistas de colores flameando y la inmensa quietud alrededor. Ya tardan en ir allí.
29. En Cerdeña el coche nos dejó tirados en la carretera justo cuando todo el mundo regresaba de la playa. La espera hasta que vino la grúa se prolongó tres horas durante las cuales, en ningún momento, dejaron de pasar coches. Pongamos cinco al minuto, por hacer una media, con lo que resultaría que por nuestro lado pasaron aproximadamente novecientos coches. Solo tres nos preguntaron si necesitábamos ayuda. No tengo nada en contra de los sardos, ojo.
30. Hay un pequeño pueblo al sur de la Toscana llamado Pitigliano en el que vivía una próspera comunidad judía antes del Holocausto. Las fachadas de las casas asoman al borde de un precioso precipicio. En invierno está nevado. No sé qué más tengo que decir sobre este lugar.
31. En Vietnam me ofrecieron perro para comer. Dije que no. Soy un tiquismiquis, lo sé. Y eso que jamás tuve perro.
32. En el campo de refugiados de Yenín cinco pequeños cabrones, de unos ocho o nueve años, me pegaron una paliza en toda regla. Salieron como gatos de un portal y me empezaron a dar con todo, incluido un candado de moto. Justo cuando había tomado la decisión de dejar de protegerme y empezar yo también a golpes, salió un anciano de una casa y los echó a gritos. Yo le miré mientras me colocaba la ropa, él me observó sereno y me preguntó: «¿Té?».
33. Tengo vértigo. Mucho. No lo pasé nunca tan mal como cuando subí al tejado de la catedral de Viena. Un traicionero ascensor te impide ver a dónde vas y cuando se abre es tarde: tienes que salir a una pasarela que cuelga de la pared a más de cien metros del suelo. Horroroso. Ese día decidí que lucharía contra el vértigo. Sigo en ello (sin éxito), pero me sometí a grandes terapias de choque, como descender a pie la Torre Eiffel, pasear por los acantilados de Moher en Irlanda, subir a mi Torre de Hércules y, la más dura, coger el teleférico al mirador de Pao de Açucar, en Río. Y fui solo. Con dos cojones.
34. En República Dominicana volvía de la playa de Samaná con un amigo y ya era noche. Vimos cómo se acercaba, planeando, un descomunal animal. Pronto distinguimos que era un murciélago del tamaño de un gato con alas. Cuando el bicho soltó aquel grito que parecía de una película de aventuras sobre dragones, tiramos la dignidad a una alcantarilla y emprendimos una absurda carrera en chanclas, empujándonos el uno al otro en torpes zancadas y gritando como desalmados.
35. Aunque para ridículo, el que hice en la llamada Dark Cave de la bahía de Ha Long. Se atraviesa en piragua y no hay luz. Nada. En una canoa de dos —por suerte— y sin linterna, un amigo y yo nos adentramos. Enseguida nos vimos completamente a ciegas, sobre el agua y con el techo de roca a apenas medio metro sobre nuestras cabezas. Bastante claustrofóbico, sí. Por supuesto chocamos —contra unas piedras— y la piragua salió rebotada hacia atrás. Comenzamos a remar para frenarla y volver a avanzar de frente pero yo sentía que seguíamos yendo hacia atrás. Empecé a remar frenéticamente pero cada vez íbamos a más velocidad de espaldas. En ese momento todo pasó por mi mente: desde que nos arrastraba un remolino hasta una criatura de la cueva. Pude ver hasta las portadas de los periódicos contando la desaparición de dos jóvenes en una cueva de Vietnam. Le grité voz en cuello a mi amigo que remara más, que íbamos de espaldas lanzados. La respuesta, sosegada: «¿De qué hablas? Estamos yendo hacia delante. Y no remes tan rápido». Metí la mano en el agua y sentí la contracorriente. «Ah, sí».
36. Última de ridículo. Mi primera vez en Nueva York, con mi inglés de entonces verde como el del perro verde, intento ir al baño en un restaurante. Está cerrado y el camarero me dice algo incomprensible mientras me señala unos grifos llenos de cacharros, cubiertos y trapos. Entiendo, claro, que no queda otra que usar eso, así que empiezo a lavarme las manos en esa especie de encimera, sobre unas cucharas sucias y con un grifo que escupía un hilo de agua. El tipo vuelve alucinado y me señala, junto al grifo, las llaves del baño. No pararon de reírse de mí toda la comida. Disimulaban, pero yo les veía.
37. Hacer un picnic en el peñón de la isla de Elba desde donde Napoleón contemplaba Córcega.
38. Meir Eldar, judío polaco superviviente que estuvo en Auschwitz, me citó para la entrevista en el Yad Vashen, museo del holocausto de Jerusalén. Recuerdo con nitidez cuando se remangó su pequeño y arrugado brazo y me enseñó una cicatriz. «Aquí tenía el número tatuado, pero me lo sajé con un cuchillo». Después siguió caminando, menudo y frágil, contándome cosas de los trenes que le llevaron a los campos.
39. Descender la cara nepalí del Himalaya es una experiencia de esas «fuertes». La carretera sin asfaltar serpentea entre precipicios mientras los autobuses repletos de gente en el techo se adelantan kamikazes. Se puso a llover, además. La furgoneta en la que íbamos se quedó atascada en una curva con gravilla y barro, justo sobre una especie de cascada que se había formado por la lluvia y que saltaba al vacío junto al que nos encontrábamos. Las ruedas de detrás derrapaban cada vez que el conductor intentaba acelerar. El precipicio seguía ahí al lado, con el agua lanzada hacia él bajo nuestras ruedas. Justo cuando iba a preguntarle qué hacemos, el conductor pisó a fondo, la furgoneta empezó a derrapar ladeándose hacia el vacío y en un contravolante que podría provocar seis infartos el conductor nos sacó de ahí. Ahí sí que lo vi cerca.
40. Desde el cabo de Fisterra, ante la inmensidad del Atlántico, puedes ver la curvatura de la Tierra en el horizonte. Dicen que es un efecto óptico. Que digan lo que quieran, pero yo siempre que estoy ahí, sentado en un roca, me imagino que avanzo hacia ella por encima del mar, siguiendo su redondez hasta dar la vuelta completa —como Phileas— y que consigo mis ochenta imágenes.
Gracias.
¡Que bueno!
¡Qué texto más delicioso! gracias…por cierto, el apellido Carretero le va de perlas…¿no?
Delicioso texto ,pero no existe la República Turca del Norte de Chipre, es un estado no reconocido por ninguna organización internacional, es un estado que se constituyo despues de la invasion Turca en Chipre y la separación )de facto= violenta de la isla con miles de muertos y desaparecidos chiprios hace 47 años y nadie se quejo, a differencia de lo que occure hoy con la invasión Rusa en Ucrania .Muchas gracias.