Futuro
En 1941 se podían hacer pocas cosas divertidas en Canadá que no implicasen la participación de un castor en mayor o menor medida, y una de ellas era asistir a emocionantes inauguraciones de puentes. Alguien llevó una cámara de fotos a uno de estos eventos y captó una estampa de la fascinada plebe asistente. Aquella imagen se convertiría muchos años después en carne de museo al participar en la exposición Bralorne-Pioneer: Their Past Lives Here y de ahí saltaría al mundo digital donde, con una rapidez envidiable, comenzaría a dejar las mandíbulas de los internautas a modo de barco de feria.
La causa exacta del asombro provocado por la instantánea saltaba rápidamente a la vista: en aquella fotografía entre el jardín de sombreros, chaquetas y menopausias vintage un joven de feroz porte equipado con gafas de sol y ropa con esencia a siglo XX plantaba cara a la lógica temporal irguiéndose estoico en su tarima de anacronismos. La imagen no estaba manipulada y la anónima figura, de moderno en mundo antiguo, fue considerada por los más audaces como un auténtico turista del tiempo. Un hípster del espacio-tiempo jodiendo el continuo con su audaz presencia. Una incógnita en principio inexplicable.
Unas cuantas decenas de años atrás Julio Verne, Hugo Gernsback y Herbert George Wells, aprovechando el rebufo de Mary Shelley, firmaron la paternidad de la ciencia ficción como género. Entre el tándem Verne y Wells supuraban además ciertos machetazos críticos; el francés solía comentar en voz alta que el británico gustaba de sodomizar el relato de ficción saltando en pogo sobre una de las supuestas normas básicas: contradecir el conocimiento científico contemporáneo. Verne imaginaba artefactos a partir de los medios de la época para construir su fantasía, Wells se sacaba de la chistera lo que necesitaba.
Ambos salpicaban las páginas de intrépidos aventureros en expediciones fascinantes. Pero fue Wells quien se atrevió a cambiar las unidades de medida de los viajes extraordinarios, de pasar de los kilómetros a las horas, minutos y segundos. Lo logró con un cigoto llamado Los argonautas crónicos y con su evolución literaria, la conocida y notoria La máquina del tiempo. Verne decidió viajar en el tiempo de manera mucho más sutil: el imaginario creado en sus páginas se destapó, con el paso de los años, como ridículamente cercano a la realidad al profetizar con bastante acierto eventos futuros. Verne resultó tan hábil observador que se creó una leyenda que sugería que el escritor poseía una máquina del tiempo con la que dominguear por las eras. El hombre llegó a escribir una de las novelas más atinadas al retratar el futuro de la humanidad, Paris au XXe siècle, obra que en su momento el editor de Verne, Pierre-Jules Hetzel, rechazó publicar por su tono pesimista.
El viaje en el tiempo ofrece toneladas de posibilidades golosas al usuario. Desde actos meramente egocéntricos y automasturbatorios, como ejercer de matrona del propio parto proponiendo un grácil tirabuzón al concepto de existencialismo vital, practicar el bullying a nuestra versión infante como sádica venganza por no haber plantado cara a los abusos en la época escolar o sacar partido al matrimonio gay casándose con uno mismo para torear cualquier discusión de pareja. Pero también funciona como estupenda y didáctica agencia de viajes: permite gozar del encanto del turismo petardo que supone trotar durante un 18 de junio por el campo de batalla napoleónico de Waterloo en bermudas, con los calcetines sobre las chanclas, una bolsa de Risketos y el iPod con ABBA a todo trapo esperando que William Sadler no nos sacase demasiado gordos; meterle algo de plomo al creador de la Comic Sans en su etapa preadolescente o visitar a Winston Churchill para preguntarle qué tal lleva lo de ser citado erróneamente por un rebaño de analfabetos.
Y sobre todo, permite hacer malabares con las paradojas hasta lograr que la lógica del espacio-tiempo se coloque los tobillos en la nuca y se disponga a morder un cilindro de cuero.
El cine ha sido consciente de ello. Esa máquina del tiempo que planteaba H. G. Wells parecía inaugurar el concesionario de aparatos destinados a rodar con un ojo puesto en los relojes. Pero aquello era solo el principio, o el final.
Vehículos en el séptimo arte circulando por la cuarta dimensión
Recién estrenados los sesenta se asomó por las pantallas de plata una perorata publicitaria: «Durante muchos años los emocionantes libros de dos autores, H. G. Wells y Julio Verne, han estimulado la imaginación de la humanidad. Ahora la pantalla desvela la excitación suprema de aventurarse en el futuro que H. G. Wells predijo en La máquina del tiempo». Aquella exaltada invitación era parte del tráiler que anunciaba la versión cinematográfica basada en libro de Wells, película rebautizada aquí como El tiempo en sus manos.
En ella un hombre llamado George se dedicaba a dar las típicas excusas a los amiguetes tras desaparecer después de la noche de fin de año. Viajes al futuro, mundos extraños, bombas nucleares y el encuentro con los cándidos y encantadores morlocks, que se convertirían en el prototipo de bat factor universal, condimentaban su relato. La película era menos fiel al libro de lo esperado pero lo reverenciaba a su manera. Con la llegada de los DVD y la nitidez de la imagen se descubrió con claridad que el ficticio protagonista del film era el propio H. G. Wells, dato que hasta entonces se escondía entre las brumas de la imagen de baja resolución. La máquina del tiempo que utilizaba Rod Taylor en El tiempo en sus manos acabaría adquiriendo carácter icónico y consistía en un cacharro proto-steampunk a medio camino entre el trineo victoriano, la atracción de feria y un cisne con paracaídas.
Pocos años más tarde, la BBC colorearía al Doctor Who para adecentarlo ante las miradas de las butacas con el estreno en pantalla grande de Dr. Who y los Daleks. Tanto en las series que utilizaba de cimientos como en la propia película el medio de transporte para surcar el tiempo tenía nombre propio, TARDIS («Time And Relative Dimension In Space»), y formas de cabina de policía británica cuyo interior parecía obviar las medidas lógicas que proponía el exterior. La cinta tuvo una secuela llamada Los marcianos invaden la Tierra donde TARDIS seguiría siendo transporte de personajes y carretera de la trama.
Entre finales de los sesenta y principios de la década siguiente la gente se moría por ver a Charlton Heston rodeado de simios, pero como aún era pronto para que el actor presidiese la Asociación Nacional del Rifle, la solución consistía en acudir a las películas de la 20th Century Fox: El planeta de los simios, Regreso al planeta de los simios y Huida del planeta de los simios componían un triple combo en el que los viajes espaciales en los que participaban los tripulantes de las naves funcionaban como máquinas del tiempo al convertirse en el mecanismo que enviaba a astronautas al futuro y simios parlanchines al pasado.
Probablemente el medio más inusual para surcar el tejido temporal fuese el propuesto por Kal-El en el Superman de Richard Donner. La máquina del tiempo que proponía la película era el propio sentido de rotación de la Tierra previamente saboteado por un Superman encabronado que, a fuerza de volar en la dirección contraria, consigue paralizar el planeta y rebobinarlo. La idea desafiaba con sana alegría la creencia física de que un frenazo y cambio de marcha de tal calibre en las costumbres gravitatorias del planeta tendría como consecuencia la inmediata recolocación del grueso de la humanidad en una posición situada un par de galaxias más allá. Christopher Reeve repetiría el rol de viajero temporal en el drama romántico En algún lugar del tiempo, donde un hombre de 1980 decide irse a ligar a 1921 utilizando como vehículo de desplazamiento la hipnosis y como destino la fotografía de una zagala.
Los héroes del tiempo (cuyo título original era poco heroico: Time Bandits) sería la primera propuesta de embrollo temporal que Terry Gilliam plantearía al espectador. Un grupo de enanos presuntamente encargados de poner argamasa en las grietas existentes en el espacio-tiempo deciden, con sano espíritu de político, que es mucho mejor dedicarse a viajar por los siglos robando objetos valiosos para forrarse. La pandilla en sus tropelías carecía de medio de transporte entre épocas, pero disponía de un GPS para llegar a los agujeros en el tiempo: los enanos se valían de un mapa usurpado al mismísimo supremo creador donde figuraban todos los orificios del tiempo.
1985, el doctor Emmett Brown y Marty McFly. «Nadie me llama gallina», «¿Hay alguien en casa McFly?». Rober Zemeckis en estado de gracia filmaba Regreso al futuro y creaba la mejor saga de viajes en el tiempo del mundo del celuloide. La primera entrega transportaba al Michael J. Fox a mediados de los cincuenta y lo encaraba con el complejo de Edipo en versión paradoja temporal a ritmo de Chuck Berry en el baile del Encantamiento Bajo el Mar. La secuela, con un cien por cien menos de Crispin Glover, visitaba el futuro lejano del 2015 con aeropatines de Mattel, robocordones y Tiburón 19 en cartelera, e incluso se atrevía a retroceder en el tiempo hasta la primera entrega para remezclarla sin pudor. Una tercera película marcó como destino del viaje el cine de Sergio Leone. La máquina del tiempo utilizada para tanto salto por la historia sería un legendario DeLorean de aceleración flamígera y un error de traducción en el doblaje ofrecería al público español el término «condensador de fluzo» en lugar del más correcto «condensador de flujo». En el mundo real se fabricaron nueve mil DeLoreans DMC-12 antes de que el dueño de la compañía, John DeLorean, fuera arrestado por presunto tráfico de drogas (aunque sería declarado inocente) y su empresa se zambullese en la bancarrota. El coche acabó convirtiéndose en chatarra rodante extremadamente valiosa para coleccionistas.
Regreso al futuro inspiraría la comedia gansa Las alucinantes aventuras de Bill y Ted, o la buddy movie en forma de aventura a través de las épocas en la que el objetivo era lograr que dos adolescentes descerebrados aprobasen sus clases de historia. El medio de transporte utilizado por los imbéciles protagonistas para codearse con Napoleón Bonaparte, Sócrates, Genghis Khan, Juana de Arco o Sigmund Freud era primo hermano de aquel del Doctor Who: una cabina de teléfono. El film adquirió estatus de culto y generó un hijastro llamado El alucinante viaje de Bill y Ted o la película que mutaba la partida de ajedrez de la Muerte en El séptimo sello de Ingmar Bergman en una afable maratón de Twister y Hundir la flota.
Unos medievales y ligeramente asilvestrados Jean Reno y Christian Clavier utilizarían conjuros mágicos para viajar al mundo moderno desde el año 1123 en Los Visitantes no nacieron ayer, y un cetro serviría como exótico mecanismo de viaje hacia el Japón feudal a las noventeras Tortugas Ninja en su tercera y olvidable aparición. Star Trek utilizaría el escenario del propio Enterprise para trastear en el tiempo en unas cuantas ocasiones (Misión salvar la tierra, Star Trek: la próxima generación o Star Trek: Primer contacto). Y un Jean Claude Van Damme, que aún no había caído en la mendicidad cinematográfica, pero estaba a punto de enseñarle su Tailandia a Kylie Minogue en privado, participó en Timecop, donde la máquina del tiempo estaba en manos de funcionarios del gobierno. Bill Murray sufriría la máquina del tiempo más aterradora jamás ideada en Atrapado en el tiempo: nada más y nada menos que Sonny Bono y Cher cantando «I Got You Babe» día tras día a modo de despertador a las seis de la mañana, y no siendo causa pero sí anuncio del encierro de Phil Connors (Murray) en un loop enfermizo en ese Punxsutawney de Pennsylvania donde la gente celebraba que una marmota decidiese asomar el hocico al exterior.
Basándose en un reverenciado cortometraje de Chris Marker, el famoso y estático La jetée, Terry Gilliam construiría una muy celebrada, pesimista y redonda 12 monos, que se apuntaba a la creencia de un futuro inamovible y férreo por mucha visita al pasado que se realizara en cualquier momento con ganas de montar la fiesta del universo paralelo. Entre esta docena de simios, Bruce Willis era catapultado continuamente entre las fechas intentando encontrar una salvación para una humanidad condenada a ser masacrada por un virus. La máquina del tiempo de rigor renunciaría al canon clásico de acabado metálico y steampunk, optando en su lugar por un aparato formado a partir de barrocos plásticos, cables y bolsas.
En la antesala del siglo veintiuno Frequency ideó una variante original del viaje temporal en la que ninguno de los personajes principales se desplazaba en el tiempo; en su lugar lo hacían sus voces a través de un par de aparatos de radio que comunicaban entre sí a un padre y un hijo en un lapso de treinta años de diferencia aprovechando las propiedades conductoras de la aurora boreal. Curiosamente el mismo año una película surcoreana, Ditto, partiría de una premisa idéntica con una pareja de estudiantes universitarios de diferentes décadas comunicándose a través de ondas radiofónicas. Y ambos films enlazaban directamente con el producto romántico La casa del lago donde Sandra Bullock y Keanu Reeves se enamorarían enviándose cartas a través de un buzón postal que comunicaba el 2004 con el 2006, o esa película que intentaba convencernos de dos cosas improbables: que el correo superaba la barrera del tiempo en modo reverso y que Reeves era capaz de mostrar sentimientos.
Donnie Darko haría objeto de culto de la fábula con agujero de gusano, furry fandom fantasmal, guion enrevesado apoyado en un libro ficticio titulado The Philosophy of Time Travel y dos versiones del film diferentes: la estrenada en salas y un director’s cut cocinado por Richard Kelly para intentar desenmarañar las neuronas de los espectadores mientras les arrojaba el motor de un avión atravesando el tejido temporal y el techo casero. Algún cacao similar producía Primer de Shane Carruth, película cosechadora de notorias cefaleas y eufóricos reconocimientos a partes iguales y una obra que es bastante difícil de seguir sin una pizarra para tomar apuntes y mucha paciencia. Carruth evitaba la fanfarria y en su película el artilugio que servía de trampolín para los tirabuzones temporales era puramente casero (una caja, en un trastero) y nacía de la tradición electrónica estadounidense de chicos geeks creando cosas en un garaje uniformados con camisa y corbata.
El efecto mariposa propondría otra versión palomitera y bastante lerda de las consecuencias de revolver en el baúl del pretérito perfecto y nos intentaba hacer creer que Ashton Kutcher era capaz de leer al utilizar la lectura de un diario como resorte para provocar el salto temporal. Más o menos por la misma época Adrien Brody y su nariz coprotagonizarían The Jacket, en donde una camisa de fuerza hacía las veces de time machine. Y el malogrado Tony Scott desplazaría a Denzel Washington entre las agujas del reloj mediante el software de stalker más inverosímil y poco creíble creado para el cine en Déjà vu, donde no solo presentaba máquina del tiempo sino también mirilla en la puerta para espiar el pasado.
Llegaría el 2008 y Nacho Vigalondo nos demostraría lo cabezón y cabrón que se puede poner un vasco (Karra Elejalde) cuando de lidiar con las paradojas temporales se trataba en una fábula de sci-fi con reparto minimalista y monumental embrollo. Los cronocrímenes llegó a conseguir que Damon Lindelof, cocreador del fenómeno Lost, escurriera sus bragas y que la cinta comenzará a trepar en las listas de los mejores films universales sobre viajes en el tiempo. Lo que hacía posible los viajes era una cámara custodiada por el propio Vigalondo donde el viajero se encerraba sumergido en un líquido, adelantándose en unos cuantos años a la disparatada propuesta de Jacuzzi al pasado en la que John Cusack y colegas viajaban a los años ochenta utilizando el desquiciado transporte de su título mientras la lógica de todo decidía ponerse hasta arriba en la barra libre y preguntarse quién había invitado a esto a Crispin Glover.
Para las cabezas más bulliciosas los belgas se gastaron una fortuna sacando adelante Las vidas imposibles de Mr. Nobody, donde Jared Leto desparramaba a modo de narración saltarina diversas líneas paralelas vitales de un longevo personaje sin implicar máquina alguna. De artefactos mecánicos también carecía Más allá del tiempo o los problemas de Eric Bana para permanecer cierto tiempo en la misma línea temporal provocados por algún gen revoltoso que venía de fábrica. O aquella Midnight in Paris del Woody Allen con espíritu de publirreportaje de agencias de viajes, donde sin explicación ni artefacto se encaminaba a un Owen Wilson nocturno y ebrio a una fiesta en los años veinte. Safety not Guaranteed se inspiró en un anuncio real visto en Backwoods Home Magazine en el que una persona solicitaba acompañante para viajar en el tiempo y a partir de tan desquiciada anécdota fabricó una peliculilla indie que cautivó en Sundance en la que la máquina del tiempo era un simple bote.
Besando la época reciente Duncan Jones, ese hijo de David Bowie que venía de recolectar elogios por su opera prima Moon, utilizó la memoria como autopista directa hacía el viaje en el tiempo para tratar de evitar un atentado en Código fuente. Y otro director con una obra de presentación excepcional bajo el brazo, Rian Johnson, perpretador de la fabulosa Brick, se encargaría de proponer una de las cintas de viajes en el tiempo más interesantes del panorama reciente: Looper. Con un Bruce Willis enfrentado a su yo del pasado (Joseph Gordon-Levitt tuneado) y con una máquina del tiempo cuya presencia era tan anecdótica para el relato como carente de efectismos: una simple y paupérrima esfera de metal con cuatro cables.
Pasado
Aquella fotografía canadiense no guardaba ningún misterio intertemporal. El supuesto hípster infiltrado entre la gente era simplemente un hombre con un concepto de la moda adelantado a su tiempo y casualmente premonitorio.
H. G. Wells no inventó la máquina del tiempo como concepto. Enrique Gaspar y Rimbau, madrileño y escritor, ya trasteó con una en El anacronópete, una zarzuela con un artefacto de ciencia ficción que permitía a sus ocupantes viajar entre los siglos.
Y Verne en el fondo sabía cómo dejar a todos los demás en ridículo: el manuscrito de aquel Paris au XXe siècle que su editor le recomendó meterse por algún orificio fue descubierto por su bisnieto a principios de los noventa y publicado por primera vez en formato novela en 1994, convirtiéndose en el primer escritor que conseguía viajar a través del tiempo surfeando sobre el lanzamiento editorial. Paris au XXe siècle era la máquina del tiempo definitiva, había sido escrita ciento treinta y un años antes de su llegada a las librerías y en sus páginas se hablaba de rascacielos, redes mundiales de comunicación, calculadoras, faxes, automóviles e incluso el sentimiento hippie antisistema.
Doc presenta a McFly a sus dos hijos. Uno de ellos se llama Julio y el otro Verne. Tras despedirse, aquella locomotora emprendía la marcha. ¿Carreteras? A donde van no necesitan carreteras.
Artículo muy entretenido. De las que he visto me quedo con Regreso al Futuro, Los Visitantes no Nacieron Ayer, Donnie Darko y Los Cronocrímenes (no necesariamente en ese orden).
En cuanto a Churchill, yo le preguntaría que tal lleva(ba) eso de ser un hipócrita hijo de la gran p…
Aunque se trata de una serie de televisión, creo “El túnel del tiempo» de los años 60 merecería quizás una mención.
(Con música de Johnny Williams, que seguramente aún era muy jovencito para llamarse John)
El comentario sobre Charlton Heston y la Asociación Nacional del Rifle, lo mejor del artículo. Chapó!
Artículo muy bien llevado, me he gustado mucho. Pero….se te ha pasado mencionar una película que, si bien el tema principal no son los viajes en el tiempo, sí que se sirve de ellos para, en mi opinión, crear la madre de todas las paradoja temporales: Terminator (un tío que está librando una guerra en un futuro cercano, decide enviar a uno de sus soldados para que proteja a su madre y que así el mismo pueda nacer y crecer sin que las máquinas en rebelión intenten matarlo antes…lo que a la postre hace que su fiel soldado se convierta en su padre….boom!!!
Jajajaja!!!!
Yo destacaria una pelicula que ha abordado de manera mas interesante y compleja el concepto de viaje en el tiempo, o al menos de la no linealidad del mismo: Arrival (La Llegada) de Denis villeneuve
Mi favorita es Predestination (2014) con Ethan Hawke y Sarah Snook, basada en el cuento «Todos vosotros, zombis» de Robert Heinlein
«Todos vosotros, zombies» es el cuento sobre viajes temporales definitivo. En una primera lectura puede resultar enrevesado y confuso, pero después de analizarlo (es necesario analizarlo, sí) resulta ser redondo, perfecto.
Por eso no quise ni quiero ver la película: mucho me temo que no llegue a altura del cuento.
Felicidades a todos. Todos los comentarios son tan interesantes como el articulo. Feliz viernes ¡¡¡¡
A menudo sospecho que vivimos eternamente en el Pasado; que el Presente es puro cuento, que éste sería como una especie de diminuto e ínfimo orificio transparente sin substancia para unir lo que pienso, siento, presiento, hago o veo, donde el tiempo desaparece, como en este largo pensamiento que tuvo un inicio en algún momento muy o poco atrás y en el sucesivo se agotará. Es tan pequeño el salto que llamamos Presente, tendiente a cero se diría, que hay que ser insensatos para apostar por algo que es muy probable que sea solo un invento para justificar el devenir, el de adelante y el de atrás.
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No puedo creer que el artículo no mencione cuando en «Búscate la vida» Chris Peterson viajaba atrás en el tiempo haciéndose un zumo (licuando una portada de la revista Time, un reloj, una piedra de una maqueta de Stonehenge, un mechón de pelo de Michael J. Fox…).
No has nombrado ni a tenet ni ha Terminator, te ha quedado un artículo incompleto.
Es digna de mención la serie Los Visitantes. Un engendro checoslovaco del año 83 en el que los protagonistas retroceden 500 años en el tiempo, desde el lejano 2484, a lomos de un ¡¡¡Lada Niva!!! (chúpate esa, Zemekis) y con un absurdo e insospechado giro de guión final que ríete tu de Los Serrano.