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Maneras de construir el mundo en el ‘Teatro de variedades’ de Juan Bonilla

Teatro de variedades, de Juan Bonilla. Imagen Editorial Renacimiento.
Teatro de variedades, de Juan Bonilla. Imagen: Editorial Renacimiento.

Je me souviens, decía Georges Perec. Me acuerdo de que los ciclistas tenían una cámara de repuesto enrollada en ocho alrededor de los hombros. Me acuerdo de haber conseguido en el Parque de los Príncipes un autógrafo de Louison Bobet (Louison Bobet andaba en bici, pero como escritor hubiese sido un Tolstoi, para entendernos). Me acuerdo, se acuerda.

También se acuerda Juan Bonilla (Jérez, 1966) cuando reedita este Teatro de variedades (Editorial Renacimiento, 2022), tras muchos años en anaqueles de tomos extintos. No se pierdan, así para empezar, el delicioso prólogo de Bonilla explicando procesos, vicisitudes y las penalidades que hubo de sufrir quien viviera de los libros durante la década anterior, que fue jodida en lo económico y lo social (no como esta, que ha empezado fenomenalmente, como todos ustedes saben). Je me souviens, y a hacer literatura hablando de la literatura (o de las cosas que hay alrededor de la literatura, que muchas veces son más literatura que la literatura misma).

La elección por Perec no es gratuita (caprichosa sí, caprichosa siempre), sino que explica un hilo invisible, secreto, que une todos estos artículos, crónicas, críticas y opiniones. O al menos yo lo veo, vaya, que es tanto como decir que existe, porque no hago sino recrear el mundo que me rodea. Eso intenta Bonilla, y en tales empeños de otros (escritores, familiares de escritores, tipos que pasaban por allí delante de escritores, espacios inanimados cerca de escritores) se detiene demasiadas veces como para no pensar que, oye, igual está marcando una X tan gorda como la de aquella iglesia veneciana en el tercer Indy. Vamos, que se pone Bonilla en plan constructivismo a la Gadamer y se queda tan pancho, el tío, sonriendo y jugueteando con el lector.

Porque esa pulsión late en muchos de los artefactos del libro. Hablar sobre constructivistas desde el constructivismo. Contarte que la realidad no es solo lo que vemos, sino también, y quizá sobre todo, aquello que interpretamos ver. Y algunos autores lo entendieron, desde varios puntos de vista. Literatura como diálogo, como un sendero que se desbroza a medias entre quien escribe y quien lee, entre quien imagina y quien reordena lo imaginado por coordenadas familiares. No es casual, entonces, que (casi) empecemos hablando de Perec, y del Je me souviens (también de Sant´Elia, que estaba tan apegado a la realidad como para interpretarla de forma imposible), uno de los artefactos más provocadores en este sentido. Algo que, de tan vanguardista, incluso nos parece clásico, porque nada hay más clásico que ir incorporando capas al mundo, como hicieron «los homéridas» (también citados por Bonilla, miren ustedes, empieza a cuadrarnos todo).

Aparecen espacios que no son del todo (ese Montreaux), palabras que existen solo en ficciones y luego entran por los diccionarios del saber (nínfula, que acaricia fonemas de forma suave), incluso ciudades que solamente se pueden entender a partir de quien las habitó (el Praga de Kafka), aunque los mismos espacios de su obra no sean sino callejones oscuros que el lector debe amueblar. Hay, por último, retemblores de aquellas bohemia que se inventaba a sí misma, con tipos que eran antes de escribir (y, quizá, sobre todo sin escribir). El Ramón de las greguerías, que queda como juguete lingüístico y esconde otra forma de construcción a través de la metáfora visual. O Álvaro Retana, frívolo hoy casi olvidado que un día se autoproclamó «novelista más guapo del mundo» (título que asumo ahora alegremente, salvo opinión contraria, ejem). Hasta Chaves Nogales, reivindicado en los últimos tiempos (y con razón), pero a quien se aprecia en su justa medida, porque se le iba a la mano en lo interpretativo, y al final narraba en primera persona cosas que no pudo contemplar. Un poco como el Ismael de me llamó Ismael, que empieza con aire de objetivismo y va hundiéndose en el narrador omnisciente (en el narrador imposible, dada la estructura de esa novela) a medida que cualquier atisbo de serenidad mental salta por la borda del Pequod, con doblón de oro clavado en el mástil, cual centinela implacable de océanos por los que uno no navega sin pagar precio. 

A veces incluso nos ponemos juguetones, y se empieza un juego de cajas que esconden otras cajas, que envuelven un enigma donde habita cierto misterio. O, quizá, es solo la broma. Tocar a Nabokov, por ejemplo, que es uno de los grandes constructivistas de toda la literatura universal (no hagan caso al estilo deslumbrante, salten la linde hecha con orquídeas), y hacerlo a través de sus anécdotas personales, de su familia. Y, allí, contar la misma historia en dos piezas consecutivas. Pero contarla con matices distintos, con un detalle (un detalle trascendente, un detalle de los que rasgan novelas) que cambia de una a otra. Cuesta pensar que pueda ser error u omisión. Cuesta no ver a Bonilla sonriendo, jugueteando con la credulidad de quien lee (que es la credulidad más grande), poniendo carteles falsos entre los ciertos por todas esas carreteras secundarias que son las letras. 

Tenemos más cosas. A ratos. Descansitos, si quieren, por mucho que se pongan seriotes. La historia de Thyssen, que primero sí, luego no, luego quizá, y después lavarse manos, no vaya a ser que… Unabomber y su delirio de anarquismo ecológico y casi ludita, tan posmoderno, tan novela de Paul Auster. Paseos por capitales que se mueven entre la nostalgia y el deseo, entre lo que fuimos y lo que siempre quisimos ser. Ámsterdam, claro, pero también Copenhague, o esa Roma eterna que miramos con estruendo clásico, barroco o brutalista, depende de qué narrativa queramos desentrañar (y las ganas que tengamos de buscar espacios raros). Incluso incluye Bonilla casi en coda (porque los postres siempre deben ser dulces) la historia más divertida de todo el libro, la que nos habla de ese gran impostor que fue Kaiser, alguien capaz de jugar al fútbol profesional durante más de una década sin tener ni puta idea de patear un balón. Pero era majo, caía bien y se inventaba lesiones gravísimas (o agresiones bien honorables) para no verse en incómoda tesitura para mostrar su ineptitud. Un poco lo que hacemos todos en el día a día, supongo, porque lo del síndrome del impostor es solo reverbero luciente de una realidad incómoda. Arranca sonrisas la historia de Kaiser, porque es divertida, porque el pícaro siempre luce en frases. Arranca sonrisas, digo, pero también encaja perfectamente con el trasfondo de la obra. Piensen si no… ¿qué hay más constructivista que inventarse tu propia biografía para vivir del cuento?

Tenemos aquí también frases gruesas, frases de las de pensar mucho rato así, con las piernas cruzadas y deditos sobre el mentón. A veces las escribe Bonilla, otras corresponden a aquellos de quien se habla, incluso un puñado no sabemos a quién atribuírselas, porque parecen de Valéry, pero son de Teste, y las reproduce, traducidas, Juan. Ya ven, qué lio. Pero lo mollar no es eso, lo mollar no radica en el trampantojo de las fachadas, sino en la construcción de todo un pueblo. Uno lo suficientemente vacío como para que cada lector rellene con los hogares de su infancia y las tabernas de su adolescencia. Uno que, no pensemos lo contrario, sigue perteneciendo sólidamente al artista. Es ahí donde viven las crónicas.

Es ahí donde nos mudamos nosotros. 

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