Por empezar agarrados al tópico, hay pocos momentos en la historia de la humanidad tan fascinantes como la era victoriana. La cosa abarca desde 1837 a 1901. Desde que la reina Victoria subió al trono del Imperio británico (en aquella época el imperio era cosa seria) dispuesta a dar carpetazo al periodo georgiano (que había empezado en 1714) que la había precedido y a instaurar un gobierno empeñado en avanzar más que en la contemplación hasta que el siglo XX asomó la cabeza. Ponerse ahora a lanzar nombres al lector podría ser contraproducente pero baste mencionar a algunos de los que citaremos más adelante: Livingstone, H. G. Wells, Arthur Conan Doyle o el inventor de los cliffhangers, el mismísimo Charles Dickens. Y si se quiere, al otro lado del canal, la alargada sombra del maestro francés Julio Verne que, a pesar de las atroces traducciones que soportaron sus obras en suelo inglés, fue capaz de influir en el empujón industrial y generó toneladas de tinta.
Fue un periodo que ha sido analizado del derecho y del revés porque contiene trazos de todos los cambios económicos, políticos y sociales que fueron parte fundacional de lo que consideramos la sociedad moderna. La lectura se convirtió en un fenómeno de proporciones gigantescas, el arte adquirió una dimensión completamente nueva (hasta la llegada de los prerrafaelitas) y la sociedad se convirtió en un organismo vivo y (re)activo. Los movimientos obreros empezaron a estructurarse como fuentes de poder y las mujeres lucharon como jabatas para no perder la dosis de libertad que habían conquistado durante esos años de exaltación de la aristocracia que fueron los georgianos (de Jorge I a Jorge IV). La exploración del mundo se convirtió en una prioridad (por motivos pecuniarios más que por ningún otro motivo) y de repente todo el pesimismo que había irrumpido en las clases medias y altas tras la derrota en la guerra de 1783 (a manos de los futuros Estados Unidos de América) se vio superado por el ansia del comercio. Más práctico y menos doloroso que los conflictos bélicos.
De la reina Victoria se han contado infinidad de historias, entre ellas su obsesivo culto a la muerte, algo que se extendió a lo largo de su vida y que culminó con su extraño ritual de viudedad en la muerte del príncipe Alberto. Cuando este falleció, la reina ordenó no solo dejarlo todo tal como estaba antes de su fallecimiento (por culpa de una fiebre tifoidea), sino seguir llevándole el agua caliente para su afeitado diario y el té a las horas convenidas, amén de hacerle un buen montón de estatuas. Por su parte, ella siguió vistiendo de negro toda la vida, un estado de ánimo que sufrían muchos de sus compatriotas.
Cierto es que desde 1840 el culto a la muerte era una de las constantes vitales de la sociedad inglesa, que seguía una inacabable serie de normas que iban desde el protocolo cuando pasaba un coche funerario a las campanas en los ataúdes, los plazos de duelo o los estrictos códigos de vestimenta. La muerte, más que ningún otro elemento, era algo presente en el periodo victoriano, salpicada por la tuberculosis que en aquellos años afectaba sobre todo a las mujeres de entre dieciocho y treinta y cinco años con un descomunal grado de mortalidad (un tramo de campo funerario de veinte metros cuadrados podía contener miles de cadáveres, lo que era un problema de salubridad que no solucionó George Frederick Carden, un avispado hombre de negocios que después de una visita al —precioso— cementerio parisino de Père-Lachaise decidió exportar el modelo a Inglaterra y llevó la lucrativa lucha de clases al terreno de la Parca).
Sin embargo, en una sociedad oscura (aunque en 1830 se había empezado a probar la luz eléctrica lo del alumbrado público era aún una broma) y afectada por todos los problemas imaginables, los destellos de brillantez en todos los ámbitos eran constantes. La población crecía, los negocios florecían y la cultura, en todos sus ámbitos, explotaba como si de repentes todos los astros se hubieran posado sobre la Isla para inspirar al personal. De entre todos ellos destacaba Charles Dickens, que había nacido en Portsmouth, uno de esos sitios más duros que el granito, en 1812. Dickens, inventor del folletín moderno, fue el renovador del género literario novelesco, ideando el formato episódico (cada semana el escritor lanzaba una parte del relato que los lectores podían comprar depositando dinero en una caja —de ahí proviene el moderno concepto de box-office—) y capturando a la perfección el espíritu de su tiempo con una dosis de crítica social que le convirtió más en un observador con disfraz de antropólogo que en un simple escritor. Su pericia fue el mejor microscopio con el que observar al inglés de a pie, pero no el único.
Sherlock Holmes, la criatura de Conan Doyle, era el otro gran icono de aquella sociedad. Un tipo más listo que el hambre e igualmente complejo, un asocial de manual cuya compañía, el inefable Watson, es más un socio que un cómplice. No han acabado (y no será por intentos) de decidir por qué los libros de Sherlock funcionaron tan bien en aquellos tiempos: unos dicen que el formato de los libros, otros que su gran conexión con la naciente clase media, que se identificaba con Watson y admiraba a Holmes, también los hay que hablan de la habilidad de Conan Doyle para convertir sus libros en una suerte de mapamundi de la Gran Bretaña, llevando a sus protagonistas de aquí para allí, y —más importante— sacándoles de Londres para recorrer las pequeñas villas en busca del crimen. La habilidad del escritor para introducir las migas del progreso y los efectos de la incipiente Revolución Industrial en el relato (la bici, el tren, la lectura del periódico, etc.) chocaban con las costumbres (extravagantes) del detective. Una de ellas era su afición a las drogas, por vía intravenosa. El Sherlock yonqui, cuya descripción alcanzaba su cénit en El signo de los cuatro, cuando Watson explicaba cómo su socio se inyectaba (probablemente opio) y el placer que esto le producía. Años después Billy Wilder haría la que —probablemente— es la visión más realista del mito en La vida privada de Sherlock Holmes, que fue demasiado para las mentes bienpensantes de la época.
Con aquella visión de las drogas recreativas, Conan Doyle perfilaba un perfecto retrato robot de una de las sociedades más abiertas de la historia en lo que se refería al uso de los opiáceos, la sustancia favorita de los británicos de cualquier clase. El doctor Bruce Rosen identificaba entre los usuarios (o adictos, o quizás ambas cosas) al propio Conan Doyle, a Oscar Wilde o al mencionado Dickens, quién sabe si por diversión o por aquello de invocar a la musa, efluvios mediante. La cultura de la droga era apabullante y se calcula que más de la mitad de los obreros de la época consumían opio a diario. Los fumaderos de Whitechapel, auténticos antros regentados por chinos, eran los testigos mudos de un hobby peligroso que desde 1812 (después de la publicación del esplendido libro autobiográfico, Confesiones de un fumador de opio, de Thomas DeQuincey) había ido subiendo peldaños hasta llenar de humo muchas de las estancias del poder, en un ascenso vertical que pocas drogas habían recorrido hasta la llegada de la cocaína.
El opio era para los de abajo una manera de olvidarse de lo jodido que era vivir en una sociedad para la que el progreso significaba sacrificio y en la que la mortalidad laboral era escandalosa. Para los de arriba era una simple celebración de su suerte que a veces iba más lejos de lo previsto. La droga chocaba con el despertar religioso de una buena parte de la sociedad inglesa, donde las vocaciones de misionero se disparaban, en buena parte gracias a la promesa de una vida mejor en las colonias, que en aquellas circunstancias era lo suficientemente tentador como para firmar y largarse.
Un escocés, nacido en Blantyre, al sur de Glasgow, era —en cambio— pura vocación. Su nombre era David Livingstone (prescindiremos de la expresión de Henry Stanley que le hizo popular) y fue —con toda seguridad— el explorador más importante que dio el periodo victoriano, con una personalidad apabullante y un instinto de supervivencia tan afilado que fue capaz de pasearse por media África en nombre de la fe y del imperio. Sus pasos le llevaron a ser el primer europeo en cruzar el corazón del continente negro, puso nombre a las cataratas Victoria, buscó con inusitada vehemencia las fuentes del Nilo y llego hasta el océano Índico en mayo de 1856.
Además, Livingstone fue uno de los hombres más intrépidos de un siglo de pioneros y cambios profundos no solo en las estructuras sociales, sino en la división del trabajo y las conquistas humanas. El misionero (que además, y gracias a sus estudios de medicina, era apreciado por las tribus africanas, que llegaron a apodarle el Hechicero) no dejó nunca de escribir contra la esclavitud y en 1865 publicó el magnífico Narrative of an expedition to the Zambesi and its tributaries, una espléndida crónica de viaje que sirve además para retratar el espíritu de la misión, en la que Livingstone parecía más obsesionado por llegar a la otra punta del mundo que por el proselitismo propio de un misionero, además de su preciosa pasión por el mundo natural.
Paradójicamente, el buen doctor fue ninguneado por el Gobierno de su país, que no valoró los logros del viajero y le obligó a volver a Inglaterra en 1864, donde solo aguanto dos años antes de volver a su querida África. Livingstone siguió viajando hasta que la muerte le pilló en una pequeña aldea africana llamada Chitambo el 1 de mayo de 1873. Su salud había sido frágil desde la muerte de su mujer, Mary Livingstone, en 1862, y la soledad no ayudó a mejorar las cosas. En su haber, más allá de sus logros como explorador, haber observado la relación entre la malaria y el mosquito, algo que ayudaría a mejorar sobremanera la investigación sobre el tema.
Livingstone, como Florence Nightingale (la fundadora del moderno concepto de enfermería) o Darwin, que elaboró su teoría de la evolución a bordo del HMS Beagle (fue editada en 1859), o Karl Marx, que publicó El capital, junto a Emily Brontë, John Stuart Mill, Herbert Spencer o John Reskin, trascendieron su ámbito de acción para convertirse en hijos de una época que determinaría la llegada a la sociedad moderna. La Inglaterra georgiana dejó pasó a la victoriana, y si en 1841 la población era de diecisés millones, en 1901 ya superaba los treinta y dos.
La Exposición Universal de Londres de 1851 mostraba al mundo que el país había sido conectado de punta a punta por líneas de ferrocarril y telégrafo, la prensa empezaba a convertirse en algo masivo y las exportaciones explotaban gracias a la expansión de los territorios en el exterior. La prosperidad, obviamente, no afectaba a todos por igual (a pesar de los esfuerzos de William Gladstone, un político poco ponderado), pero los movimientos sociales crecían y se luchaba contra la explotación infantil y el esclavismo laboral. Nombres tan prominentes como los de Thomas Curle, Charles Kingsly o Charles Dickens se unían a la causa para proporcionar a los obreros un sistema de salud eficaz, salarios mínimos y horarios justos. Con la reforma electoral de 1837 se incluía a la clase media en el voto y la civilización empezaba su industrialización, que cambiaría la faz de la tierra.
La mala salud de la reina Victoria, junto con su locura (de la que empezó a hablarse abiertamente en los círculos de poder) certificaron el final de una época que daría paso a una sociedad algo más equilibrada pero menos agitada, menos brillante en definitiva. El peso de los avances artísticos y culturales se deja notar aún en nuestros días, y los nombres mencionados siguen siendo polémicos en la actualidad (y ni siquiera hemos hablado de la irrupción de Freud en el pensamiento moderno), y el progreso que generó contribuyó a perpetuar un siglo más la influencia del Imperio británico, hasta que esta cayó bajo el peso de la libertad con Hong Kong como última joya de la corona.
Curiosamente, los victorianos fueron también testigos de la moralidad más —absurdamente— estricta, del castigo a los más pobres y de las diferencias más abismales que se vivieron en el siglo XIX en el seno de una sociedad occidental. Sin embargo, la llegada de la revolución en las comunicaciones, la prosperidad posterior (con la clase media como gran beneficiaria del nuevo orden económico), y la percepción de que el progreso traería bienestar, dejaron a la sociedad en una situación de notable. No deja de ser cierto que si no fuera por la abundante literatura del periodo, ya sea en forma de ensayo, novela o poesía, la época victoriana no hubiera sido un elemento recurrente para el cine, la televisión o la literatura contemporánea. Seguramente ahí radique el gran quid de la cuestión: la capacidad de los cronistas del momento para reflejar una época que cambió a la humanidad y cuyas consecuencias siguen siendo visibles hoy en día. Eso sí, el opio ya no está de moda.
«Las Confesiones» de De Quincey son muy divertidas, pocas veces me he reído yo con un arranque de un libro como aquello, con esa caída tan aparatosa, baúl por medio, por esa escalera angosta… También, es conocido por aquel ensayo tan corto como brillante que se llama «La Llamada a la Puerta en MacBeth» que no tiene desperdicio….
De Quincey esta enterrado en Edimburgo, fui a ver su tumba, y ha influido mucho las letras escocesas, tanto en la figura de Alexander Trocchi, verdadero enfant terrible de su tiempo, como en el propio Irvine Welsh.
Darwin hizo la carrera en Edimburgo creo recordar, y Conon Doyle era de allí y su Holmes es un personaje que sale del ambiente de la ilustración escocesa: Conan Doyle dijo que quería hacer de la investigación detectivesca «una ciencia»…
Fue la reina Victoria por cierto quien profesaba un gran amor por «todo lo escoces» y se hizo con el castillo de Balmoral, inaugurando aquella tradición tan trasnochada que sigue hasta el día de hoy…
El profesor de Trocchi en la universidad de Glasgow, el poeta y gran traductor Edwin Morgan, dijo de el: «sabíamos que era una fuerza. No sabíamos si para bien o para mal…» Je je je…
Vivía fuera de Escocia durante casi toda su atormentada vida, del todo adicto a la heroína, como el entrañable De Quincey, que allí yace en un cementerio en el centro…
…recuerdan a los personajes de aquel cuento de Quiroga cuya adicción les persigue hasta la ultra tumba, anhelando otra dosis de morfina aun siendo muertos…
Sigo sus apostillas con absoluta curiosidad. Le supongo natural de Caledonia. En ninguna otra parte de esa isla podría haber nadie imaginado a Peter Pan. James Matthew Barrie merecía una mención por su deseo desesperado de ser querido. Su padre odiaba a los niños y su madre siempre quiso a su hermano mayor, fallecido en la pubertad. Creció solo en medio del victorianismo. Es un símbolo del deseo de ser amado jamás correspondido. La vida no está diseñada para vivir solos. No digamos lo que el menosprecio de una madre puede hacer en la personalidad de un niño. Barrie, Doyle y Stevenson fueron siempre amigos. No deja de ser notable que Barrie y Stevenson fueran autores de libros orientados la juventud. Lo lamento por los fans de Doyle, pero de los tres Stevenson resulta el más universal
Nací en Caledonia pero estoy en vías de pedir la nacionalidad española para no perder mi estatus de ciudadano de la UE al constatar que el irresponsable y frívolo gobierno escoces de Nicola Sturgeon ha claudicado del todo frente el Brexit de Boris Johnson quien ha tocado fondo ayer (o por lo menos es de esperar) al comparar los votantes de aquel proyecto delirante con los valientes ucranianos, ahora mismo luchando contra uno de los ejércitos mas potentes del mundo…
…A Nicola Sturgeon y su gobierno le tocaba la histórica, muy seria y muy importante tarea de defender el proyecto europeo en las islas con el aval de la gran mayoría de los votantes de Escocia y plantar cara a Johnson y la Inglaterra pro-Brexit, y sin embargo no ha hecho nada sino ha tragado sin apenas rechistar.
Eso si, Sturgeon y los suyos son los primeros en apuntarse a cualquier buena causa fácil y mediática a bombo y platillo, de forma que, por ejemplo, Escocia no va a limitarse a acoger con sobriedad y sensibilidad a los refugiados ucranianos, sino que vamos a ser «super sponsors» (super patrocinadores) según Sturgeon, lo cual significa que vamos a hacer lo mismo que otros países en nuestro entorno solo poniéndonos una medalla mas grande que los demás.
El SNP lleva en el poder desde el 2007, y como es normal tras tanto tiempo, tenemos un gobierno autocomplaciente y decadente que, llegado a un momento muy importante para Europa, no ha estado a la altura de las circunstancias en mi opinion…
En cuanto a Stevenson, estoy de acuerdo, es el mejor escritor escoces de todos los tiempos….
Sturgeon es un político de libro. Lo primero en lo que piensa es en su supervivencia política. Arañó minutos de TV internacional debido a sus amenazas de secesión ante el brexit. Objetivo cumplido. Pero, una vez fuera de la UE, tiene cabeza para saber que la amenaza cae por su propio peso. Una Escocia independiente debería solicitar el ingreso en la UE, afrontar los gastos que conlleva la creación de un estado y a una UK vuelta de espaldas para todo. UK no deja de ser un socio preferencial para a UE, condición que no tendría Escocia por sí misma. Tampoco quedaría bajo el paraguas de la OTAN, ni siquiera dentro de la organización mundial de comercio. Su PIB se contraería hasta límites inimaginables y ella no volvería a presidir ni un quiosco. Su partido, como todos que aspiren mantenerse en la política rentabilizando el caladero nacionalista, depende de una equidistancia que puedan rentabilizar: reivindicar su condición diferente, pero manteniéndose dentro de la disciplina común. Seguirá en el cargo mientras pueda echar las culpas de todo a la gestión de Boris. Si se postula como responsable de un cambio, entonces deberá primero sustituir el apellido Sturgeon por Pigeon. Se le ve cómoda en el cargo.
Es decir, segun usted, el país cuyos autores han creado personajes tan universales como Jekyll and Hyde, Long John Silver, Peter Pan y Sherlock Holmes, cuyos pensadores como Adam Smith y David Hume han transformado el conocimiento humano, siendo celebres ambos hasta el día de hoy, y cuyos inventores y cientificos apuntan en su haber el tren de vapor, la bicicleta y la pencilina, sería incapaz de sobrevivir como Estado indepdendiente cuando lo es Malta o Latvia o Estonia…
…por favor, sea tan amable de dejar de hacer el ridiculo usted…
Me da que Lo4d está hablando de la posición de Sturgeon, pero el tema político me da igual.
A propósito de Adam Smith o Hume son filósofos, pero no tienen la talla intelectual de Kant, Hegel o Heidegger. Esos sí han transformado el conocimiento humano. Smith o Hume, no. De Hume nos enteramos que existe gracias a Kant y de Adam Smith gracias a Marx. Es como si alguien viene diciendo que Ortega es un filósofo universal. Pues va a ser que no. Soy español y tal, pero conviene no pasarse tres pueblos. A Hume no lo veo como un antecedente del Black Lives Matter. Más bien lo contrario.
No creo que Lo4 tenga mucha idea ni de Sturgeon, que sigue siendo muy popular en Escocia, ni de la situación política allí actualmente, y en todo caso, recurre a todos los tópicos de la prensa de Madrid para intentar convencerme de que es mejor que Escocia siga atado a un Inglaterra cuyo elite se ha vuelto loco al entregarse a un proyecto tan irracional como xenofobo como es el Brexit, y tan extremista que el Prime Minister Johnson el otro día ha comparado la Union Europea con el ejercito de Putin…
En cuanto a su lista de filósofos preferidos, dos de ellos que escribieron después de la Ilustración, y el tercero, Kant, que reconoció explícitamente una deuda con David Hume, me parece muy bien, pero es muy cansino oír una y otra vez que tu país natal seria incapaz de valerse solo en una Union Europea con pesos pesados a la mesa como Chipre y Malta como Estados miembros…
En cuanto al articulo, David Livingstone era escoces evidentemente y John Reskin al que alude el autor sera Ruskin el critico de arte, que era medio escoces, igual que John Stuart Mill, hijo del pensador también escoces, James Stuart Mill.
En fin, es algo pedante tener que matizar como he hecho aquí, pero la mitad de los nombres que salen en este articulo son de mi tierra, Escocia, que tiene una tradición intelectual que puede hablarse tu a tu con cualquier país de Europa…
Hume es una versión mejorada de Locke. Compararlo con Hegel o Heidegger es comparar a un matemático como R. Hooke con alguien de la talla de Newton o Euler.
Yo no he hecho comparación emtre Hume y Hegel, mucho menos con Heidegger, entre otras cosas porque no se puede comparar los que escribian ANTES que la revolución francesa de 1789 y la revolución industrial britanica unos 20 o 30 años antes, con los que escribian DESPUES. A partir de estos dos acontecimientos, estamos en la época moderna, antes, no.
En términos generales, lo que hacen los pensadores de la Ilustración escocesa, lo que no hacía Locke, ni Descartes, es pensar en el ser humano como animal social, no ya de forma abstracta, no ya en un modelo aislado y artificial, captado en el famoso «Pienso luego soy» de Descartes, o como hacia Rousseau o Hobbes, en «un estado de naturaleza» que nunca habrá existido segun los pensadores de a Ilustración escocesa, pues el ser humano siempre forma parte de una sociedad: es eso es el punto de partida de todo su proyecto…
De ahi que se considera que entre todos, pusieron los cimientos de las ciencias sociales de nuestro tiempo. Adam Ferguson es el que acuña la expresion «la sociedad civil» por ejemplo.
Cuando Thatcher viene a Edimburgo en el 87 y da un discurso notorio en el cual afirma que «no existe la sociedad, solo ls individous y sus familías» se entiende como un atentado contra todo aquel proyecto, toda una cultura intelectual nacional, y demuestra en todo caso, el abismo que hay entre la sensibilidad escocesa y Thatcher y los Tories…
En España, el gran ilustrado es Goya sin lugar a dudas, mucho más que un pintor, sino un pensador de primera fila, que de día está haciendo aquellos retratos de la familia real, pero de noche está haciendo los caprichos, que siguen más o menos a rajatabla el programa de los ilustrados, denunciando el oscuratinismo, la superstición, el fanatsimo religioso etc etc…. Hubiese hecho muy buenas migas con David Hume, que era ateo, cosa que le costó la cátedra en la Univesidad de Edimburgo…
El índice de impactos que cita Alminar tiene que ver con el número de documentos de investigación que genera la obra de alguien. Platón o Aristóteles, que vivieron mucho antes que Hume, siguen manteniendo un índice fabuloso, muy por encima de Hume. Kant, también. Hegel es el filósofo más influyente de los últimos 180 años, por encima de Hume. Y Heidegger desde hace casi un siglo es un acontecimiento cultural. La obra de Hume no consigue tantos impactos ni frente a los de ANTES (está por debajo de Descartes) ni respecto a los de DESPUÉS. No hay que darle vueltas. Lo mejor es enemigo de lo bueno. Puntúa muy por encima de Ortega, pero tampoco es para echar las campanas al vuelo. El tema que cita Rafa más abajo es un argumento falaz. Mayor población que Alemania tienen EEUU, Rusia, China o Japón y podemos contar sus filósofos más eminentes con los dedos de una serpiente.
Ah no me había dado cuenta de la referencia la estadística de la entrada arriba. Gracias.
Que los griegos sean los mas buscados es normal, ya que toda la tradición occidental de pensamiento parte de allí. Que Hegel sea el filosofo mas influyente de los últimos 180 años como dice usted, no me siento capacitado para opinar, pero uno de ellos, seguro que si.
Y que no lo sea Hume, por supuesto, tampoco he llegado a decir tanto. Del «literati» escoces de mediados del siglo XVIII, pues así se les llamaba, el que ha durado es Adam Smith pero como uno de los fundadores de ciencias económicas, no ya como filosofo, que es como el se consideraba…
Por cierto, eran todos Unionistas los literati, apoyaban la Union de parlamentos de 1707 con Inglaterra. Y como gran parte del mundo de la cultura en Escocia de los últimos 50 años ha desempeñado un papel muy importante en la campana para acabar con la Union, nadie sabe muy bien que hacer con Smith y Hume, y otros como Conan Doyle que apenas nadie cita ni reclama en Escocia…
En fin, hace falta una síntesis entre las dos ramas de la cultura, la que mira hacia Londres y la que mira mas bien hacia Escocia…la que tiende a lo anglo y la que hace a veces demasiado esfuerzos incluso en desmarcarse de todo aquello y centrarse en lo escoces…
Es una tension que existe en toda la cultura escocesa desde 1707, claro…
No me parece razonable pedirle a Escocia, que tiene cinco millones y pico de habitantes, que supere a Alemania en cantidad de filósofos, que tiene más de ochenta millones de habitantes. Con el rubro escritores e inventores, Escocia ya ha cumplido con la humanidad. (Me sumo
a la opinión de que Stevenson es el mejor, hay que leer “El club de los suicidas”’es extraordinario) Y si hablamos de gaiteros, no te digo nada. Cada vez que escucho una gaita escocesa me dan ganas de invadir Inglaterra.
Escocia. Como si dijeran Andalucía, Bretaña, Baviera o Sicilia. Estupideces.
Por mucho que pretendan vestir esa mona con ropa laica y moderna el problema es que la mona siempre acabará siendo lo que es, una mona nacionalista discutiendo quién la tiene más larga.
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