Todas las buenas novelas, como las familias felices de Leo Tolstoi, se parecen. Todas intentan entender esa misteriosa y torturada criatura que se llama a sí misma —pecando a partes iguales de arrogancia e ingenuidad— «homo sapiens». Todas plantean —y ninguna resuelve— preguntas que nos han agobiado desde que nuestro primer antecesor alzó los ojos al cielo para contemplar el inmenso, incomprensible firmamento. Todas mueven a sus héroes y heroínas por el delgado filo que separa el cielo y el infierno.
Y todas saben como arrancar.
Cuando la pequeña princesa Salomé vio la luz, me costó reconocer en ella a una criatura humana […]. Era una bola rojiza con el pelo pegado y costras amarillentas en la cabeza. La cara tenía un color amoratado […]. Me pareció aún más deforme e indefensa que los terneros recién paridos que se ponen en pie patosamente al poco de salir.
¡Un momento! Una de las pocas cosas que sabemos de Salomé, la princesa que, tras bailar para el Tetrarca Herodes Antipas, exige como recompensa por su exhibición la cabeza del Bautista, es que se trata de una mujer bellísima. Y, sin embargo, la narradora de El papiro de Miray, nos la presenta, en las primeras líneas, como un ser deforme e indefenso, que inspira a la vez compasión y un punto de repugnancia.
Pero, ¿quién es Salomé? Se trata, de hecho, de un personaje menor, dibujada con unos pocos trazos en el Nuevo Testamento:
Pero cuando llegó el cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías bailó delante de la compañía y agradó a Herodes, de modo que él prometió con un juramento darle cualquier cosa que ella pudiera pedir. Impulsada por su madre, ella dijo: «Dame la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja». Y el rey se entristeció, pero a causa de sus juramentos y sus convidados mandó que así se hiciera. Envió a decapitar a Juan en la cárcel, y le trajeron la cabeza en una bandeja y se la dieron a la niña, y ella se la llevó a su madre.
Es, de hecho, un rol tan secundario el suyo, que ni Marcos ni Mateo se molestan en ponerle nombre, refiriéndose a ella simplemente como «la hija de Herodías» (sabemos como se llama gracias a las Antigüedades Judías, de Flavio Josefo). En cuanto a sus motivaciones, los evangelistas también son escuetos. La muchacha actúa impulsada por su madre, de quién sabemos que odia a Juan por reprobar públicamente su relación con el Tetrarca. ¿Pero qué clase de madre es esa, qué relación hay entre ambas, para que la joven acepte ser partícipe de un crimen de tamaña magnitud?
Nada más nos dicen de ella los evangelios. ¿Quedó destrozada para siempre por su participación en un crimen? ¿Estaba ya traumatizada y por eso se avino a ser cómplice de tan brutal asesinato? ¿Era la muchacha —como nos relata Miray, la sirvienta cuyas memorias tejen el hilo narrativo de la novela—, un ser deforme e indefenso, en otras palabras un monstruo, una versión femenina y bellísima del Minotauro, perdida en el laberinto en el que la había encerrado su madre, inocente y a la vez capaz de matar a sangre fría?
Salomé es un misterio y ese misterio ha intrigado a no pocos artistas. La escena de la danza y posterior decapitación del Bautista ha sido recreada por pintores inconmensurables como Tiziano y Caravaggio, por poetas de la talla de Rubén Darío y Eugenio de Castro y, cómo no, por el gigante de la literatura que fue Oscar Wilde.
Es decir, todos hombres. Y esa perspectiva masculina ha acompañado a la infeliz princesa a lo largo de los milenios. De una manera u otra, la imagen de Salomé, la seductora Salomé, la pérfida Salomé, se perpetúa en retratos y poemas, hasta llegar a la sublime obra teatral de Wilde. Sublime, como todo lo que escribió el malogrado artista, por la belleza exuberante, asombrosa, de la narración. De hecho, Guadalupe Arbona, la autora de esta novela, recurre a una exquisita treta narrativa, para deslizar en el relato algunos de los párrafos más líricos de Wilde:
Tengo un collar de perlas de cuatro vueltas. Son como lunas encadenadas con rayos de plata. Como cincuenta lunas apresadas en una red de oro. Las llevó una reina sobre el marfil de su pecho. Serás hermosa como una reina cuando te las pongas. Tengo amatistas de dos clases: unas, oscuras como el vino y otras, rojas como el vino que ha sido coloreado por el agua. Tengo topacios amarillos como los ojos de los tigres, y topacios rosados como los ojos de una paloma torcaz, también topacios verdes como los ojos de un gato. Tengo ópalos que arden siempre como una llama glacial, ópalos que entristecen las mentes de los hombres y que tienen miedo a las sombras. Tengo piedras de ónix que son como los ojos de una mujer muerta. Tengo selenitas que cambian cuando cambia la luna y palidecen con el sol. Tengo zafiros grandes como huevos y azules como flores. El mar se mueve en su interior y la luna nunca llega a turbar el azul de sus olas.
Con ese poder de evocación, con ese divina prosa, no es de extrañar que el lector no caiga en la cuenta de que la Salomé de Wilde responde al eterno arquetipo de mujer malvada, que, con muchas variantes —Eva, Dalila, Jezabel, Atalía, Gomer, Safira, la mujer de Job, la prostituta sin nombre que porfía por el bebé de otra y es desenmascarada por Salomón— nos ofrecen los textos bíblicos. Si en los evangelios, Salomé exige la cabeza del Bautista por instigación de su madre, en la obra de Wilde, la heroína se mueve motivada por un amor enfermizo y descarriado que la lleva a cometer el crimen por puro despecho.
Guadalupe Arbona es profesora de literatura y escritura creativa en la Universidad Complutense de Madrid, así que los recursos literarios, como el valor de los militares, se le suponen, pero aún así, el primer reto que se plantea en su novela —romper el cliché milenario de la Bella, Banal y Malvada—no es baladí. Su estrategia para conseguirlo es plantear desde el principio una novela donde (casi) todos los personajes principales son mujeres.
¡Y qué mujeres! La primera parte describe con gran lujo de detalles a la terrible Herodías, un personaje que nos recuerda a una versión siniestra de Bovary o Karenina, caprichosa e inconsciente, torturada, irascible e infeliz, como ellas. El contrapeso a semejante fiera lo ofrece la dulce y reflexiva Miray, cuya mirada, en la primera parte de la obra, evoca la de Nick Carraway en El Gran Gatsby. Al igual que el lector ve a Gatsby a través de los ojos de Nick, Arbona nos presenta a Salomé —bebé indefenso, niña tímida y maltratada por una madre caprichosa y dominante, adolescente acomplejada, incapaz de resistir los caprichos de Herodías— a través de la narración de su criada, confidente y amiga. Hay una tercera protagonista, la arqueóloga Angels, descubridora y traductora del papiro que escribe Miray dos mil años antes. Su punto de vista es el de un alma destrozada por el dolor —la pérdida de su marido la ha aniquilado— que encuentra la redención conectando con otra mujer, una mujer que lleva veinte siglos muerta. Este trío se ve complementado por muchas otras mujeres, incluyendo nada menos que a María Magdalena. Arbona no necesita más para ofrecernos una perspectiva en la que Salomé ni es un simple peón sin voluntad, ni tampoco una belleza desquiciada, sino una inquietante combinación de víctima y verdugo, arrastrada por la voluntad de su madre, pero no ignorante de las consecuencias de sus actos.
Pero si la primera parte de El papiro de Miray examina el personaje de Salomé, ofreciéndonos una visión que va más allá del arquetipo en el que estaba encasillada, es en el desarrollo posterior, donde la obra que nos ocupa ofrece lo que, sin duda, es otra característica común de todas las buenas novelas. Una vuelta de tuerca.
El asesinato del Bautista destroza la vida de Miray. Apabullada ante la magnitud del crimen que ha cometido su pequeña —Miray se ve a sí misma como su hermana mayor, pero en realidad su devoción por Salomé es la de una madre abnegada— la sirvienta huye y acaba encontrando refugio entre los seguidores de cierto profeta, que resulta ser nada menos que el primo carnal de Juan. Miray no es judía y describe magistralmente su perplejidad inicial al tratar con esa extraña gente:
Los galileos, y los judíos en general, eran difíciles de someter. Solo estaban pendientes de los mandamientos y, además, la relación con su dios no era tranquila. Lo buscaban, lo increpaban, lo llevaban a juicio. Una pesadilla para los gobernantes. Todas estas cosas las descubrí años después, en estrecha convivencia con ellos. Eran cabezotas e ingobernables. Estaban siempre en batalla con su dios. No se daban tregua.
Pero esa misma gente indómita la acoge y, en parte, la sana. No del todo. Hay una llaga profunda en Miray que no se cierra —una llaga de la que se hace eco, dos mil años más tarde Angels, incapaz de recuperarse de la muerte de su marido— y el texto nos lleva a comprender una atrevida proposición que, en palabras sencillas —Arbona lo hila de manera mucho más sofisticada— podríamos enunciar así: hace falta encontrarse con el Bien, para superar la herida del Mal.
Entender el Mal ha sido y sigue siendo una de las obsesiones de la literatura y no sin razón. Veinte siglos después de la destrucción del segundo templo, los descendientes de aquellos judíos difíciles de someter, serían exterminados en el Holocausto. Quizás nunca antes en la historia, el Mal se había escrito con letras tan mayúsculas como en Dachau, Auschwitz o Treblinka. Y a la vez, quizás nunca antes, las razones de ese Mal nos habían dejado tan perplejos.
En 1961 Adolf Eichmann es juzgado, condenado y posteriormente ejecutado en Israel, como criminal de guerra. En 1963, Hannah Arendt, una de las corresponsales presentes en el juicio, publica una obra clave, en la que plantea la hipótesis de la banalidad del mal. Según Arendt, Eichmann no era ni antisemita, ni sádico, ni un psicópata como el repugnante Amon Göth de “la lista de Schindler”. Por el contrario, era un simple burócrata que cumplía órdenes sin reflexionar sobre sus consecuencias.
Fue como si en aquellos últimos minutos [Eichmann] resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.
Nos es dado sospechar que la profunda depresión en la que sume Miray tras el asesinato del Bautista, tiene mucho que ver con esa impotencia frente a la banalidad del Mal. Ha visto rodar la cabeza de un santo por razones baladíes. La estúpida arrogancia de Herodías, la soberbia del Tetrarca que ofrece un premio excesivo por una simple danza y luego carece del valor para retractarse, la necesidad que siente una adolescente en congraciarse con su madre. Ese Mal gratuito, innecesario e irreparable la sume en un estado cercano al de la desesperación, no solo por el acto en sí, sino por sus reverberaciones. Hay una conexión espeluznante entre el hacha que sesga la vida de Juan y el gas venenoso que asfixia a millones de niños en los campos de concentración nazis.
Miray solo encuentra la redención cuando se da de bruces contra el exacto opuesto de ese Mal Banal, el Bien Absoluto. En el capítulo central de la novela, nuestra heroína es testigo presencial del encuentro entre Jesús de Nazaret y la viuda de Naín. Arbona recrea, magistralmente, uno de los pasajes más bellos —y misteriosos— del Nuevo Testamento. Jesús se cruza con una comitiva fúnebre, que lleva al cementerio al único hijo de una pobre viuda. Trágico, sí —el muchacho ha muerto en la flor de la vida, la madre se queda sin nadie en el mundo— pero una tragedia cotidiana, humilde, se diría que insignificante.
No para el Nazareno, al que el dolor de esa pobre mujer, de esa madre desolada, hiere en carne propia. Jesús hace suya la tragedia de la viuda, se abre a su dolor en exacta oposición a todos los Eichmann, todos los Göth, todas las Herodías de la historia, se acerca a ella y le dice: «Mujer, no llores».
Miray contempla atónita la escena y luego ella misma es bañada por esa compasión oceánica de la que hace gala el profeta, una mirada que parece alcanzar al lector, ofreciendo, si no una explicación —quizás estemos condenados a que el Mal nos asedie por toda la eternidad, quizás la única explicación de ese Mal es que el Infierno es aquí— al menos si un bálsamo, o un antídoto, o una esperanza. Si esto es el Infierno, también puede ser el Paraíso.
En la tercera parte asistimos al reencuentro de Miray y Salomé. Una vez más, resulta imposible sustraerse al fantasma de Wilde. Como Dorian Grey, una vez que el espejo se rompe, el cuerpo de Salomé refleja su depravación y no podemos por menos que compadecernos ante su amargo destino. Víctima y verdugo, ha pasado su vida penando y cuando se encuentra con su antigua criada, es poco más que un esperpento. La última vuelta de tuerca de la novela se nos ofrece cuando Miray transfiere ese bien que se le ha hecho a la arruinada princesa. De nuevo la fórmula, «Mujer, no llores», es pronunciada y de nuevo la compasión ofrecida como camino de redención. Una compasión capaz de curar incluso a la arqueóloga que laboriosamente traduce el papiro, veinte siglos más tarde.
En la escena central del libro, cuando Jesús se compadece de la viuda de Naín, una autora con menos agallas que Guadalupe Arbona, habría descrito el milagro que sigue a ese «Mujer no llores», argumentando implícitamente que el Bien puede derrotar de manera definitiva al Mal y probando su tesis con el subsiguiente milagro. Según los evangelios, el hijo de la viuda resucita. Pero esa escena no aparece en El papiro de Miray y la intención de su autora no puede estar más clara. No hace falta, parece decirnos, un milagro para creer que, a pesar de todo, esa esa misteriosa y torturada criatura que se llama a sí misma —pecando a partes iguales de arrogancia e ingenuidad— «homo sapiens», esa especie irascible y sanguinaria, esa banda de monos locos, estos corazones que hierven en el Averno, nosotros, todos nosotros, podemos redimirnos.
Este texto corresponde al prólogo de la novela, de Guadalupe Arbona, El papiro de Miray, editada por Jot Down books.
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