(Viene de la primera parte)
A la pregunta evidente, qué pudo haber descubierto De Mauro que le costara la vida, pocos podían responder sin añadir más confusión excepto quien le había proporcionado el grueso del material explosivo, un político de la Democracia Cristiana llamado Graziano Verzotto y que había presidido el EMS —Ente Minero Siciliano—. Verzotto, hombre próximo a Mattei y antiguo partisano con mucho vaivén ideológico, había sido el relaciones públicas del ENI antes de ocuparse del EMS. Le unía una vieja amistad con el periodista, quien no dudó en realizar favores profesionales bien pagados a través de artículos en su diario, dentro de una campaña contra el nuevo dirigente del organismo petrolífero, un tal Eugenio Cefis. El director de L’Ora, que recibiría presiones del otro lado, trasladó a De Mauro a la sección de Deportes, cosa que dificultaba la colaboración que le pedía Verzotto, contra la ENI y a favor del oleoducto Argelia-Sicilia. Este encaminó al periodista hacia el brazo derecho de Cefis en Sicilia, Guarrasi, convencido de haber visto a Mattei en los días previos al accidente. La mayoría de versiones periodísticas dibujan un perfil mucho más siniestro del Verzotto que en 1998 largó cuanto sabía —o dijo saber—en una declaración al magistrado Calia, como complemento a su declaración espontánea de 1996.
Si es cierto que la mafia ejecutó al periodista, no puede negarse que la amistad de Verzotto le resultó tan fatal como a Mattei, aunque la declaración del senador de la DC sirve al menos para confirmar que el guion definitivo de la película de Francesco Rosi omitió la tesis inicial del sabotaje que culpaba a Cefis y a Guarrasi. A partir de la desaparición de De Mauro, continúa la trama de despistes, organizaciones secretas y ambiciones empresariales ligadas a la mafia o a corrientes de desestabilización política; unos y otros manejan ingentes sumas de dinero negro destinado no solo a sufragar las actividades ilegales sino también a enriquecer a sus artífices. Entre 1970 y 1994 parece que estos criminales excelentes pudieron ocuparse de sus negocios y preocuparse exclusivamente de sus rivales… hasta cierto punto. En 1979 fue asesinado el policía Boris Giuliano, jefe de la brigada móvil de Palermo, que investigaba el tráfico de heroína dirigido por la Cosa Nostra (la Pizza Connection) y, especialmente, la desaparición de Mauro De Mauro. Considerado un héroe nacional, en 2016 se estrenó en Italia una serie dedicada a su figura y a sus investigaciones: Boris Giuliano, un poliziotto a Palermo.
En 1994, Calia reabre el caso Mattei, que vincula con la desaparición del periodista, planteando claramente la hipótesis de que fue eliminado para cubrir el secreto de la muerte de Mattei y sus compañeros de viaje.
Quién dio la orden y por qué resulta claro cuando abre el expediente que la policía judicial de Pavia elaboró en torno a las investigaciones practicadas en Palermo. A partir de aquí el nombre de Eugenio Cefis adquiere protagonismo y es el hilo que une a los tres protagonistas del libro: Mattei conduce a De Mauro, y al revés, y la muerte de ambos a la de Pasolini.
Son muchos los capítulos impresionantes que describe esta crónica, aunque los italianos hayan integrado —que no normalizado— tanto el impacto de la acción criminal de la mafia como el de las declaraciones de los arrepentidos en los grandes procesos durante los cuales negociaron la suavización de sus condenas a cambio de la revelación de crímenes, nombres, lugares y vínculos de unos con otros. Los autores se asombran de que después de tantos años de investigación, buscando también a los mandantes «institucionales», es decir, ligados a través de organismos empresariales al Estado, el único imputado fuese el mafioso Totò Riina, considerado cerebro de la maquinaria mafiosa, que sirvió para ocultar al cerebro civil de los crímenes.
El delito Pasolini, hundido en el fango
Escribir sobre Enrico Mattei y Mauro De Mauro en relación con las circunstancias que determinaron su muerte no es difícil: hay una trama lineal que conduce desde sus respectivas actividades profesionales hasta el momento en que las ambiciones del primero y las averiguaciones del segundo tropiezan con el poder en la sombra que ordena su sentencia a muerte. Acabaron con la vida de un dirigente empresarial con poder político y con un periodista de investigación de pasado muy colorido. Escribir sobre Pasolini es más arduo porque de él puede decirse que es un universo. Hoy, cuando se tiene una idea más clara de qué sucedió y quién estaba detrás del crimen, comprendemos que no pocas de las facetas que componían su personalidad pública eran y son irrelevantes a propósito la investigación sobre su asesinato.
En 2016, Michele Metta añadió información muy importante al caso Pasolini gracias a nuevos hallazgos fruto de la desclasificación de numerosos documentos de la CIA durante la presidencia de Donald Trump. Metta descubrió que en Roma, bajo la cobertura de un polo empresarial, lleva a cabo sus operaciones el Centro Mondiale Commerciale, que resulta ser la rama italiana de la Permindex, empresa norteamericana con fuertes vínculos secretos con la CIA.
La CMC tenía su sede legal en la Plaza de España 72/a, en Roma, exactamente el mismo lugar donde se formó el núcleo inicial de la logia masónica P2. […] En este mismo lugar se fundó otra logia masónica, la Hod, de la que fue miembro Licio Gelli y que la Comisión Anselmi identificó como antesala de la P2. El CMC era financiado por la banca extranjera, así como por la banca italiana BNL, la misma que financiaba a Eugenio Cefis y más tarde la P2.
En 1975, Pasolini rodó la película que iba a tener un papel imprevisto en su muerte, Salò o los 120 días de Sodoma. El asesinato del cineasta llenó los periódicos de todo el mundo y la tesis oficial según la cual la pelea entre dos homosexuales, uno de ellos un chapero de diecisiete años, el otro un famoso y polémico director de cine y escritor en la cincuentena, había «terminado mal» —porque el menor se negó a una prestación sexual que el otro reclamaba—, caló en la opinión pública como creíble dentro de la supuesta lógica imperante en el submundo de la prostitución masculina romana.
Hasta qué punto estaba arraigada la imagen de un Pasolini frecuentador de arrabales y arrabaleros, y por eso pareció lógica su muerte, lo demuestra un apunte que Sam Shepard dejó en sus notas de la gira con Bob Dylan, Rolling Thunder, al tener noticia del hecho. Para Shepard, como para muchos americanos entonces, Pasolini era un antisistema, o contracultural, semejante a ellos aunque su homosexualidad beligerante lo distanciaba en posiciones que lo hacían indescifrable.
Lo que el tiempo ha demostrado es que lo indescifrable de Pasolini es su obcecación en tener la última palabra, en ser preciso, como cuando durante el parón que él y varios cineastas impusieron al Festival de Venecia de 1968 le respondió al periodista que lo entrevistaba: «Yo soy un revolucionario, no un contestatario». Lo indescifrable es su afán polemista que matiza con la complejidad de sus reflexiones y formulaciones intelectuales, en aparente contraste con la sencillez del argumento y de los personajes de sus películas, sólidamente instalados en la tradición europea (los mitos de Edipo y Medea, el Cristo del Evangelio según Mateo, la simbología cristiana en Accattone y Teorema). Otra verdad demostrada con el paso del tiempo es que Pasolini fue uno en la lista de cadáveres excelentes que marcaron las décadas 1950 a 1970 del siglo XX italiano.
Cadáver excelente parece una traducción muy acertada del cadavre exquis surrealista, porque señala tanto la muerte de figuras de relieve, sean políticos o dirigentes de industrias estratégicas, jueces íntegros, periodistas tenaces o intelectuales desafiantes, como el impacto mental resultado de relacionar elementos en principio muy disonantes, como Pasolini, un chapero malavitoso y un coche de lujo, o un editor riquísimo (Giangiacomo Feltrinelli), un grupúsculo guerrillero y una torre de alta tensión, o un directivo ambicioso (Mattei), un directivo con vínculos mafiosos (Cefis), un gaseoducto y la «administración» norteamericana.
Las circunstancias de la muerte de Pasolini y el misterio alrededor de la investigación han fijado su perfil de artista e intelectual volviéndolo inatacable. Hasta donde sé, le han ahorrado los ataques que no hace mucho recibía en efigie el poeta Jaime Gil de Biedma a cuenta del menor filipino prostituido. No he leído ningún texto digno de interés —ni lo contrario— discutiendo que Pasolini tuviera tanto que decir contra el aborto o el divorcio y tan poco contra la prostitución de menores, ni que analice lo que había de injusto en sus críticas a los estudiantes de mayo del 68 o de discutible en las puntualizaciones que haría más tarde, cuando el francés Jean Duflot lo puso contra las cuerdas con sus inteligentes preguntas recogidas en Conversaciones con Pasolini — traducidas por J. Jordá y publicadas en 1971, después de un tira y afloja con la censura, por Jorge Herralde en la colección Cinemateca Anagrama—.
Nadie saca punta a sus críticas maximalistas al consumismo de la Italia posneorrealista ni a su estratégica ocultación de la novela Amado mío porque su contenido podía perjudicar a su perfil político. Las escasas críticas que pueden encontrarse son de adversarios personales, y de muy bajo nivel. Quien tenga curiosidad puede echarle un vistazo a Giornate di Sodoma, Ritratto di Pasolini e del suo ultimo fin, de un escritor relativamente conocido en Italia y actor llamado Uberto Paolo Quintavalle, intérprete de uno de los burgueses de Salò. Quintavalle se hace eco de uno de los muchos rumores sórdidos que circularon: que Pasolini preparó su muerte, que fue un suicidio por mano ajena. En manos de un gran artista—y no faltaban en teatro o en cine en esos años de innovación formal—, un argumento de este calibre habría dado una obra maestra; en las de Quintavalle resultan en una sucesión de banalidades hiladas con mala fe.
Una crítica más pertinente es la que el actor Terence Stamp hacía muchos años después sobre el poco dinero que recibió de una película tan exitosa como ha llegado a ser Teorema (1968), de la que era el protagonista central y a la que aportó el eros moderno que el argumento reclamaba. Dentro de la serie Sinceramente, no sé qué puñetas pintaba yo en esa película incomprensible, Stamp explica que los productores y Pasolini fueron a llorarle por el escaso presupuesto que tenían y lo engatusaron para participar por casi nada, y a cuenta de nada en el futuro, en un film de argumento por lo menos críptico. (Otros divertidos capítulos de esta hipotética serie incluirían al inglés David Hemmings asegurando que seguía sin entender de qué iba Blow Up, de Antonioni, aunque sí entendió que catapultó su carrera; o a Jane Fonda revelando que participó en Tout va bien, de Jean Luc Godard, película insufrible y comunista, por un contrato previo que la ataba a tal productora).
Hostigamiento judicial
Hay que leer lo que el respetado biógrafo Enzo Siciliano escribe sobre el sentido brechtiano de Saló, película inspirada en la novela de Sade, para comprender las distancias que separaban a Pasolini y a un público de miras más amplias del espectador común, ese que acudía al cine a ver a sus estrellas favoritas y que en cierto momento podía ir atraído por el renombre de un director como Pasolini, aunque en otros casos iba decidido a escandalizarse y a poner luego una de las decenas de denuncias por obscenidad o ataque a las buenas costumbres que le amargaron la vida. Ya en el libro dedicado a sus avatares judiciales, coordinado por su amiga la actriz Laura Betti, Pasolini: cronaca giudiziaria, persecuzione, morte, (1977) se afirma que «Pasolini no habría sido denunciado tantas veces de no haber existido al principio de su carrera literaria el proceso de Casarsa», el que en 1949 le obligó a trasladarse con su madre a Roma para eludir el escándalo por corrupción de menores. Este libro subrayó el aspecto político del itinerario judicial del escritor al recordar que «la DC y el PCI se lanzaban la pelota según un ritual establecido: el PCI acusaba al escritor de aberración (en sentido etimológico) ideológica, la Democracia Cristiana lo enviaba a juicio por obscenidad (es decir, por aberración moral)».
En Vida de Pasolini (1978 y 2005), Siciliano define Saló o los 120 días de Sodoma como una «especie de ensayo crítico en imágenes». El tema sadiano se asume como «provocación intelectual» y en la adaptación pasoliniana ha de entenderse «la mentalidad concentracionaria nazifascista como instigadora de violencia». La reflexión del biógrafo resume la trayectoria de Pasolini desde su inicio corsario, es decir disidente, hasta su última faceta, donde el argumento de Salò transmite una «mística de la aniquilación». Lo significativo es cómo en la última escena de su vida, la que tiene lugar en el Idroscalo el 2 de noviembre del 75, la actuación tanto de los agresores como de los que ordenaron la emboscada y su muerte verifican la tesis de Pasolini cuando afirmaba que «el poder es anarquía; el poder quiere abolir la historia y someter la naturaleza. Historia y naturaleza pueden ser abolidas y sometidas a través del sexo».
Aunque estas palabras se presten hoy a interpretaciones, el contexto de 1975 no daba lugar a dudas de lo que el escritor quería decir. Sobre todo porque llevaba años repitiéndolo. De ahí que al conocer su muerte muchas personas se negaron a creer, por demasiado fácil, la versión oficial de un chapero menor de edad y el cineasta perverso escenificando la Pelea a garrotazos de Goya. La prueba de esta incredulidad es el número de «investigadores» que a título personal dedicaron durante años tantas energías a buscar pruebas que demostraran la hipótesis de una ejecución en que las preferencias sexuales de su víctima —como expresó abiertamente Sergio Citti: «toda Italia conocía que le gustaban los chavalitos»— se utilizaron como cebo primero y como cortina de humo después. Si en el caso De Mauro se difundieron rumores para enfangar su imagen una vez desaparecido —como asegurar que estaba implicado en el tráfico de drogas en lugar de que había conseguido información sobre dicho tráfico—, la imagen de Pasolini estuvo desde 1949 sometida al agotador rosario de denuncias y procesos judiciales que puntuaron toda su carrera: más de treinta, desde La ricotta en 1966 hasta 1977 cuando, ya muerto, se levantó el secuestro de Salò.
Los años bastardos: los violentos 70
En Profondo Nero, el capítulo dedicado a El delito Pasolini, arranca cifrando los años 70 en Italia: «los años de plomo: emboscadas, tiroteos, violaciones, secuestros, matanzas de Estado, enfrentamientos entre manifestantes y policía, con carabinieri y hombres de los servicios secretos infiltrados en las células estudiantiles, en los grupos armados, para investigar y observar, pero también, llegado el caso, financiar o, peor aún, «orientar» las acciones armadas». (p.189)
Dos casos famosos que parecían propios de la crónica de sucesos ocultaban un sustrato político: la violación en 1973 de Franca Rame, mujer de Dario Fo, por cinco chavalotes de extrema derecha que, según el juez Salvini, que trabajaba sobre la «subversión negra», fue sugerida por oficiales de los carabinieri de una división estrechamente ligada a los neofascistas. Estos grupos estaban involucrados en el tráfico de armas y en el doble juego de la provocación en los ambientes de izquierda, eran informantes de la policía y delincuentes de poca monta en contacto con la malavita. Los investigadores, profesionales o espontáneos, del homicidio Pasolini encontrarían estos mismos elementos en diferentes dosis.
Esa Roma ultraviolenta sufría la debacle económica provocada por la primera crisis del petróleo, que arrancó en el 73 cuando los países de la OPEP redujeron su producción para exigir un porcentaje mayor de beneficios.
Otro caso conmocionó aún más a Italia, y resuena hasta nuestros días —como comprobarán los lectores de La ciudad de los vivos, la muy recomendable crónica novelada de Nicola Lagioia sobre un asesinato sin móvil aparente en la Roma de 2016—: el crimen del Circeo. En septiembre de 1975, tres chicos bien, «neofascistas del Parioli», un barrio de clase alta romana, sometieron en el chalet de uno de ellos a dos chicas de clase trabajadora, a las que habían invitado a pasar la tarde, a una sesión de treinta y siete horas de violaciones, insultos y torturas que terminó con una ahogada en la bañera y la otra, medio muerta y traumatizada de por vida. Esta, Donatella Colasanti, consiguió llamar la atención de un vigilante nocturno desde el interior del maletero donde los valientes muchachos las habían encerrado cuando salieron a zamparse unas pizzas.
La conmoción por el crimen y el perfil de los protagonistas tuvo gran eco, con intervenciones en la prensa de firmas de postín, como la de Italo Calvino. Pasolini se situó como siempre donde nadie esperaba: atacó a Calvino juzgando su postura fácil y cómoda para la izquierda al equiparar burguesía y fascismo y señaló que en las borgate también eran habituales los asaltos y la violencia desbocada. Acto seguido hizo una crítica radical de la corrupción de la juventud en su conjunto, que atribuyó a la nueva cultura consumista, la que ofrecía a manos llenas lo superficial y negaba lo necesario: escuelas, hospitales, trabajo, cultura de calidad… Esta acusación tenía lugar el 30 de octubre desde Il Mondo. Calvino no quiso entrar al trapo y cuando pudo responder, desde el Corriere della sera, ya fue con el cadáver de Pasolini sobre la mesa de autopsias.
Aunque parezca que nos desviamos del foco de este artículo —quiénes y por qué mataron a Pasolini, qué hipótesis propuso cada «detective» y por qué—, hablar de la última carta de Calvino sirve para demostrar cómo Pier Paolo Pasolini llevaba a sus contrincantes contra las cuerdas hasta obligarlos a manifestarse sobre asuntos que preferían esquivar o tratar vagamente. Calvino conviene en su carta, que es también obituario, que Italia corría el riesgo de convertirse en una «periferia colonial, una enorme barriada desocupada y violenta». Está hablando por fin de crisis y desocupación, de violencia provocada con fines desestabilizadores, de la sumisión del país a los intereses norteamericanos. Y cuando escribe que el gran mérito del Pasolini escritor, «que siempre quiso ser a la vez hombre de escándalo y moralista, es haber planteado el problema de una moral nueva que incluya también las zonas de la experiencia consideradas «oscuras» y que la moral y la ideología tienden a excluir», está hablando no de homosexualidad sino de sus aledaños silenciados: marginalidad, prostitución, denigración.
Aún después de su muerte, Pasolini continuaba interpelando.
(Continúa aquí)
Nota: Los textos que aparecen entre comillas son citas traducidas del italiano, procedentes bien de los dos libros aquí citados o bien de los innumerables artículos consultados.
Libros y articulos:
Profondo nero: Mattei, De Mauro, Pasolini, un’unica pista all’origine delle strage di stato, de Giuseppe Lo Bianco y Sandra Rizza. Editorial Chiarelettere, Milán, 2009 (hay nueva edición de 2020).
Il caso Mattei. Le prove dell’omicidio del presidente dell’Eni dopo bugie, depistaggi e manipolazioni della verità, de Vincenzo Calia y Sabrina Pisu, Milán, 2017.
Marika Martina, Petrolio di Pasolini nella rilettura del magistrato Vincenzo Calia, «Bibliomanie. Letterature, storiografie, semiotiche», 48, no. 3, diciembre 2019.
«Delito Pasolini. Nuove testimonianze», La Repubblica, 05-05-2010.
Boris Giuliano – Perfil en wikipedia.it lleva a información más completa.
Egidio Ceccato, «Le memorie di Graziano Verzotto, ovvero l’arte di mentire senza ritegno» (Las memorias de Graziano Verzotto, o el arte de mentir sin moderación), publicado el 17 noviembre de 2020 en el blog Anpi Padova.
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