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‘Malas mujeres’: erigirse la voz desde el silencio de la historia

Malas mujeres, de María Hesse. Imagen Lumen
Malas mujeres, de María Hesse. Imagen: Lumen.

Pongamos que nos encontramos en un concurso de preguntas y respuestas rápidas, una mezcla de esos test de personalidad en los que hay que decir lo primero que se nos pasa por la cabeza, versión Trivial culturilla general. A jugar:

Si yo digo Juana, ¿vosotros decís? «La loca».

¿Si digo Amy Winehouse? «La yonqui».

¿Si digo Maléfica? «La bruja».

¿Si digo Pandora? «¡La caja! ¡La caja! ¿Qué caja? Ah, sí, de todos los males de la humanidad».

¿Si digo María? «La virgen» o «la Magdalena». La santa o la puta. La madre o la otra: a veces la prostituta (redimida), la pecadora (salvada), a la que le sacaron siete demonios del cuerpo; a veces la penitente, la «apóstol de los apóstoles», la que encuentra el sepulcro de Jesucristo vacío, pero la que no dice ni esta boca es mía en ninguno de los evangelios canónicos ni corre mejor suerte en los apócrifos; la que tiene toda la cara de la virgen María cuando se la representa en tallas de imaginería, pero dejándole de vez en cuando que enseñe un hombro o luzca pelazo para diferenciarla de la madre de Dios. La otra, porque no hay consenso sobre quién o cómo era, porque es secundaria, porque a las mujeres, por regla general, solo se nos está permitido ser una cosa, en todas las acepciones que ello conlleva. 

Game over.

Contra esta imposición se rebela la ilustradora y autora María Hesse en Malas mujeres (Lumen, 2022), una obra en la que lo comunitario se entremezcla con lo concreto, e incluso con lo autobiográfico, para poner de manifiesto las estrategias de descrédito, control y silenciamiento que a lo largo de los siglos ha recaído sobre las mujeres que han sacado un poco los pies del tiesto.

Bajo una edición impecable en términos estéticos (un festival para la vista y para el tacto, hay que decirlo), con rojos, morados y negros vibrantes y las primeras letras de capítulos hermoseadas como si de un cuento se tratase, se esconde una obra compleja. Compleja por la dificultad que entraña el querer aportar luz a las grietas y los espacios oscuros de los lugares comunes concernientes a lo femenino. Es lo que tienen los lugares comunes: que se dan por concluidos, por ya hechos, finalizados, indiscutibles, por la realidad en sí.

Promulgar ideas que rompan los cimientos de eso que damos por asentado es un ejercicio necesario, pero muy arriesgado, porque obliga al que está recibiendo la información a hacer examen de conciencia de lo propio, de lo circundante, de lo cotidiano. Porque nos dejan sin suelo firme, y a nadie le gusta esa sensación. Por ello, quien se enfrenta a esta tarea tiene que tirar de mucha argumentación y bibliografía para que su esfuerzo sea visto como significativo, justificado, y no se quede en el cajón de sastre de lo anecdótico. Todavía más si quien lo dice o lo escribe es una mujer (si esto le parece a alguien una afirmación gratuita, le invito encarecidamente, incluso más que al resto, a que siga leyendo, o que le eche un vistazo a Cómo acabar con la escritura de las mujeres de Joanna Russ).

María Hesse debe saberlo, tanto desde lo experiencial como desde lo teórico. Y por eso ha realizado una investigación extensísima, mucho más extensa de lo que ha podido recoger en el libro, para crear un relato sólido en torno a los falsos mitos de lo que se nos ha dicho que significa ser una mala mujer. O una mujer, a secas. 

El resultado no es profundo, más bien lo contrario. Pero esto no es malo. Es superficial no como sinónimo de vano ni de insignificante, sino de sacar a la superficie los resultados de sus indagaciones con voluntad de hacerlos asequibles para la mayoría de las personas que se acerquen al libro —personas, ojo. Vaya a ser que algún despistado todavía no se haya dado cuenta de que la literatura escrita por mujeres no es solo para ser leída por otras mujeres, y se pierda una obra de la cual podría aprender mucho o, al menos, algo nuevo—. De ahí la ligereza con la que puede ser leído, como signo de una autora que cuenta con la virtud de hacer fácil lo difícil, que nos lleva de un lugar a otro, de una mujer a otra, sin forzar la narración ni sacarnos de la idea general. Que, por cierto, otro inciso: decía Platón que decía Sócrates que la finalidad del poema es ser una cosa ligera, alada, interpretación de la divinidad. Sin embargo, si aplicamos la cualidad de la ligereza a algo producido por una mujer parece que estemos desmereciendo su valor. Aclaro que no es el caso. Que lo tenga que aclarar no es culpa vuestra, es que a mí lo primero que se me viene a la cabeza siguiendo con el juego del principio, cuando digo ligera, es «de cascos». Y así no puede una continuar sin sentir que se le pega una culpa autofágica, de mala mujer, encima con la voz de C. Tangana cantando su hit de 2017. Pero, en fin, prosigamos.

María Hesse nos transporta del pasado al presente casi sin que nos demos cuenta, rompiendo la distancia que puede hacernos sentir a salvo de los atropellos epistémicos cometidos otrora; obligándonos a mirar en conjunto para entender que, esos referentes femeninos que nos han faltado, en realidad, siempre han estado ahí, que también están aquí, pero que todo depende del prisma desde el que sean descritos. Todavía más, de quién y cómo los escribe; de si les dejamos a ellas mismas contarse.

La respuesta a lo último, a todas luces, es un NO como un templo de grande. El privilegio de contar el mundo sabiéndose escuchado ha sido, hasta hace bien poco, un privilegio masculino. Y para muestra, la historia canónica, que ha mantenido al margen, marginadas, a las mujeres: a las ordinarias, porque el espacio que les estaba reservado para que pudieran tener una vida tranquila, sin mayores complicaciones (que no sinónimo de feliz) era el doméstico, el del silencio, el de la docilidad, el de la sombra del hombre para que él pudiera desarrollarse sin tener que preocuparse de cuestiones de segundo orden tales como la comida, la limpieza, los hijos, la satisfacción de sus deseos carnales, que para algo estaban ellas, el segundo sexo en el orden natural (Aristóteles dixit), y eso no tiene nada de memorable; a las extraordinarias, porque se salían de la norma que ellos habían dictado, en la que se sentían seguros, confiados de su naturaleza superior. Esas mujeres extraordinarias —extraordinariamente rebeldes, inconformistas, valientes, inteligentes, ávidas de conocimiento, conscientes de sí y de los límites que no iban a permitir que fuesen transgredidos— son las que han llegado a nuestros días habiendo salvado, al menos, su nombre, pero con un apellido indeleble de locas. Aquello que las hacía extraordinarias era lo mismo que les estaba prohibido ser, ¡por naturaleza, por Dios! Así que la única manera posible de entrar en la historia si habías nacido con atributos femeninos se pagaba a un precio muy alto, despojada de humanidad, reducida a una categoría monstruosa, secundaria incluso dentro de su propia existencia, siempre con final trágico, solitario, aleccionador, merecido e inapelable.

Que María Hesse nos cuente esta historia a través de una mayoría de voces masculinas a lo largo del libro es un buen recordatorio de que las cosas no son como nos gustaría que fuesen, sino como realmente acontecieron, y que el único modo de no caer en un punto de vista complaciente o anacrónico es conociendo incluso lo que nos puede resultar incómodo o desproporcionado. También los silencios enseñan.

Sin embargo, sería injusto hablar únicamente de una historia dentro de Malas mujeres. Como mínimo hay tres. La primera es la que acabamos de comentar, que no vamos a darle más vueltas porque está explicado a las mil maravillas en la obra. Id a leerla. La segunda es, en el fondo, un conjunto de historias individuales de las mujeres, reales o ficcionales que aparecen mencionadas y/o ilustradas. «Pero las ficcionales no cuentan, porque solo son ficción». Mec, error. Las ficcionales cuentan igual que las reales, porque no son una fantasía sacada ex nihilo del genio masculino con la única e inocente intención de entretener y deleitar, sino como reflejo de algo preexistente, que quiere ser advertido y corregido, que encierra y condensa dentro de la representación homogénea un mensaje político y coercitivo. Esto también está explicado por Hesse en el libro. Id a leerla, segundo aviso. 

Malas mujeres, de María Hesse. Imagen Lumen
Malas mujeres, de María Hesse. Imagen Lumen

Por último, un poco más escondida, en esos silencios de los que hablábamos antes, está la historia del mal frente a la de la mala fama. Es decir, la historia del mal mal entendido a nivel general. Dice Ana Carrasco Conde en Decir el mal (Galaxia Gutenberg, 2021) que esta categoría moral no es algo que se pueda reducir a una acción puntual, a un acto pasional que prive de razón al que lo comete, sino que es una dinámica relacional, «una determinada forma de poder entendido como dominación, que es vertical y asimétrica», parte de un mecanismo de descomposición del sujeto que tiene enfrente con el cual ha perdido toda conexión emocional por considerarlo inferior, privándole de ser digno de recibir empatía porque la víctima no es ni tan siquiera considerada por el victimario como un ser humano, sino como una cosa que le sirve como medio, como nada

[…] el límite de la maldad no es la muerte de la víctima, sino la destrucción del vínculo, el aislamiento, el hundimiento del otro en la nada y en el olvido para que sólo quede, como vínculo con el mundo, el hilo que le une únicamente con quien causa daño. Pero esta dinámica de desconexión se da en los dos extremos: el perpetrador se «desvincula» del otro, del mundo y de sí mismo, y la víctima es desvinculada de la comunidad, del mundo y de sí misma. Y es ahí donde se encuentra el fondo en superficie del mal.

El argumento de la mujer mala, fatal, bruja o «loca del coño», siempre carentes de algo —carentes de inteligencia, carentes de capacidad de autocontrol y autogestión de las pasiones, carentes de juicio, de voluntad, de deseo no relacionado con los deseos de sus congéneres varones, de sentido ético, de falo y todos los atributos positivos que están inscritos en él—; pérfidas, frías y calculadoras, irracionales, histéricas, lunáticas, privadas, por todo lo anterior, de la oportunidad de defenderse, de explicarse, de hacerse entender; siempre culpables, de sus desgracias y de las de los hombres que sucumben a su embrujo, de la humanidad toda (Pandora, y Lilith, y Eva)… este argumento, decíamos, cae por su propio peso. No obstante, sí hay perpetración de la maldad en la dinámica normalizada (que no por ello justificable) de representar a la mujer como sistemáticamente mala, posicionándolas en un estrato desigual, inferior, en la jerarquía relacional y natural, borrándolas de la historia, de la comunidad y hasta de la posibilidad de existir por y para sí mismas; negándoles la validez de su inteligencia y sentimientos por suponer la deficiencia de lo uno y el exceso de los otros.

Y esto, efectivamente, es lo que revierte María Hesse. Por un lado, al darles una voz a través de la escritura, dándosela a la par a ella misma, rompiendo así la maldición que la diosa Hera lanzó sobre la oréade Eco; y por otro, al otorgarles emociones por medio de la ilustración. 

La profundidad de la historia se ofrece en las representaciones individualizadas de cada una de las mujeres que aparece en las páginas alternas al texto. Cada mirada, cada cavidad expuesta o tapada, cada rama colocada de manera consciente y no como mero decorado, cada pose del cuerpo (asustadas, victoriosas, dubitativas, decididas, avergonzadas, desafiantes), cada flor, cada clavel sangrante, cada mano manchada de sangre propia como mácula del pecado original por haber dejado de ser niñas y pasar automáticamente a ser objeto gestante deseado, sospechosas de locura e inestabilidad, pero que es también la mancha del movimiento cíclico, de la vida. Con ellas nos sumergimos hacia lo profundo inefable, invitados a sostenerles la mirada para adentrarnos en su presencia perfilada más allá de las etiquetas y de la leyenda, por dentro de las grietas y las pasiones que hacen de cada una un ser humano completo y complejo, único.

Malas mujeres no es una enciclopedia de todas las mujeres que la historia quiso anular bajo el anonimato o la descalificación, pero sí nos da recursos suficientes para preguntarnos y llegar a detectar qué nace de dentro y qué es herencia de un sistema cultural que no nos quería despiertas, sino dormidas, inconscientes, en eterna minoría de edad kantiana, domesticadas, calladitas, que estamos más guapas. El resto del trabajo no le corresponde a ella. Cada uno de nosotros es responsable de ir desenliando las cadenas de los relatos de los victimarios que han sostenido a las mujeres en la categoría de víctimas, apéndice de la historia universal con voz masculina, para que el mal no se repita en el futuro: que se nos deje ser, más que un cuerpo y una cosa, buenas o perpetradoras del mal, «simplemente mujeres en el mundo que vivimos», como se resalta en la contracubierta. Para llegar a esa cima hay que saber que no se trata de intentar llegar hasta lo más alto en la vara con la que nos han medido desde tiempos inmemoriales. Porque eso es imposible, porque la vara se hizo a la medida del hombre, que es, a su vez, la medida de todas las cosas. 

No se trata de seguir prolongando la idea de que hay que ser como un hombre para ser válida, guay, para merecer entrar en el reino de los cielos, como Jesucristo contestó a Simón Pedro en el evangelio apócrifo de Tomás cuando el segundo le pidió al primero que echase del grupito a María Magdalena, «pues las mujeres no son dignas de la vida»; ni tampoco se trata de invalidar por revancha a la otra mitad de la población, alternando los roles de víctima-victimario. Se trata, en el fondo y en la superficie, de saber que podemos y debemos crear «una narrativa distinta, una que nos dice que no tenemos que ser como ellos, pero tampoco como nos han narrado. Que no hay una única forma de «ser mujer», y con esfuerzo, plantando cara, nosotras vamos ampliando esas grietas, borrando esos brochazos que más que dibujarnos nos desdibujaban», como bien apunta María Hesse.

Tercer y último aviso: id a leer el libro, porque quizá encontréis en él otra historia. Y si no, cuanto menos, estaréis contribuyendo a que no se pierda la memoria recuperada de esas mujeres que, más que malas, lo que querían era ser libres.

Malas mujeres, de María Hesse. Imagen Lumen
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