Viene de «Génesis de la relatividad general para principiantes (1)».
En el principio (casi) todo era éter
El ambiente científico del siglo XIX era etéreo, en el sentido de que todo era éter. El comodín que lo resolvía todo. Era imperceptible y no se tenían pruebas físicas de que existiera, pero las teorías se construían o aparentemente funcionaban a partir de la premisa de que en el vacío del espacio todo estaba formado por éter. Era el soporte de la realidad. Puede sonar ridículo, pero, salvando las distancias, en cierto modo no es muy diferente a lo que sucede ahora con la materia oscura: es algo que la tecnología actual no detecta, pero que según la teoría y ciertas observaciones indirectas se asume que debe estar ahí.
A finales del siglo XIX, Karl Pearson desarrolló la teoría del chorro de éter. «De acuerdo, todo es éter, pero de algún lado debe venir y a algún lado debe marchar», conjeturó. Lo resolvió con una cuarta dimensión: de ella manaba el éter y a ella volvía a través de unos sumideros —¿no les recuerda a los agujeros negros?—. Y no solo eso. En su libro La gramática de la ciencia especulaba con qué le sucedería en cuanto a la percepción del tiempo a alguien que viajara a la velocidad de la luz. También resulta familiar. Y hay constancia de que Einstein leyó ese libro.
Aún hay más. El astrónomo Simon Newcomb propuso en 1888 un modelo de éter basado en el espacio hiperdimensional de geometrías no euclídeas y mantuvo correspondencia en la misma época con Charles Sanders Peirce, quien por su parte esbozó una teoría del espacio para explicar «las características del tiempo, el espacio, la materia, la gravedad, etc.», donde hablaba de cuatro dimensiones, de geometría hiperbólica y la realidad del espacio absoluto. Pero más revolucionarios fueron los estudios del matemático William Kingdon Clifford, que ya en 1870 utilizó la geometría elíptica de Riemann para deducir que la variación de curvatura del espacio era lo que en realidad percibíamos como movimiento del éter y los astros. Para muchos, es el precursor de los conceptos de la relatividad general.
En resumen, antes de Einstein ya había ideas innovadoras, incluso se conocían ciertas herramientas matemáticas avanzadas, pero lo que no se conseguía era articularlas para que reprodujeran correctamente las observaciones.
El duro camino entre lo especial y lo general
La relatividad especial que se publicó en 1905 supuso un avance colosal en muchos aspectos de la física, pero estaba limitada porque solo contemplaba los efectos bajo velocidad constante: no tenía en cuenta las aceleraciones. Einstein contó posteriormente que, en 1907, pensó en que, cuando un hombre cae libremente, no siente su peso. Es decir, en determinadas circunstancias, es lo mismo hablar de un objeto que sufre aceleración o que está bajo el efecto de un campo gravitatorio. A partir de este principio de equivalencia y teniendo en cuenta que, según la relatividad especial, la velocidad de la luz es una constante, la primera generalización que esbozó Einstein predecía que los campos gravitatorios afectaban a la propagación de la luz y que los relojes se ralentizan cerca de grandes masas gravitatorias. Esto sentaba las bases para lanzar una OPA hostil a la gravitación universal de Newton, ya que en esta teoría la atracción gravitatoria no dependía del tiempo, era instantánea, lo que era contrario a la limitación de la velocidad de la luz. Era la presencia de masas lo que configura el espacio-tiempo, lo deforma, lo curva, y no existe una fuerza invisible e instantánea que ejerza atracción entre los astros. Unas ideas no muy alejadas de lo que algunos habían aventurado a finales del XIX, como hemos visto, pero quedaba el durísimo paso de los conceptos a la formulación.
Aunque se ha extendido la errónea idea de que en el colegio las matemáticas se le daban regular (una confusión en la interpretación de las escalas de calificación), «Einstein era un buen matemático intuitivo y tuvo un poco de problema con estas ideas, pero sabía lo que quería. Cuando vio lo que Riemann había hecho, supo que era eso», contó Roger Penrose, premio nobel de física en 2020, en una entrevista.
No obstante, en un primer momento no estaba tan abierto a esos jaleos matemáticos. En 1907, un antiguo profesor suyo —insisto, el mundo era entonces un pañuelo— de la Escuela Politécnica de Zúrich llamado Hermann Minkowski, definió una métrica para un espacio-tiempo acorde a la relatividad especial, donde lo que se medía no era la separación entre dos posiciones, sino entre dos sucesos. Minkowski utilizó para ello el análisis de geometría de superficies de dimensión superior que hemos mencionado antes. La primera reacción de Einstein fue furibunda: «Desde que los matemáticos se abalanzaron sobre la teoría de la relatividad, ni yo mismo la entiendo». Pero en 1912, tras unos años de intenso trabajo, tuvo que reconocer que no había forma de llegar a la relatividad general sin echar mano de las matemáticas avanzadas: «Debes ayudarme o si no me volveré loco», le suplicó al matemático Marcel Grossmann, amigo suyo desde los tiempos en que fueron compañeros de estudios. Grossmann lo introdujo tanto en la geometría elíptica como en el análisis tensorial que se originaba en los trabajos de Gauss y Riemann. Incluso en 1913 publicaron de forma conjunta el artículo «Esquema de una teoría de la relatividad generalizada y de una teoría de la gravitación», donde expusieron por dónde iban a ir los tiros de la construcción matemática de la relatividad general. La cosa parecía ir sobre ruedas, a pesar del complicado trabajo que aún tenía por delante. Pero en 1915, con la intuición de que la pancarta de meta estaba cerca, surgió un problema inesperado. Alguien se le podría adelantar.
Me llamo Hilbert, David Hilbert
En el verano de 1915, Einstein fue invitado por un profesor de la Universidad de Gotinga a dar unas conferencias sobre sus progresos en la teoría de la relatividad general. Este profesor era David Hilbert, uno de los más grandes matemáticos de su época que, en aquel momento, estaba interesado en las aplicaciones físicas de las matemáticas, tal vez por la influencia de su amigo Minkowski —un pañuelo, sin duda—, y, por tanto, qué mejor forma de hacerlo que escuchar los avances del mayor talento mundial de la física del momento. Hilbert se sintió fascinado por las implicaciones de la teoría de Einstein en construcción y se vio capacitado para intentar llegar a la formulación final por su cuenta, aunque en comunicación con el físico.
Durante el mes de noviembre de aquel año intercambiaron numerosas cartas, donde se iban transmitiendo los avances, se aclaraban mutuamente dudas y compartían las dificultades que se iban encontrando. Cuando Einstein finalmente envió su artículo definitivo titulado «Las ecuaciones de campo gravitacional» el 25 de noviembre de ese mismo año, suscitó dudas. Había quien pensaba que se había aprovechado de la buena fe y los conocimientos del matemático para llegar a buen puerto, e incluso hay quien vio tongo porque Hilbert había enviado antes su artículo con sus propias ecuaciones de campo, pero se lo publicaron más tarde (en marzo de 1916 frente al 2 de diciembre de 1915). Era un poco extraño que, si se había producido algún plagio o trampa, la relación de Hilbert y Einstein siguiera gozando de una extraordinaria cordialidad. Finalmente, este extremo quedó aclarado en 1997 cuando unos historiadores localizaron en los archivos de la Universidad de Gotinga las primeras pruebas de impresión del artículo de Hilbert. Además de estar fechadas el 6 de diciembre de 1915, el artículo aún contenía algún error y, sobre todo, carecía de ecuaciones de campo que en el definitivo sí aparecían. Por si fuera poco, en el artículo publicado en marzo de 1916 Hilbert felicitaba indirectamente a Einstein. Pocas dudas.
Hilbert fue un excelente matemático. De su historial, lo que mayor fama pública le ha granjeado sea probablemente el planteamiento de los veintitrés problemas del milenio, alguno aún sin resolver (como la hipótesis de Riemann). Pero sus contribuciones a las dos teorías más importantes de la física del siglo XX fueron también capitales. Además de sus aportaciones a la relatividad general de Einstein, la habilidad matemática de Hilbert fue utilizada para demostrar que la formulación de ondas de Schrödinger y la matricial de Heisenberg, las piedras angulares de la mecánica cuántica, son análogas. No es mala contribución a la física para solo «un matemático».
En resumen, la densidad de genios de las matemáticas y la física que se produjo en los cien años comprendidos entre 1850 y 1950 no ha tenido parangón en toda la historia. Einstein fue, con pocas dudas, el más brillante de todos ellos, pero su relatividad general fue factible gracias al apoyo y la consulta de los avances que habían logrado otros colegas.
Bibliografía mínima para saber mucho más y bastante mejor
-Generaciones cuánticas, de Helge Kragh. A finales del siglo XIX se decía que toda la física estaba ya definida, que solo quedaba afinar las mediciones. Y al poco llegó la relatividad y la física cuántica, desbaratando muchas de las ideas preestablecidas. En este denso volumen se realiza un repaso de los avances de los distintos campos de la física y la tecnología que se produjeron durante el siglo XX.
-Cuando las rectas se vuelven curvas: las geometrías no euclídeas, de Joan Gómez i Urgellés. Durante siglos, la geometría que estableció Euclides fue la única válida para la representación de nuestra realidad, hasta que lo que parecían concepciones abstractas de algunos matemáticos como Gauss, Riemann, Lobachevski y Bolyai se demostraron necesarias para describir el mundo físico que nos rodea. Una buena introducción a las bases de esas geometrías no euclídeas.
-Lo que no podemos saber, de Marcus du Sautoy. El famoso autor de La música de los números primos expone en esta obra los límites actuales del conocimiento humano, describiendo cómo se llegó a las teorías físicas vigentes en la actualidad y cuál es su campo de validez.
-Einstein. El espacio es una cuestión de tiempo, de David Blanco Laserna. Una gran introducción a la teoría de la relatividad con incisos descriptivos de otros científicos y la época.
Qué lindo es mirar la historia.. Gracias
Mi saludo cordial. Con respecto a los «efectos relativistas-gravitacionales que se derivan del Principio de Equivalencia de la T.G.R», el propio Albert Einstein describió en su articulo para la revista Anales de la Fisica No 7 del 11 de mayo del 1916 el efecto referido a que «la LONGITUD de una varilla se acorta en proporción a la magnitud del campo gravitacional que la afecta (ya que Aceleración y Gravitación son EQUIVALENTES y por lo tanto se manifiesta el conocido Factor de Lorentz)», SIN EMBARGO, en ese texto ni en ningún otro que al menos yo conozca, se hace referencia a que «TAMBIÉN la MASA INERCIAL (ENERGÍA) de esta varilla debe VARIAR relativisticamente debido al efecto del Principio de Equivalencia», por que’ no se encuentran referencias bibliográficas de este efecto?!