Alfred Lotka y Vito Volterra propusieron, en los años 20 del siglo pasado, unas ecuaciones matemáticas para describir las dinámicas de los sistemas biológicos, en particular la relación entre presas y predadores. El principio de estas curvas es tan sencillo como cierto: cuando aumentan demasiado los depredadores (por ejemplo, zorros), disminuyen mucho las presas (por ejemplo, conejos), y esto conllevará una sucesiva disminución de los depredadores mismos; la disminución de los depredadores ocasionará entonces un aumento de las presas, lo cual generará un nuevo aumento de los depredadores. Y el ciclo, en un ambiente equilibrado y sano, vuelve a empezar.
Las poblaciones de presas y predadores fluctúan cíclicamente, y se regulan la una con la otra. Hasta que algo pasa y fastidia este equilibrio, y lleva a las poblaciones a dificultades que pueden alterar estos ciclos o, en el peor de los casos, acabar con su existencia. Desde entonces, la ecología se ha basado profundamente en modelos, o sea, representaciones numéricas de los procesos que subyacen a las complejas relaciones ambientales que caracterizan los ecosistemas. Un modelo permite cuantificar, y constituye entonces un paso fundamental para poder entender, validar y, por supuesto, predecir. Ahora bien, cualquier modelo tiene necesariamente que simplificar la realidad, y su fuerza reside entonces en la capacidad de explicar lo que pasa con un nivel de sencillez suficiente para que la información sea manejable, a la hora de medir y calcular sus elementos, así como de aplicar, luego, sus soluciones.
La clave está, por tanto, en dar con una adecuada mesura entre lo sencillo y lo complicado. Modelos demasiados básicos suelen funcionar muy bien (es decir, aciertan en sus previsiones), pero no aportan mucho, y se limitan a revelar lo que es, sencillamente, obvio. Modelos demasiado complejos, sin embargo, suelen aportar mucho, pero al primer imprevisto ya se descontrolan, y fallan con cierta facilidad. De ahí la necesidad de saber encontrar un equilibrio razonable entre la cantidad de información que uno maneja y su nivel de utilidad a la hora de explicar lo que observamos en la naturaleza.
Otro campo que se rige profundamente por el uso de modelos es la epidemiología, o sea, la ciencia que estudia las dinámicas de las enfermedades. Se puede decir que la epidemiología es la medicina de las comunidades, de las poblaciones. Dentro de la ciencia médica es una disciplina a veces menospreciada, que entra en auge solo cuando pasa algo serio y la sociedad se acuerda de ella con cierta urgencia. En lugar de centrarse en el individuo, la epidemiología se centra en el grupo, utilizando como herramienta clínica la estadística. Evidentemente, los problemas son los mismos que los de la ecología, porque siempre se trata de modelizar las dinámicas entre los organismos y sus ambientes. Además, muchas veces son dinámicas que atañen precisamente a los seres vivos, vertebrados y bacterias, virus y parásitos, así que no es de extrañar que las dos disciplinas, la ecología y la epidemiología, acaben usando los mismos recursos teóricos y analíticos.
Una tercera disciplina donde los modelos son fundamentales es la sociología, y en este caso, evidentemente, los números se aplican a las relaciones humanas y a las dinámicas sociales de los grupos. Los números solo son símbolos y no saben qué están representando, así que también en este caso las ecuaciones y los métodos son los mismos que los de la ecología o de la epidemiología, pero en este caso ofreciendo una lectura muy sutil de las relaciones personales, a pequeña o a gran escala. Es decir, las curvas y los modelos que describen las fluctuaciones de presas y predadores funcionan para los conejos, para los virus, y para las redes sociales.
Y ¿qué ocasión podría ser más propicia que una pandemia para ver cómo se entrelazan las dinámicas de la ecología, de la medicina y de la sociedad? Las dinámicas ecológicas globales de las convivencias entre especies, el proceso de contagio y las respuestas emocionales y económicas de nuestras sociedades se mezclan y se influyen la una con la otra tirando de las mismas ecuaciones, enredando causas y consecuencias, y confundiendo terriblemente los roles de presas y predadores. Y en el centro de la red tenemos al ser humano: cazador cazado.
Entre los muchos aspectos que se pueden explorar con esta lupa dentro de una pandemia, uno de los más interesantes son quizá las relaciones entre instituciones y ciudadanos, a nivel tanto local como global. En este caso, las cosas como son, tenemos por un lado instituciones que no siempre han brillado por su capacidad y competencia. Si nuestras instituciones políticas y administrativas a menudo lucen más por sus carencias que por su sensatez incluso en tiempos mansos, es de esperar que no logren manejar propiamente sus responsabilidades y sus recursos en tiempos revueltos. Entre las dificultades inmensas y objetivas de una pandemia y los fallos reconocidos de muchos sistemas institucionales (ineficiencia y torpeza, corrupción y burocracia, intereses personales y corporativos, etc.), sería fatuo pensar que una emergencia planetaria se pudiera resolver sin errores ni pecados.
Por el otro lado tenemos a la multitud, una criatura que muchas veces responde más con emociones que con cordura, que antepone intereses personales al bien común, que quiere soluciones ya y sin renunciar a sus privilegios, y que generalmente está más predispuesta a la crítica que a la acción constructiva. Cuando dos sistemas como estos entran en contacto (o incluso en conflicto), las ecuaciones que pueden diseñar sus dinámicas serán, probablemente, mucho más complejas que las de los zorros y los conejos. De hecho, ni siquiera está del todo claro quién es la presa y quién el predador, considerando la dependencia retorcida de amor y odio que existe entre los políticos y sus votantes, o entre las administraciones y sus usuarios.
Es de esperar, desde luego, que maniobras drásticas para tiempos drásticos generarán emociones y reacciones drásticas. Cuando una institución cambia los equilibrios preexistentes, la hostilidad surge espontáneamente en la multitud, a veces como fruto de un rechazo psicológico espontáneo, y a veces manipulada por intereses personales de alguien que saca algún provecho. En realidad, detrás de un negacionismo, de un boicot o de cualquier respuesta discrepante se hallan situaciones muy distintas, aunque al final acaben convergiendo en una única y confusa oleada de obstinación.
A veces esta reacción antagonista se sustenta en una capacidad crítica abierta y más objetiva, incluso documentada y, de alguna forma, razonada. Otras, sin embargo, se desata solamente como respuesta agresiva y descontrolada al miedo, cebándose en la falta de información o en la escasa capacidad de análisis. El problema es que, sobre todo hoy en día con el aumento ilimitado de las fuentes de información y la escasa posibilidad de discriminar la calidad de dichas fuentes, es muy difícil saber cuándo la crítica es sensata y cuándo no lo es. Por supuesto, esta duda atañe sobre todo a la crítica ajena, no a la propia, que siempre es innegablemente cierta, sobre todo en los ambientes que, por cultura o temperamento, no son muy pronos a la tolerancia o a la prudencia.
En todos los casos, la aversión, la oposición y la negación prosperan fomentadas por dos sesgos cruciales y universales del ánimo humano: el sesgo negativo y el sesgo confirmativo. El sesgo negativo nos lleva a dar más importancia a los aspectos perjudiciales que a los aspectos beneficiosos. Nuestra atención se centra más en lo malo que en lo bueno, quizá por razones evolutivas que priman estar más al tanto de los peligros que de los placeres. Como escriben Vidyamala Burch y Danny Penman, para la evolución es más importante sobrevivir que ser feliz. También a nivel fisiológico y bioquímico, nuestras emociones sufren de los problemas mucho más de lo que gozan de sus soluciones: lo malo perdura y obsesiona, y lo bueno se olvida pronto. El sesgo confirmativo, sin embargo, nos conduce a fijarnos más en las evidencias que apoyan nuestras creencias, descuidando al mismo tiempo las evidencias que las contradicen. Nuestra red atencional se ve atraída por las informaciones que refuerzan nuestros pensamientos previos, y pasa por alto las que no encajan con nuestros prejuicios. Este sesgo, innato en la psique humana, ha sufrido recientemente un potenciamiento exasperado desde que nuestros ordenadores han empezado a decidir qué información proporcionarnos en función de nuestras preferencias previas, oportunamente recopiladas por algoritmos mirones.
Claro está que, al mismo tiempo, una reacción adversa de la multitud es más probable si el efecto introducido por la institución, en lugar de ser el fruto de una renovación sabia y sensata, es el resultado de un batiburrillo improvisado, de parches mal apañados, o de un plan golfo, irresponsable o incluso criminal. Y es aquí donde podemos vislumbrar algo que nos recuerda mucho a las ecuaciones de Volterra-Lotka, y a aquellos equilibrios de zorros y conejos. Cuanto más actúa una institución con métodos impropios, fines ilícitos, fallos e incompetencia, más generará la multitud una reacción adversa y contraria. Hasta que esta reacción sea tan excesiva que la institución se vea obligada a hacerlo mejor, a calmar los ánimos, o a dar algo a cambio (lo cual incluye derechos, privilegios, y circo). Entonces, la multitud se calmará, y la institución podrá empezar otra vez, poco a poco, a obrar de forma incompetente o aprovechada, hasta que el ciclo vuelva a empezar.
Estas fluctuaciones entre acción institucional y reacción popular pueden tener diferentes escalas, que abarcan meses, años, décadas o siglos. También sus efectos pueden tener magnitudes muy distintas, que van desde un poco de desobediencia civil hasta una guerra. A veces todo esto genera fluctuaciones históricas aceptables, tolerables a nivel demográfico, económico o cultural. Por supuesto, esto no quiere decir que sus consecuencias sean agradables, porque pueden conllevar muerte y pobreza, degradación y desesperación. Otras veces, sin embargo, el equilibrio se puede romper, y esto suele generar una destrucción integral del sistema. Lo cual viene a ser, evolutivamente, su extinción.
Lo importante en ecología, epidemiologia o sociología es no olvidar nunca que un sistema es un conjunto de elementos, y su destino no se puede achacar solamente a uno de sus componentes. En un momento de emergencia habrá obviamente fallos, incompetencias y descarados abusos por parte de las instituciones, y todo ello tendrá que ponerse bajo atenta mirada crítica por parte de quien sea suficientemente activo y competente. Pero, al mismo tiempo, no deberíamos dejar que la aversión y el rechazo a la institución dieran rienda suelta a todas las fragilidades e incoherencias de la psique humana, e intentar respetar cierto orden colectivo que va más allá de los objetivos o de las creencias de cada uno. Sin embargo, los niveles de negacionismo o de complotismo que surgen en estos casos son tan extremos que ponen en entredicho la cordura de una consistente parte de la población. Lo cual, por ende, delata cierta preocupante inestabilidad, profunda y celada, de nuestro sistema social.
Pero claro, para intentar hacer las cosas bien hay que considerar ambos factores, o sea las limitaciones de las instituciones y las limitaciones de la multitud, y buscar una imparcialidad que nos aleje de los extremos. Si la gente se ve obligada a tomar una posición firme entre una institución incompetente o corrupta por un lado y una panda de fanáticos emocionales por el otro, cualquier decisión será un fracaso. La verdadera crítica, como siempre, va por dentro. Los que apoyan la estrategia de las instituciones tienen que velar por que estas instituciones permanezcan limpias y eficientes, y actuar con vehemencia cuando esto no pasa. Los que, por el contrario, critican a las instituciones, tienen que velar por que sus detracciones se mantengan en un marco de competencia, de prudencia y de sensatez, y rechazar todo lo que puede contaminar y debilitar su posición antagonista.
La mala noticia es que esta posición resulta, desafortunadamente, bastante utópica. La historia nos enseña que la política raramente prima las necesidades de la multitud con respeto, capacidad y compromiso, siendo la incompetencia y la corrupción elementos bastante frecuentes en la gestión del bien común. Al mismo tiempo, la multitud se conoce por ser un animal impulsivo y no muy razonable. De hecho, la etología humana nos sugiere que mantenemos los rasgos más primitivos y simiescos de nuestra evolución precisamente en el comportamiento social y en las dinámicas de grupo. La interacción entre estas dos realidades, que además son internas la una a la otra y se difuminan sin solución de continuidad como en una banda de Möbius, nos puede llevar a no ser muy optimistas. Como decía George Bernard Shaw, la experiencia nos enseña que los humanos aprenden poco o nada de la experiencia.
Si las cosas se ponen feas entre zorros y conejos, la única medida infalible puede ser abandonar el bosque, y buscar otro más tranquilo. Pero cuando el bosque abarca todo el planeta, es más difícil dar con un refugio seguro. Acorralado por las ecuaciones ecológicas, epidémicas y sociales, a uno no le queda otra que pasar de las estadísticas de grupo y contar con los individuos que, cada uno por separado y de forma aislada, se escapan a las reglas generales de los modelos, y pueden dar sorpresas. Un punto, por sí mismo, no crea tendencia, y deja entonces abiertas muchas puertas. Es decir, dar importancia a los individuos más que a la sociedad, a la ideología más que a la política, a la espiritualidad más que a las religiones, a la identidad más que a la afiliación. Somos primates sociales y necesitamos integrarnos en los grupos, formando parte de sus patrones y de sus modelos numéricos. Pero esto no quiere decir que tengamos que acatarlos por defecto. Entre reaccionar y pertenecer, la alternativa es, sencillamente, ser. Una alternativa muy provechosa, que sienta muy bien, y que no necesita matemática ni soluciones.