Un escalón. Es lo primero que se siente en el Pacífico, sea en playa rectilínea, sea en bahía. Un desnivel que desconcierta, que hace perder pie enseguida, que da la impresión de una densidad desconocida. Luego está la fuerza de las aguas, incluso en la orilla, capaz de romper tobillos. Aunque no haya oleaje, el mar se adentra en la arena y rodea los cuerpos con que se topa con avidez, arrastrándolos hacia sí como una garra, como una liana, como una pitón. Cuando hay oleaje, su furia traicionera forma un muro inexpugnable. El Pacífico no es confiable.
A la vuelta del verano de 2007 no se hablaba de otra cosa en la Ciudad de México que de la muerte, a los treinta años, de la escritora Aura Estrada. La mató una ola que le rompió el cuello en Mazunte (Oaxaca). Nada hacía presagiar, se lee en la crónica atravesada por el dolor de su viudo, Frank Goldman, para The New Yorker, que la asesina llevara saña mortal.
«Mantenga la calma, no nade contra la corriente, haga señales de auxilio, intente nadar en paralelo a la orilla». Son frecuentes estos consejos en las costas del Pacífico, donde, si el bañista logra traspasar la pared de olas, no ha de sentirse seguro: puede toparse con una corriente de resaca. Los nadadores locales son expertos en cabalgarlas (y salvar a cientos de personas al año). «No hay que ponerse nervioso, es mejor dejarse llevar por la corriente porque ella misma vuelve hacia fuera», suelen advertir al viajero.
Muchos, miles al año, no lo cuentan. Como el poeta Manuel Ulacia, nieto de Manuel Altolaguirre, ahogado en una playa del norte de Guerrero en 2001. Los amigos que lo vieron cuentan que parecía que los saludaba de lejos, jovial, antes de desaparecérseles de la vista.
El lecho del Pacífico es traicionero también. En las costas, en uno y otro continente, confluyen placas tectónicas que rugen y llevan la muerte en ondas sísmicas, esas olas terrestres. «En caso de tsunami, aléjese de la costa, suba a un lugar alto». ¿El ser humano piensa en las instrucciones para ponerse la mascarilla en el avión en caso de despresurización de la cabina? ¿Sabe leer la señal quien observa al océano retirarse metros y metros como un Judas Iscariote que besa a Jesús?
Nada tienen que ver, eso sí, las rocas que conforman el fondo marino y sus límites con las corrientes y los oleajes, aclara Víctor Manuel Cruz Atienza, uno de los mayores especialistas en la llamada brecha de Guerrero, de donde predicen vendrá «the big one», el gran terremoto que mañana —dentro de diez años, de cincuenta, de cien— asolará la capital de México.
«Lo que rige las mareas tiene que ver con la interacción de los fluidos entre los océanos, la capa de agua de la Tierra y la atmósfera, y con la gravedad inducida principalmente sobre la Tierra por la Luna», explica el científico, paciente, a la ignorante.
¿Qué sabemos de los océanos los profanos? ¿Qué, del Pacífico, un tercio de la superficie del planeta, donde podrían caber todos los continentes? Las palabras esdrújulas nos parecen nombres de encantamiento y estas, en concreto, llevan la carga de titanes y conquistadores.
Consuela que siga siendo así incluso para los expertos. Lo acredita Santiago Olay García, marino mercante —¿la profesión venerable más antigua del mundo?—, que navega en las redes como Santiago el Marino (@superasturianu). «El Atlántico es como estar en casa y el Pacífico es la promesa de lo exótico —dice—. Cuando ya el Atlántico americano, incluido el Caribe, estaban civilizados, a principios del siglo XIX, el Pacífico suponía aún la vida en la frontera. Y para mí sigue siendo un poco así hoy en día».
Santiago lo compara con explorar la Luna o Marte hace solamente dos siglos, pero los científicos lo siguen considerando así, en cierto sentido. Se sabe más del espacio exterior que de los océanos.
Desde la orilla, sin embargo, todos los mares se parecen. Por eso nos confunden. Núñez de Balboa, el primer occidental que contempló el Pacífico, en 1513, lo hizo desde las costas del istmo de Panamá y por eso lo llamó mar del Sur. Su nombre definitivo se lo puso Fernando de Magallanes, tras pasar el infierno de la Tierra del Fuego, en 1520. ¿Cómo llamar, si no, a esa balsa azul, después de sufrir en glaciares y angosturas? Cómo predecir, en aquel momento, que de todos los topónimos equivocados, el del océano Pacífico es el más grande de todos.
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