(Viene de la primera parte)
IV. Historiografía
En 1872, Julio Verne presentó la versión definitiva de su viaje lunar, que incluía De la Tierra a la Luna y una segunda parte, Alrededor de la Luna, hasta entonces publicada en Francia por entregas. En esta historia Verne concibió la construcción de un cañón de grandes proporciones en Florida que disparaba una cápsula con varios seres humanos hasta el satélite.
Como se recuerda con frecuencia, Verne se anticipó aquí, como en tantas otras novelas, a una gran cantidad de tesis científicas y técnicas que después resultaron funcionales y llegaron a ponerse en práctica. Es el extremo que más llama la atención al lector del siglo XXI, por supuesto, y seguramente el que merece más su admiración, aunque Verne no se ganó así la verdadera paternidad de la ciencia ficción.
Si lo hizo —y algunos sostienen que no lo hizo— fue por pintar en su libro, en aras del realismo, un escenario paralelo al real que retrataba cómo el hecho científico —en este caso, la expedición lunar— conseguía transfigurar la realidad política y social en la que se inscribía, en un ejercicio de entusiasmo cientifista que lo hace radicalmente distinto de, por ejemplo, Luciano de Samosata. Entre otros extremos, Verne concibió en el tercer tercio del XIX la posibilidad de establecer un consorcio internacional de países —como ya demostraban las entonces vigorosas Exposiciones Universales— que planificase una expedición espacial o el acometimiento de la empresa gracias al hermanamiento político que vivieron las dos grandes repúblicas atlánticas de la época, su Francia natal y Estados Unidos.
Cinco años después la flor de este idilio, la Estatua de la Libertad, se expuso despiezada por el Campo de Marte parisién para celebrar la Exposición Universal de aquel año en la capital francesa. Si el observador del siglo XIX pudo encontrar esta estampa impresionante por su gigantismo, para el del XXI entraña además un poderío poético adicional que empieza, pero no acaba, en su paralelismo facilón con la escena final de El planeta de los simios, cuando Charlton Heston encuentra esta misma cabeza medio enterrada en la arena de la playa de un planeta alienígena y descubre así que el mundo en el que se encuentra no es otro que la Tierra.
Hay que notar que en esta secuencia tan emblemática la Estatua de la Libertad no encarna ni mucho menos a la libertad, sino a la civilización humana y en particular a Estados Unidos, nacionalidad que aparece así invocada al final de la película como una Arcadia perdida en el tiempo a la que el protagonista no podrá regresar. Es el mismo papel simbólico que juega el monumento neoyorquino, por poner solo un par de ejemplos más, en el futuro de I. A. Inteligencia Artificial, donde solo la antorcha sobresale por encima de las aguas, o en el presente hipotético de El día de mañana, donde la Libertad es azotada por un tsunami y después sumergida en hielo hasta el cuello para ilustrar cómo Estados Unidos sucumbe al cataclismo.
La pregnancia perfecta de estas escenas y su elocuencia retórica universal demuestran que, pese a su nombre, la Estatua de la Libertad no ha acabado siendo con el tiempo tanto una alegoría de la libertad como sí una sinécdoque del país en que está instalada y del segmento histórico en el que vivimos. También demuestra que el lector masivo ha cambiado y lo ha hecho radicalmente desde el siglo XIX. Por alguna razón, hoy está capacitado para una proyección futurista de la que antes carecía.
El futurismo tuvo antecedentes, por supuesto, algunos tan reconocibles como la Utopía de Tomás Moro, y la visión futurista del presente puede encontrarse ya en los viajes a la Luna que escribieron Johannes Kepler o Cyrano de Bergerac. Hubo un momento, no obstante, en el que las historias de ciencia ficción trascendieron su embrionaria condición intelectual —aquí es cuando suele mentarse a H. G. Wells— y eclosionaron en un producto cultural de consumo masivo cuya explosión llega hasta nuestros días.
Aunque esta capacidad de proyectarse hacia el futuro parece sencillamente inherente a la condición humana —Lacan diría sobre ella que sobreviene al individuo en el estadio del espejo—, no empezó a practicarse a escala social a través de la ciencia ficción hasta que los frutos de esta especulación literaria empezaron a materializarse, demostrando así no solo verdadero, sino valioso, al propio género que los predijo, y su adscripción al modelo realista. Cabe citar a modo de ejemplo el boom de los aerostatos a finales del XIX, al que Verne se anticipó con Cinco semanas en globo, o el de los sumergibles, predicho en 20 000 leguas de viaje submarino, hitos que hicieron creíbles otros que tardarían mucho más en resultar ciertos, como el propio viaje espacial, y algunos más que aún no han ocurrido, como el viaje en el tiempo.
El ser humano quiso así creerse, porque empezó a demostrarse cierta, la habilidad de algunos para predecir acertadamente el futuro mediante la ciencia, ayudados en su intuición por las propias inercias repetitivas de la historia. El alzamiento por aquel entonces de la Libertad, que predijo Droysen en su comparación del siglo con el helenismo, y la sombra que proyectó la gigante contra el mismo viaje lunar que Luciano imaginó ante el faro de Alejandría hicieron el resto.
V. Psicohistoria (acepción literaria)
La eclosión de la historia y la ficción llegó en 1969, materializada en una huella sobre el polvo lunar dieciocho siglos después de que Luciano la imaginase en el segundo siglo de nuestra era. La interpretación históriográfica marxista empezó por aquel entonces a caer en picado y la comparación historiológica que vendió Droysen, la del helenismo y la modernidad, se dio por acabada como por cerrada se dio la propia modernidad. El helenismo ya no fue más la era moderna de la Antigüedad, sino su siglo XIX, por la razón simple de que el siglo XIX había acabado y la era moderna empezó después de la Luna a ser una cosa distinta de sí misma. En la década de los setenta el postmaterialismo reemplazó a Marx y Engels y la posmodernidad desplazó a Nietzsche en la concepción convencional del presente, que de algo abocado a la repetición del pasado pasó a ser concebido fundamentalmente hacia adelante. Acreditado por la Luna, el ser humano empezó a definir la historia como algo también escrito en el futuro y no solo en el pasado.
Hacía unos años ya que algunos futuros lo eran, en cambio, a través del pasado, construidos no ya con artefactos que invitaban al futurismo sino con fetiches que evocaban la historia. A mediados del siglo XX Isaac Asimov ilustró para el lector esta condición inherentemente historicista del futurismo mediante la psicohistoria, una hipotética disciplina científica practicada por los personajes de su Saga de la Fundación que combina historia, psicología y estadística para predecir el devenir de la humanidad a gran escala. En la saga de Asimov, esta psicohistoria resulta imprescindible para predecir el derrumbamiento inminente del Imperio Galáctico y la necesidad de establecer una Fundación que preserve posteriormente el conocimiento humano.
La psicohistoria es una fantasía creíble porque Asimov evocó en su concepción la propia historia humana. La caída del Imperio Galáctico es un trasunto aquí de derrumbes súbitos como el napoleónico o el alejandrino, y la Fundación, una de las instituciones que surgen como reacción a ese derrumbe, como la Escuela de Alejandría que dirigió Eratóstenes, para planificar la preservación del conocimiento humano. Su psicohistoria también nació pareja a la Fundación, como lo hizo la propia ciencia ficción en Luciano de Samosata tras morir Alejandro o en Verne tras caer Napoleón, y funciona del mismo modo que lo hace el concepto historiológico de Droysen, solo que al revés: prediciendo el futuro a gran escala mediante la interpretación de los resortes fundamentales que han movido la historia en el pasado.
VI. Ficción
En nuestro tiempo, la falsificación de la historia no pasa ya por su dramatización sino por la interpretación de los resortes fundamentales que la pulsan repitiéndose y ocasionando con ello fenómenos regulares. El resultado de esta falsificación es no obstante la verdad, ya que la historia necesita la conversión inevitable del hecho pasado en ficción igual que la ficción anticipa la historia y es capaz de invocar el suceso futuro antes de que ocurra. El pasado, como el futuro, no conoce así otra naturaleza distinta que el modo en el que se cuente, pues no existe en sí mismo y, como la ficción, es únicamente a través de su relato, lo que no es una categoría del ser.
Esta visión de la historia es así a partir de la Luna y fue de modo completamente distinto antes de llegar a ella, contraponiéndose ambos entendimientos sin posibilidad de reconciliarse porque no son sucesivos, sino opuestos, y la verdad de uno implica la falsedad del otro. Se defina como se defina, no obstante, el funcionamiento del tiempo humano es a la vez igual de verdadero y de falso, ya que aunque los hechos sucedieron, sus porqués ya no existen. Reconstruirlos es imposible en la medida en que su certeza depende necesariamente de la que nosotros queramos que sea, como demuestra este artículo en el que hechos y años se sumergen en razonamientos para bullir y alcanzar una conclusión no alcanzada libremente al razonar, sino planeada desde el principio.
Cuando esto cambie, que cambiará, será también igual de cierto y falso, como lo es la propia seguridad de que así acontezca porque la historia, como demuestra por sí misma, se repite y no se repite en grado igual de verdad, y la única certeza posible es la que dicta el presente a través de sus convenciones. Por eso la manera más precisa de recopilarla es imaginarla, como hicieron Asimov y Verne hacia el futuro y Droysen y Hobsbawn hacia el pasado, y fabular con sus conexiones para llegar a esta conclusión sobre la historia advirtiendo de que en realidad da igual, porque la historia no existe, y confesando al final, como Luciano hizo al principio, decir al menos una sola verdad al confesar que miento.