(Viene de la primera parte)
Juan Carlos Iragorri, director de El Wapo —el podcast en español del Washington Post— disecciona el contexto de las elecciones de 2022 en Colombia y lo que se puede esperar del que sería el primer presidente de izquierda del país, Gustavo Petro.
«Los colombianos no son más violentos que el resto de los seres humanos»
Gustavo Petro, exalcalde de Bogotá y principal precandidato de la izquierda a las elecciones presidenciales de mayo en Colombia, es una incógnita. Si cumpliera lo que anuncia en sus discursos, se acercaría a la radicalidad que tanto temen los sectores conservadores, moderados y empresariales del país. Si, por el contrario, imitara el modelo seguido por el nuevo presidente chileno, Gabriel Boric —más moderado al acceder al cargo que durante la campaña— su gobierno se centraría en un cambio de régimen que luchara contra la corrupción y alejado del modelo bolivariano, sombra que le persigue desde que se postulara a la presidencia al dejar la alcaldía de Bogotá.
Mucho tendrá que ver lo que ocurra en la primera vuelta. Para entender las posibilidades y lo que se cuece en el espectro político alejado de la izquierda, el periodista colombiano afincado en España Juan Carlos Iragorri analiza a los candidatos, las coaliciones electorales y, lo que es más ajeno al lector europeo, los insondables que han dado forma al país, a su terrible impunidad y la enorme complejidad que la caracteriza hoy.
La difícil tesitura del centro en Colombia
Además del mentado Pacto Histórico de la izquierda, la coalición que lidera Gustavo Petro, en el centro del espectro político «tenemos la Coalición de La Esperanza con una serie de candidatos centristas como Sergio Fajardo, Alejandro Gaviria o Humberto de la Calle como cabeza de lista al Senado». A este grupo se unió temporalmente la célebre Íngrid Betancourt, la política que estuvo secuestrada por las FARC durante más de seis años en la selva colombiana.
Acotación: las elecciones presidenciales en Colombia se organizan en torno a coaliciones que celebran algo parecido a primarias entre ellas. Varios candidatos se reúnen y acuerdan que su ganador será el candidato de todos ellos a una primera ronda de votación por la presidencia de la república. Si en esa primera ronda un candidato supera el 50 % del voto emitido, se le declara ganador. Si no fuera así, se celebra una segunda ronda con los dos más votados. El 29 de mayo se celebrará la primera vuelta y el 19 de junio la segunda, en caso de ser necesaria. El 7 de agosto tomará posesión el nuevo presidente.
El centro se presenta como la promesa de despolarización. Especialmente a través de Sergio Fajardo, un reconocido profesor universitario de matemáticas que sorprendió a la sociedad antioqueña y colombiana con sus triunfos como alcalde de Medellín y, posteriormente, como gobernador del departamento de Antioquia, cuya capital es Medellín. Antioquia es la patria del Pablo Escobar real y de las series de ficción, pero conviene que sea vista por el lector europeo como una especie de Cataluña española o Baviera alemana en cuanto a identidad propia dentro del país, incluido el orgullo por su eficiencia y tejido industrial.
Fajardo alcanzó renombre internacional por lograr importantes éxitos de cambio en esa Medellín condenada —otra fatalidad— a no ser la ciudad de grandes industriales, sino el símbolo del comercio mundial de cocaína. Obseso por la educación como fuente de cambio, fue un outsider del sistema político colombiano que rompió con los métodos de las campañas de los partidos tradicionales (es decir, la compra de votos y los sistemas de reparto de contratos públicos como compensación por favores electorales). Cuando intentó ser presidente en la elección que consagró a Iván Duque Márquez, renunció a llegar a acuerdos que él consideraba contrarios a su filosofía política y, al no llegar a la segunda vuelta, se opuso a apoyar a ninguno de los dos candidatos: elegir a Petro frente a Duque y viceversa era para él alimentar el frentismo de la política colombiana e incumplir su promesa de hacer una política distinta. Fajardo quedó desprestigiado ante el electorado que rechaza el legado de Álvaro Uribe y quedó etiquetado como tibio.
Alejandro Gaviria ha sido rector de la Universidad de los Andes —la principal universidad privada del país— y fue ministro de Salud durante la presidencia de Juan Manuel Santos. Como Fajardo, otro intelectual considerado sereno y representante de una política de hombres ilustrados que busca explorar una tercera vía frente a la polarización. Con ellos, Humberto de la Calle, como candidato al Senado, con una extensa trayectoria de servicio público y, en particular, como jefe negociador del Estado frente a las FARC y, seguramente, con su prestigio intacto.
La contradicción es que estos personajes representantes de la virtud teórica, el alejamiento de extremos o la areté de Aristóteles, si se nos permite el término en honor a la ciudad de Bogotá que fue considerada de toda la vida la Atenas de América, han resultado un conjunto de egos incapaces de mantener cohesión interna y de sostener una estrategia común: en un debate público organizado por las publicaciones El Tiempo y Semana —el diario y la revista de mayor circulación en el país, respectivamente—, Íngrid Betancourt atacó duramente la actuación política de Alejandro Gaviria generando un intercambio agrio de reproches… con un Fajardo de espectador que no pareció asumir el liderazgo del grupo. Íngrid Betancourt se ha retirado de la coalición y ha decidido concurrir por su cuenta. No se la espera en la gran final.
Pero es Sergio Fajardo el que con más ahínco insiste en la necesidad de una nueva conversación en Colombia que supere la polarización vinculada a los viejos presidentes. Y hablar de los viejos expresidentes es hablar de la interminable enemistad entre Álvaro Uribe y su exministro de Defensa y sucesor designado, Juan Manuel Santos, hoy premio nobel de la paz. Entre el hombre que, herido por la muerte de su padre en una acción guerrillera, se levantó y simbolizó la lucha frente el acoso y crímenes guerrilleros, y el que apostó por cerrar un acuerdo que fuera definitivo con la mayor guerrilla de América Latina, las FARC.
El grado de persistencia del legado de Álvaro Uribe
«Los expresidentes en Colombia han tenido siempre mucha influencia y mucho poder. A pesar de que alguno de ellos decía que son como muebles viejos. Pero no es verdad: sigue opinando Álvaro Uribe y está políticamente activo; Andrés Pastrana opina permanentemente; Ernesto Samper opina también, Juan Manuel Santos dice que no opina, pero opina… Yo creo que la gente se ha aburrido, porque se dice: «¿por qué no dejan gobernar a los nuevos?»».
«La impresión que uno tiene, viendo las encuestas, es que es muy difícil que un candidato de Uribe gane las elecciones», explica Iragorri. Parece que la agenda de la elección es otra que las prioridades clásicas del uribismo: «El tema que más preocupa a los colombianos es la corrupción, seguido por el empleo y posteriormente por la educación, la seguridad y hasta la paz incluso. Hay países más corruptos que Colombia, pero en Colombia hay corrupción; hay un problema de empleo a pesar de que el gobierno muestra cifras que no son malas, pero es un país que tiene un 50 % como mínimo de tasa de informalidad, gente que no tiene un trabajo normal». No tener un trabajo normal implica no hacer aportes para una pensión ni garantías laborales y que se tiene que salir, cada mañana, para conseguir dinero para comer y dar de cenar a los hijos en la noche practicando lo que se llama el rebusque: «salir», por ejemplo, «a vender zumos de naranja en una esquina».
Es, por tanto, una situación compleja, «porque la gente quiere que los que estaban ahí se vayan para que no sigan con las viejas y malas prácticas». Y en ello inciden los críticos al gobierno actual, ya en fase final, y que ha tenido que soportar oleadas de protestas de gran descontento: «Aunque las cifras de empleo que muestra actualmente son buenas, el Gobierno no tiene mucha popularidad, tampoco la tiene el presidente Iván Duque y Uribe es impopular a pesar de que en su momento fue el presidente más popular del mundo». Por tanto, «uno pensaría que no va a ganar el candidato del uribismo, Óscar Iván Zuluaga».
Con Óscar Iván Zuluaga, echamos la mirada a la derecha. Por un lado, tenemos lo que puede decirse que es una derecha aislada, la que representa Zuluaga en nombre del Centro Democrático. A pesar de su nombre, nadie ubica este partido en el centro. El Centro Democrático se creó a la medida de Álvaro Uribe tras su desencuentro con Juan Manuel Santos y al elegir a Iván Duque como candidato, como ahora hace con Zuluaga, lo que aspira es a defender la agenda, dura para muchos, de lo que representó Uribe en su lucha contra la guerrilla. El lema del partido es Mano firme, corazón grande: una mezcla de dureza para enfrentarse militarmente al terrorismo y ofrecer la reinserción generosa al combatiente. Hay quienes dicen que lo que Uribe hubiera firmado con las FARC no diferiría tanto de lo firmado. Nunca se podrá comprobar. Zuluaga fue ministro de Hacienda de Álvaro Uribe y candidato a las elecciones de 2014, que perdió en medio de escándalos de escuchas ilegales.
La otra derecha es la coalición conocida como Equipo por Colombia (sí, con tintes futbolísticos) que se apoya en el hecho de que sus miembros más representativos son exalcaldes y cargos electos que defienden su experiencia en asuntos públicos como garantía de buen gobierno. En esta coalición, los nombres importantes son los de Federico Fico Gutiérrez, exalcalde de Medellín (para muchos, el verdadero candidato de Uribe); Alejandro Char, exalcalde de Barranquilla y representante de una de las familias más poderosas de Colombia, que se dice controla las grandes contrataciones públicas y presunto paradigma de la compra de votos, y David Bargil, candidato del viejo Partido Conservador. Fico Gutiérrez es el hombre a batir.
Las matemáticas electorales
«Si esta coalición, Equipo por Colombia, elige un candidato más bien moderado (Gutiérrez es cercano a Uribe, pero no es uribista), podría ser el candidato que en una segunda vuelta pudiera recibir el apoyo del uribismo y, creo yo, podría ganar las elecciones». No es fácil. «El 13 de marzo se celebran las consultas de cada una de las coaliciones. Esa gran cantidad de candidatos que hay hoy quedarán eliminados. La gran pregunta es, tras consultas y primera vuelta, quién va a pasar a segunda vuelta. Uribe no tendrá tanto impacto aquí, pero es importante, porque él puede movilizar electorado para apoyar un candidato de derecha moderada o del centro. Si ese candidato se enfrenta a Petro, el apoyo de Uribe será decisivo para él».
Lo es por una doble vía que señala Iragorri: «Como dicen los franceses, en la primera vuelta se vota a favor de, pero en la segunda se vota en contra de. Así que puede que pase Petro pero, ¿con quién pasa Petro? Si Petro pasa con un candidato muy a la derecha, entonces sería probable que Petro ganara, porque mucha gente de centro se iría con él. Pero si pasa con el candidato de centro, por ejemplo Fajardo, todo el centro derecha y la derecha terminarían votando por el de centro y yo creo que ahí el de centro podría ganar las elecciones».
Por tanto, dado el rechazo actual a lo que representa Uribe, «para Petro lo ideal sería pasar con un candidato de derecha, porque creo que le quedaría más difícil ganarle al centro. Ahora: tampoco es que esté seguro de que Petro pase. Según las encuestas, todo apunta a que Petro sí lo hará (más o menos el 30 % de apoyo), pero como en política una semana es una eternidad, no sabemos qué va a ocurrir».
La paz en la otra esquina
El tercer tema de la elección, tras saber si la izquierda gobernaría con normalidad, o si la sombra de Uribe determina el ganador, es qué hacer con un proceso de paz inconcluso tal y como se definió y sin consenso social pleno. Le increpo directamente a Iragorri y le digo: «Profesor, ¿qué ha salido bien y qué ha salido mal del proceso de paz?».
«Como suele ocurrir», e Iragorri lo presenta como un mal digamos que universal sobre las percepciones entre países, «la comunidad internacional no entiende muy bien lo que pasa en Colombia». Un ejemplo para entender las diferencias de criterio entre expectativas exteriores e interiores: Íngrid Betancourt se lanzó a la presidencia, «y la noticia salió en muchísimos periódicos de todo el mundo, el Washington Post, El País de Madrid, pero la gente no es consciente de que Íngrid Betancourt genera un rechazo en gran parte de la población colombiana porque en un momento dado, tras salir libre del drama incomparable de su secuestro, después de que el Estado la rescató, ella dijo que quería demandar al Estado colombiano». Obviamente, no gustó. Este comentarista ha visto cómo las críticas de la señora Betancourt a diversas circunstancias de la vida política colombiana se saludan con desprecio por el mero hecho de residir mucho tiempo en Francia.
Puede suceder lo mismo con la comprensión de por qué el no al tratado fue lo que ganó en el plebiscito que tenía que sancionar una nueva era para Colombia: «Ganó el no porque hay que ponerse en los zapatos de muchos colombianos. Es normal, y uno es partidario de eso, el que a unos señores que están pegando tiros y secuestrando gente se les ofrezcan cosas para que dejen de secuestrar y de disparar. Seguramente se les pueden dar unos beneficios carcelarios o penas alternativas para que entreguen las armas… que fue lo que pasó. Eso es comprensible. Lo que ocurre es que, en el caso de Colombia, entregaron las armas pero no se ha resarcido a las víctimas, no se han vendido los bienes, ni han entregado bienes con valores muy altos para pagarles en dinero indemnizaciones a los familiares de las víctimas».
La enumeración de dudas es más amplia. El acuerdo de paz establece un mecanismo de justicia transicional (en realidad, una excepción a las leyes normales que conlleva penas livianas, sometido a determinadas condiciones de veracidad y no reincidencia) por el que están pasando los dirigentes de las FARC. «Han confesado algunos delitos, no ha habido ninguna condena hasta ahora, pero muchos de estos señores están libres, viven en su casa en Bogotá y, fuera de eso, están en el Senado de la República». La reflexión de Iragorri asume que «el caso de Colombia es singular, pero si en España le hubieran dicho a un español que a los señores de ETA se les hubiera podido ofrecer que se quedaran a vivir en Bilbao el resto de la vida en su casa, que no entregaran ningún dinero para resarcir a ninguna víctima, que podrían tener algunas garantías para trabajar y que fuera de eso les dan unos escaños en el Congreso de los Diputados, los españoles hubieran dicho que no. Dirán que es distinto, pero no es tan distinto en mi opinión».
Iragorri se detiene en pensar qué se puede hacer con lo que parecen platos rotos. «El gran drama en Colombia es que mucha gente aún no entiende que ya no se puede volver atrás y quizás es preferible que los de las FARC hagan política como están haciendo —además, sin éxito, porque no tienen realmente apoyo popular— a que estén secuestrando y matando gente». Si damos por buena esa idea de la justicia poética, puede decirse que sí: décadas de guerra de guerrillas, crímenes de todo tipo, pero siempre en el nombre del pueblo (las FARC se presentaban así, como ejército del pueblo) para que el día en que te pueden elegir sin coacción no te vote nadie. Nadie en términos estadísticos, claro está: la suma del total de votos de las FARC en 2018 no llegó a los noventa mil sumados los de la Cámara y el Senado (en un país de cincuenta millones de habitantes) y no hubieran bastado para obtener un escaño con las reglas normales en ninguna de las cámaras.
«En ese sentido, yo creo que ha salido bien el hecho de que muchos excombatientes de las FARC y muchos líderes de las FARC se vincularon a la vida civil y no han vuelto a apelar a la violencia y no han vuelto a delinquir. Como era previsible, un porcentaje de ellos siguieron delinquiendo y matando gente, pero en términos generales, está bien, no hay los niveles de violencia que había antes». El relato del fracaso tiene que ver con que no se le ha vencido a la violencia: «¿Qué ha salido mal? Que muchos excombatientes han sido asesinados, gente que dejó las armas; ha habido centenares de líderes sociales asesinados, gente que está en distintas zonas del país sin protección… ¿Por qué los matan? Hombre, porque hay venganzas, a veces porque sigue habiendo narcotráfico… Establecerlo es muy difícil, pero lo cierto es que eso no debería estar ocurriendo».
Hay más. «Se esperaba una reducción más drástica de cultivos de coca. Que los señores de las FARC entregaran lo que se llaman las rutas, que dijeran por dónde sacan la cocaína, porque ellos cuidaban los cultivos. Colombia sigue siendo el mayor productor de cocaína del mundo». Finalmente, «los colombianos sienten que la situación puede ser menos grave, pero con las muertes de los líderes sociales y con el aumento de la delincuencia (acentuado por supuesto por la pandemia) como que no les parece que haya salido tan bien como todo el mundo habría pensado». Termina Iragorri algo melancólico: «Naturalmente, no era fácil pensar que se iba a resolver todo».
Dolor, impunidad y reconciliación
Desde los confines de ese paisaje colombiano de selva, montaña y vacíos, en las poblaciones alejadas de los grandes centros urbanos, cada semana la prensa efectúa el recuento del último líder social asesinado. Activistas de poblaciones indígenas, militantes ecologistas, sindicalistas, pequeños traficantes… no hay semana que no aparezca la crónica de un nuevo crimen. Peor aún, se hace el conteo de masacres (tres o más muertos) que parecen sucederse cada vez con más velocidad tras el fogonazo de esperanza de la retirada de las FARC.
Si toda familia española alberga y reproduce dentro de sí el relato de qué le pasó al abuelo o la abuela, a tal tío o tal primo durante la guerra civil, no hay familia colombiana que no tenga el relato, aunque cueste narrarlo al desconocido, de una situación difícil, de un muerto, de un secuestro, de un horror. Sea por el conflicto entre guerrillas y paramilitares, o sea por el impacto del tráfico de estupefacientes en la creación de redes de sicariato y violencia criminal. El padre de Juan Carlos Iragorri también fue asesinado y aún no se tiene claridad de quién lo asesinó ni por qué.
«Mi padre era un bacteriólogo eminente que por hacer negocios se arruinó hasta el punto de que nos embargaron los muebles de la sala cuando era niño. Era un tipo apasionante, un hombre de una gran cultura. Cuando yo tenía dieciocho años, el 20 de diciembre del 79, lo asesinaron en una calle en Bogotá». Iragorri lo relata con la misma serenidad y precisión de sus reportes y comentarios sobre la actualidad latinoamericana. «Yo asumo, por las averiguaciones que hemos hecho, que trató de destapar un caso de corrupción en el organismo estatal donde trabajaba, y me imagino que lo mataron por eso. No sé quién mató a mi papá y hace cuarenta y tantos años de eso».
El origen de mi pregunta y de los paralelismos con la Guerra Civil española se centraba en la expectativa del fin de la violencia como pilar subyacente de la vida pública y privada colombiana, especialmente tras estas elecciones en las que todo el mundo cree que algo debería cambiar. De si es posible la llegada de un momento de paz, piedad y perdón. Iragorri me hace el mayor énfasis de toda la conversación al llegar aquí: «Uno de los principales problemas que hay en Colombia es la impunidad». La implosión de la palabra impunidad se siente en la vibración de los altavoces. «Los colombianos», frente al tópico tan común que cualquiera puede contrastar en la imaginería audiovisual y en las conversaciones mundanas fuera de allá, «no son más violentos que el resto de los seres humanos, eso es mentira». «Uno trae a un colombiano a Madrid, a Barcelona, o lo lleva a Boston o a Estocolmo, y en términos generales son grandes ciudadanos: no cruzan las calles fuera de los pasos de cebra, nunca le tiran el coche encima a una persona, no se les ocurre sacar un cuchillo, ni mucho menos matar a alguien y, en general, no se les ocurre robar».
De modo más claro: «El problema de Colombia es que, como hay impunidad, la gente hace lo que le da la gana y fue lo que pasó con mi papá. Y es lo que pasa hoy día: si cualquier persona que nos está leyendo sale a la calle y le pegan un tiro, lo más probable es que nadie sepa nunca quién lo mató. Y así no puede funcionar una sociedad. En España hay unos trescientos homicidios al año en un país de cuarenta y seis millones de habitantes. Colombia tiene cincuenta millones y tenemos once mil homicidios al año».
Se interroga Iragorri: «¿Va a haber algún tipo de reconciliación? Yo, la verdad, no la veo tan cerca. El acuerdo de paz ha buscado eso. Ha habido un esfuerzo muy interesante mediante la Comisión de la Verdad, que dirige el padre Francisco de Roux, que trata de establecer la verdad en un país donde prácticamente ningún magnicidio se ha aclarado». El pesimismo sobre las posibilidades de saber qué pasó realmente en décadas de un conflicto cuyos rescoldos están vivos se traslada también a la actitud de la sociedad colombiana del presente: «Yo no veo que la gente esté con ese ánimo de paz… En un país donde hay tanta violencia, donde hay tanta polarización como hay hoy día, yo, la verdad, no veo eso».
Pocos días después de terminar esta conversación, se publican las primeras encuestas cercanas a las consultas que harán de primarias: como segundo candidato en intención de voto aparece el que ya se considera el Donald Trump colombiano: el ingeniero Rodolfo Hernández, constructor como Trump, exalcalde de Bucaramanga, rey de TikTok y paladín contra la corrupción y la clase política. Por supuesto, con zonas oscuras. Todo se torna más impredecible cada vez.
Hay que tomar con pinzas lo que Irragorri menciona acerca de por qué ganó el No en el plebiscito por la paz. Realmente la campaña por el No fue sucia y mentirosa. Hicieron que la gente saliera a votar «emberracada» (molesta o irritada) montando un tinglado de falsedades, medias verdades y distorsiones burdas que terminó surtiendo efecto principalmente en sectores de la sociedad que no se vieron seriamente afectados por el conflicto en su cotidianidad.
Un par de precisiones: los dos «outsider» Fajardo y Gaviria fueron, el primero: alcalde de medellín impulsado por el aparato electoral del uribismo y su venia, y cuenta en su haber con múltiples investigaciones por corrupción administrativa y alianzas con grupos criminales para restablecer la seguridad en la ciudad; el segundo: fue funcionario del gobierno uribe, donde se desempeñó como subdirector de Planeación Nacional, es decir coordinador de políticas públicas y de los recursos de inversión de la nación, y desde allí implementó ideas del libro del reconocido y sanguinario paramilitar ernesto báez.
Por otra parte, decir que no se sabe con precisión porque matan a los líderes sociales (medioambientales, activistas LGBTI, los que buscan que les devuelvan sus tierras expropiadas por políticos con ayuda de fuerzas paramilitares ligadas al estado) y reinsertados es una grosería: Según cifras de la Onu, en el gobierno duque han sido asesinados más de 900 líderes y y 276 excombatientes, y los vínculos del Estado y las élites económicas y políticas con estos crímenes no son precisamente tenues.